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Beata Ana Catalina Emmerick
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Título: Una Maravillosa Historia de Fe: Beata Ana Catalina Emmerick
Autor: R. Padre Ángel Peña, O. A. R.
Nihil Obstat P. Ignacio Reinares
Vicario Provincial del Perú Agustino Recoleto. Imprimatur Mons.
José Carmelo Martínez Obispo de Cajamarca (Perú)
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Contenido:
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La vida de la beata Ana Catalina Emmerick
es una historia maravillosa que parece ser de otro mundo. Pero lo que
vamos a referir en las siguientes páginas no es un cuento de hadas, sino
una hermosa realidad que tuvo lugar en Alemania entre los años
1774-1824.
Su vida está llena de sufrimientos. Tuvo
las llagas de Cristo y sufrió como víctima por la salvación de los demás
y por las almas del purgatorio. Ella sentía la vocación de reparar ante
Dios las ofensas de todos los hombres y asumía muchas veces los
sufrimientos que otras personas debían soportar por sus enfermedades o
pecados.
Tuvo dones extraordinarios como el de la hierognosis
para poder reconocer con toda claridad las cosas benditas de las que no
lo son. Distinguía las reliquias verdaderas de las falsas y “veía”
detalladamente la vida de los santos a los que pertenecían. En este don
sobresale de manera única y excepcional sobre otros santos.
También tuvo muchas visiones
sobrenaturales sobre la vida de Cristo y de María. Durante tres años
continuos no se alimentó más que de la comunión diaria. Y, durante
muchos años, apenas comía unas cucharadas de caldo y un poco de agua, a
pesar de estar sangrando frecuentemente de las llagas; lo que hace que
su vida fuera un verdadero milagro permanente. Su don de bilocación fue
en ella muy frecuente, yendo en espíritu a todas partes del mundo.
Todo ello nos lleva a reconocer en ella
un testimonio viviente de la fe católica y cómo nuestra fe es verdadera
hasta en los últimos detalles propuestos por la Iglesia. Podemos decir
que su vida fue una historia de fe católica, vivida en plenitud.
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REFERENCIAS a las notas de pie de página
Sch se refiere al Vie, libro del padre Schmoeger en tres tomos en francés.
D’Anne Catherine Emmerick, Paris, Librairie Tequi, 1950.
S al libro del padre Schmoeger, escrito en español, en un tomo: Vida y visiones de la venerable Ana Catalina Emmerick, Santander, 1979.
Akten a las Actas de la investigación eclesiástica en alemán.
Tagebuch Wesener al Diario del doctor Wesener en alemán.
Tagebuch Brentano al Diario de Clemente Brentano en alemán.
Positio a la Positio
super virtutibus, en tres volúmenes, presentada para el Proceso de
canonización a la Congregación de las causas de los santos. Dentro de la
Positio está el Summarium (Sumario) additivum (añadido); el Sumarium, parte 1 y parte 2, y la informatio super virtutibus (información sobre las virtudes).
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CAPÍTULO PRIMERO. VIDA EN FAMILIA
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La vida de Ana Catalina (1774-1824) se
desarrolla en Westfalia (Alemania), y más concretamente en la región de
Münster, en el poblado de Flamske, a tres kilómetros del Koesfeld,
pequeña ciudad del obispado de Münster. Fue en esta ciudad de Münster
donde, después de la guerra de los Treinta Años, se firmó la famosa paz
de Westfalia en 1648, quedando establecido el principio cuius regio eius et religio (cada región debía tener la religión de su príncipe). La región de Münster fue siempre católica.
En 1790 la Revolución francesa con sus
leyes antirreligiosas llegó a Alemania. Después de tomar las plazas
fuertes de Spira y Maguncia, la Renania católica es anexionada a Francia
y las tropas francesas se acercan a Colonia. Las iglesias y conventos
son saqueados a su paso, y miles de católicos y sacerdotes son
asesinados. Pronto llegarán también a la Westfalia católica donde se
encuentra la región de Münster, en que vive nuestra Catalina.
En 1807 Napoleón Bonaparte, después de la
batalla de Jena, se apoderó de la comarca, que formó parte del reino de
Westfalia bajo el mando de Jerónimo Bonaparte. En 1810 fue anexionada
al Imperio francés. En 1811 Napoleón decidió clausurar todas las
instituciones eclesiásticas. Las religiosas del convento donde se
encontraba nuestra santa tuvieron que abandonarlo e ir a vivir con sus
familias o donde les dieran alojamiento. Ante la derrota de los
franceses en la batalla de Waterloo en 1815, Prusia se anexionó esta
región, por acuerdo del Congreso de Viena (1815).
Como Prusia era mayoritariamente
protestante, los católicos de Westfalia, al igual que los de Renania,
que también fueron anexionados, tuvieron que sufrir muchas dificultades y
ser considerados como ciudadanos de segunda clase. Se les restringieron
muchos de sus derechos como ciudadanos, pues se reglamentó con marcados
criterios protestantes, imbuidos de materialismo y liberalismo, el
acceso a las universidades, la tramitación de los matrimonios mixtos y
otros asuntos de la vida pública. Estas leyes restrictivas llegaron a su
culmen en 1870 con la Kulturkampf (lucha cultural). Todo lo cual
también dificultó la introducción de la causa de beatificación de Ana
Catalina.
Sin embargo, el entorno donde nació y
creció nuestra santa fue primordialmente católico, de gente campesina
sencilla, que vivía su fe sin grandes complicaciones.
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Fueron sus padres Bernardo Emmerick y Ana Killers, quienes habían contraído matrimonio en 1766 y se habían establecido
como sencillos campesinos en la aldea de Flamske, a media hora del
pueblo de Koesfeld. Vivían en una casa de barro con techo de paja, en
una pequeña granja que pertenecía a Gerhard Emmerick, familiar suyo.
Trabajaban un pequeño terreno.
Su casa la compartían con otra familia.
Eran pobres, pero no vivían en la miseria. Dios les concedió nueve
hijos, de los cuales murieron cuatro. Ana Catalina era la quinta.
Su padre era sumamente recto y piadoso,
de carácter severo y franco al mismo tiempo. Al ser pobre tenía que
afanarse y trabajar duramente, pero no se angustiaba en cómo mantener a
su familia, pues todas las cosas las ponía con filial confianza en las
manos de Dios[1].
Ana Catalina recuerda: Como mi padre
trabajaba mucho, me acostumbró desde niña al trabajo. En invierno y en
verano, al despuntar el día, yo salía al campo a buscar el caballo. Era
una mala bestia que daba coces y mordía, y muchas veces huía de mi
padre, pero se dejaba sujetar enseguida por mí y aún venía corriendo a
mi encuentro. A veces, para que me llevase a casa, tenía que subirme a
él saltando desde una piedra u otro lugar elevado. Solía entonces volver
la cabeza para morderme, pero yo lo castigaba y no era menester hacer
nada más. También me servía de él para transportar frutos y estiércol.
Ahora no acierto a comprender cómo lo podía manejar entonces, siendo yo
una niña tan frágil[2].
Mi padre me llevaba muchas veces
consigo al campo muy de mañana. Cuando salía el sol se quitaba el
sombrero y rezaba y hablaba de Dios, que hace salir un sol tan hermoso
para nosotros. Solía reprender el que la gente se quedase durmiendo en
la cama después de salir el sol; pues, según él, de este mal hábito
provenía la ruina, tanto para las personas como para las casas y los
campos. Una vez le dije: “A mí no me puede suceder esto, pues el sol no
da en mi cama”. Mi padre repuso: “Aunque no lo veas, el sol, cuando
sale, ve todas las cosas y brilla sobre todas ellas”. Yo me quedé
pensativa meditando sus palabras.
Cuando salíamos juntos, antes de
amanecer, me decía mi padre: “Mira, todavía no ha pasado ningún hombre
por aquí; nosotros somos los primeros. Si tú rezas con devoción,
bendeciremos el país y los campos. Es muy hermoso salir cuando todavía
nadie ha pisado el rocío; aún se nota en el campo la bendición de Dios;
porque aún no se ha cometido en él ningún pecado, ni se ha dicho en él
ninguna palabra mala. Cuando uno sale al campo y encuentra pisado el
rocío, parece como si todo estuviese ya manchado y corrompido”[3].
Aunque era de constitución débil y
muy pequeña todavía, trabajaba con mis padres o con mis parientes en las
rudas faenas del campo. Siempre tomaba parte en los trabajos más
penosos. Recuerdo que una vez cargué yo sola en el carro, de un tirón,
unos veinte haces de trigo, en menos tiempo de lo que hubiese tardado el
más robusto trabajador. También trabajaba mucho segando y atando las
mieses[4].
Cuando tocaban a misa, mi padre se quitaba el sombrero y rezaba en silencio. Luego me
invitaba: “Ahora, ¡sigamos la misa!” y, mientras trabajaba, me decía:
“Ahora, el sacerdote hace esto, después hace aquello”, y ambos rezábamos
y nos santiguábamos. Luego solía cantar el versículo de un salmo o
silbaba la melodía de un cántico y, mientras yo levantaba el rastrillo,
me iba explicando: “La gente no deja de hablar de milagros y, sin
embargo, vivimos constantemente de los milagros y de la gracia de Dios.
¡Mira el grano de trigo en la tierra! Está enterrado y, sin embargo,
saldrá de él una gran espiga que dará el céntuplo. ¡Eso también es un
gran milagro!”[5].
El domingo, después de comer nos
recordaba el sermón y lo hacía de un modo muy edificante. También nos
leía un comentario sobre el Evangelio[6].
Fue mi padre quien me enseñó a rezar y
hacer la señal de la santa cruz. Me tomaba en brazos, me cerraba mi
manecita derecha y me enseñaba a signarme con el dedo pulgar. Luego me
abría la mano y me enseñaba a santiguarme. Muy pronto, cuando ya sabía
la mitad del padrenuestro o algo menos, repetía muchas veces lo que
sabía hasta que me parecía que había rezado tanto como si lo hubiera
dicho entero[7].
Fue también mi padre quien me enseñó
a leer. Más tarde, al acercarse el momento de mi primera comunión,
recibí algunas lecciones de un piadoso granjero de la vecindad que vivía
en Alten Höven Hook. Era maestro de escuela y cobraba un groschen al
mes por cada niño. Pero yo no asistí mucho a la escuela, porque tenía
que hacer toda clase de cosas en casa[8].
Semejante a su padre en piedad y buenos
sentimientos era su madre. Al tener que trabajar ruda y constantemente
desde que se casó, se había vuelto seria y severa, pero su corazón
siempre se conservó dulce y bondadoso para con todos. Cuanto más se
debía afanar con su marido por procurar para ellos mismos y sus hijos el
sustento necesario, tanto menos parecía inquietarse por el porvenir y
tanto más lejos se mostraba descontenta de su penosa situación.
Respecto a ella Ana Catalina nos cuenta lo siguiente: Las
primeras lecciones de catecismo las aprendí de mi madre. Su dicho
favorito era: “Señor, hágase tu voluntad y no la mía”, “Señor, dame
paciencia y aflígeme después”. Estas palabras siempre las he conservado
en mi memoria. Cuando jugaba con otros niños, decía mi madre: “Siempre
que los niños se llevan bien al jugar unos con otros, los ángeles o el
niño Jesús les acompañan”. Esto lo creía yo al pie de la letra y no me
causaba admiración; de tal manera que miraba con frecuencia al cielo
para ver si venían pronto, y otras veces creía que estaban con
nosotros. Para que no nos dejasen, nuestros juegos eran siempre
inocentes y edificantes. Cuando tenía yo que ir a la iglesia en
compañía de otros niños, iba delante o detrás de todos ellos para no
tener que oír ni ver durante el camino ninguna cosa mala. Esto me lo
había recomendado mi madre, y me exhortaba a que, mientras tanto, rezara
ya unas oraciones, ya otras. Cuando me hacía la señal de la cruz en la
frente, en la boca y en el pecho, decía yo interiormente: “Estas
cruces son la llave para que no entre ninguna cosa mala en el
pensamiento, ni en la boca, ni en el corazón. Sólo el niño Jesús debía
tener la llave. Si sólo Él la tiene, todo irá bien”[9].
Su padre Bernardo, aunque volviera muy
cansado del trabajo de todo el día, nunca dejó de reunir a sus hijos al
anochecer, y de exhortarlos a rezar por los caminantes, por los pobres
soldados y por los obreros sin trabajo, enseñándoles algunas oraciones
con este fin. Los días de carnaval les mandaba su madre rezar postrados
en tierra, con los brazos extendidos, cuatro padrenuestros para que Dios
defendiese la inocencia de los que en tales días son tentados a
perderla.
A veces su madre decía: “Señor, como Tú quieras, no como yo quisiera”. Y también: “Señor, golpéame lo que quieras, pero dame paciencia”. Y Ana Catalina añade: Esa fue mi primera Biblia y no la he olvidado[10].
Su madre fue una mujer valiente y en
ocasiones tuvo que enfrentarse a grandes dificultades, porque su esposo
cayó enfermo y tenían dos hijos raquíticos[11].
Con Ana Catalina era severa. Nunca le
dirigía un elogio por temor a halagar su amor propio, a diferencia de
otros padres que alababan a sus hijos. Y dice Catalina: Yo sufría
convencida de ser la niña más mala del mundo. Y se me oprimía el corazón
ante la idea de que yo era muy mala delante de Dios[12].
De todos modos, sus padres, trabajadores y
piadosos, le dieron una buena educación cristiana, que le sirvió mucho
para el futuro. Toda su vida se distinguió por su carácter trabajador y
alegre, y por entregarse totalmente al servicio de Dios y de los demás.
Ella amaba mucho a sus padres. Cuando su
madre enfermó gravemente en el invierno de 1816-1817, ella hizo que la
llevaran a su habitación de enferma en Dülmen para poder cuidarla con su
hermana Gertrudis. Murió el 13 de marzo de 1817. Catalina oró mucho por
ella y el mismo día de su muerte la vio subir al cielo.
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Nació Ana Catalina el 8 de septiembre de
1774, en la aldea de Flamske, a 3 kilómetros de Koesfeld. Según la
costumbre de la época, recibió el mismo día el bautismo en la iglesia
parroquial de Santiago, del pueblo de Koesfeld. Ella cuenta que el 8 de
setiembre de 1821 vio en visión sobrenatural todos los detalles de su
nacimiento y de su bautismo. Y lo cuenta así: Hoy he visto en
éxtasis mi nacimiento y bautismo en ese día tan señalado: estaba yo allí
presente y me embargaban unos sentimientos singulares. Me sentía como
un niño recién nacido en brazos de las mujeres que me llevaron a
Koesfeld para ser bautizada. Me causaba vergüenza el verme tan pequeña y
tan necesitada de auxilio y, sin embargo, ya tan vieja; pues todo lo
que sentía entonces, como niña recién nacida, lo veía y lo conocía de
nuevo en esta hora, pero mezclado con las impresiones presentes.
Entonces era muy frágil y no podía valerme. Las tres mujeres ancianas,
que me llevaban a la iglesia, me resultaban antipáticas, al igual que
la partera, no así mi madre, que me amamantaba. Veía todo lo que me
rodeaba: la antigua granja donde vivíamos, y todo lo que allí había, tal
como después no lo he vuelto a ver, porque muchas cosas han cambiado.
Veía con toda claridad el camino que
conduce desde nuestra cabaña de Flamske hasta la parroquia de Santiago,
en Koesfeld; y sentía y veía lo que pasaba a mi alrededor. Vi toda la
santa ceremonia de mi bautismo, y mis ojos y mi corazón se abrieron de
un modo admirable. Vi que cuando fui bautizada, estaban allí presentes
el ángel de mi guarda y mis santas patronas santa Ana y santa Catalina.
Vi a la Madre de Dios con el niño Jesús.
Y fui desposada con Jesús mediante la
entrega de un anillo. Vi a todos mis predecesores, hasta el primero que
de ellos fue bautizado y conocí, en una larga serie de símbolos, todos
los peligros de mi vida futura. En medio de todo esto sentía la
impresión singular que me causaban mis padrinos y parientes que estaban
allí y las tres mujeres que me caían antipáticas. Vi a mis antepasados
en una sucesión de imágenes que abarcaba muchas comarcas, hasta el
primero que fue bautizado, en el siglo séptimo u octavo, el cual
edificó una iglesia. Entre ellos había varias monjas, y dos de ellas
fueron estigmatizadas, pero nadie se enteró de ello, y a un ermitaño,
que había sido un hombre importante, padre de varios hijos y que
finalmente se había retirado del mundo y vivido santamente.
Cuando al volver a casa desde la
iglesia pasé por el cementerio, experimenté un vivo sentimiento del
estado de las almas cuyos cuerpos reposan allí, esperando la
resurrección. Entre ellos observé con respeto algunos cuerpos que
brillaban y resplandecían notablemente[13].
Cuando tenía un año de edad un día me
caí al suelo. Mi madre, que en esos momentos se encontraba en la
iglesia de Koesfeld, tuvo un presentimiento de que algo me había
acontecido, y presa de gran ansiedad volvió a casa. Por mucho tiempo no
pude caminar; recién al tercer año de mi vida curé enteramente de mi
mal; el muslo se había desarrollado bien, pero por haber sido
excesivamente ligado con fajas quedó para siempre delgado.
A los tres años solía exclamar con
todo mi corazón: “¡Oh Señor y Dios mío, haz que yo muera; porque los
que crecen y se hacen grandes, te ofenden con muchos pecados!”. Cuando
salía de casa me decía: “¡Si cayese muerta aquí, delante de esta puerta,
no podría ofender más a Dios!”.
Cuando tenía seis años hacía ya lo
que hago ahora (confeccionaba ropa para los pobres). Sabía que tendría
un hermanito; cómo lo supe no lo podría decir. Quería entonces darle a
mi madre algunas cosas para el niño recién nacido, pero no sabía aún
coser. El niño Jesús se me apareció y me enseñó y ayudó a hacer un
gorrito y otras prendas para el niño. Mi madre quedó muy sorprendida de
cómo yo había podido hacer tales trabajos. Recibió las prendas que le
ofrecí y se sirvió de ellas.
Cuando comencé a cuidar las vacas,
vino un niñito hacia mí e hizo que las vacas se cuidasen ellas mismas.
Nosotros hablábamos juntos de cosas buenas, cómo queríamos servir a Dios
y amar al niño Jesús, y cómo Dios lo ve todo. Yo me encontraba a menudo
con ese niñito y nos entendíamos perfectamente. Cosía y hacía gorritas y
medias para los niños pobres. Yo me sentía capaz de hacer todos los
trabajos que quería y además tenía todo lo que necesitaba para esos
trabajos: A veces venían también algunas monjas y se unían a nosotros, y
siempre eran del convento de las Anunciatas. Lo más admirable era que
yo creía y me comportaba como si todo lo hiciese por mí misma, cuando en
realidad era aquel niñito quien lo hacía todo.
A mis compañeritos les decía:
“Debemos pensar siempre que el niño Jesús está entre nosotros. No
debemos hacer ninguna cosa mala; antes bien, debemos impedirla en cuanto
nos sea posible. Si encontramos lazos tendidos para cazar liebres y
trampas para pájaros, preparados por los muchachos, las sacaremos para
que no sigan haciendo tales cosas. Debemos empezar a cambiar poco a poco
este mundo para que la tierra se convierta en un paraíso”[14].
Cuando guardaba las vacas me venía a
acompañar el niño san Juan Bautista. Yo le decía: “Juancito, el de la
piel de camello, ven aquí conmigo”. Él venía y se entretenía conmigo. Un
día tuve una visión, en la cual vi toda su vida en el desierto.
Conversaba familiarmente con él, y me iba enseñando con gran sencillez
cómo imitar su inefable pureza y simplicidad con que tanto había
complacido al Señor en todas sus acciones. Yo me hacía presente en su
casa paterna y asistía a los maravillosos acontecimientos de su sagrada
infancia junto a su santa familia. Tenía para con todas esas personas
un afecto tan vivo y real, que las trataba con mucha más familiaridad y
confianza que a mis propios parientes[15].
Ana Catalina, que era de constitución
frágil, tenía unos grandes ojos azules y su cabello oscuro. Era de
carácter impaciente y hasta testarudo, pronta a la cólera, pero generosa
y muy cariñosa. El doctor Wesener, del que hablaremos ampliamente, dirá
de ella en su Diario: Era de constitución delicada y,
cuando la conocí, aún mostraba las huellas indudables de un raquitismo
que había padecido en sus primeros años… Desde pequeña pasaba muchas
horas, a veces noches, orando arrodillada en la pradera. De niña tuvo
allí los más hermosos sueños alegóricos y autenticas visiones de la vida
de Cristo[16].
Según todos los testigos del proceso de canonización: De
niña era muy educada, amable y piadosa. Prefería ir a la iglesia que
tomar parte en las diversiones con otros niños. Una de sus amigas dirá
de ella: “Nunca la oí hablar de otros. Sus conversaciones trataban de la
Biblia, de los santos y de las verdades de la fe, evitando las
conversaciones mundanas. Pero no era carácter triste, sino todo lo
contrario, muy agradable con todos y tenía buen corazón”[17].
Respecto a su vida de unión con Dios, la misma Ana Catalina nos dice: De
pequeña con apenas tres años, yo sentía una viva inclinación a tratar
con Dios y a servirlo. A los seis o siete años solía recogerme en
oración y en ello encontraba un gozo extraordinario[18].
Así lo asegura también en el Proceso su hermano Jan Bernd: Ella
dedicaba mucho tiempo a la oración. Cuando nosotros nos íbamos a
dormir, ella muchas veces seguía en vela, leyendo un libro o rezando; la
mayoría de las veces de rodillas y con los brazos en cruz. Rezaba
también mientras trabajaba[19].
Ella nos asegura: Cuando tenía seis o
siete años pensaba mucho en los sufrimientos de Jesús… Veneraba
especialmente la llaga del costado, porque había oído decir que Jesús
tenía esa llaga, la más dolorosa de todas[20].
A los siete años hizo su primera
confesión. Creyendo haber cometido un pecado mortal lloró amargamente en
el confesionario y al sacerdote le costó trabajo calmarla. Su pecado no
era otro que haberse peleado con otro niño[21].
Otro pecado del que tuvo que confesarse
fue que, una vez, se propuso pasar por delante de una aldeana sin
saludarla, porque ésta había hablado con poco respeto a sus padres. Así
lo hizo, aunque con trabajo, pero se arrepintió tanto de ello que fue a
pedirle perdón a la interesada y en su primera confesión se acusó de
ello con gran arrepentimiento[22]. Otro pecado que confesó fue haber
desobedecido a sus padres por quedarse a orar y leer por la noche.
A los ocho años, aunque ya sabía leer,
porque le había enseñado su padre, fue a la escuela, donde aprendió algo
de escritura, cálculo y algunas oraciones.
Clara Söntgen certificó en el Proceso: En
la escuela ella sobresalía por su inteligencia de los otros niños. El
maestro llegó a decir a sus padres que ella siempre sabía responder bien
a las preguntas que le hacía. Ella sólo asistió a la escuela durante
cuatro meses. El resto lo aprendió mientras guardaba el ganado y en sus
horas libres. Mientras que los otros niños se dedicaban a jugar, ella se
retiraba a un rincón y leía un libro. Cuando por la noche todos
dormían, ella iba a ocultas a la sala común para leer libros
espirituales. Más de una vez, sus padres se levantaron y le ordenaron ir
a dormir[23].
Otro aspecto importante de su vida fue el encanto que sentía por la naturaleza, por su carácter alegre y jovial.
Cuando se encontraba sola en el campo
o en el bosque, llamaba a las aves y cantaba con ellas alabanzas al
Señor, y acariciaba a los pajarillos que se posaban confiados en sus
brazos y en sus hombros. Si por ventura encontraba algún nido, su
corazón palpitaba de gozo y decía a los polluelos las más tiernas
palabras. Conocía los lugares donde brotaban las primeras flores en la
primavera, y con ellas tejía guirnaldas a la Virgen María y al niño
Jesús. Así como los niños gustan ordinariamente de ver libros de
estampas y prefieren las flores y animales pintados en ellos a los que
viven en los campos, así a los ojos de Ana Catalina las criaturas eran
las imágenes en donde contemplaba y admiraba con alegría la sabiduría y
bondad de Dios[24].
Era de admirar el espíritu de
sacrificio que tenía desde muy niña. Llevaba cuerdas atadas a la cintura
y vestía una camisa interior de áspera tela[25]. Pero, sobre todo, destacaba en su deseo de ayudar y hacer el bien a los demás. Dice ella misma:
Desde niña oraba yo menos por mí
misma que por los demás, para que no cometieran pecado y no se perdiera
ningún alma. Todo se lo pedía a Dios y cuanto más Dios me concedía, más
le pedía y nunca me cansaba de pedirle. Era yo muy atrevida en su
presencia, pues estaba persuadida de que siendo Señor de todas las
cosas, mira con buenos ojos lo que le pidamos con recta intención.
Siendo todavía muy pequeña, tenía que
vendar las heridas a los vecinos, porque lo hacía con más cuidado y
suavidad. Cuando veía alguna llaga, decía para mis adentros: “Si la
oprimo, le dolerá mucho; pero debe salir el pus”. Y tuve la idea de
chupar las llagas, y se curaban. Nadie me ha enseñado esto; me lo ha
sugerido el deseo que tenía de que se curasen. Al principio sentía asco;
pero este mismo asco me movió a vencerlo, porque es señal de falsa
compasión. Cuando vencía pronto el asco, experimentaba una gran alegría;
me acordaba entonces de nuestro Señor Jesucristo, que así obró por la
salud de todos[26].
Había un niño que tenía muy malas
costumbres y cometía muchas faltas. Ella rezaba para que se corrigiera y
se impuso hacer penitencia por él. Cuando años después le preguntaron
que explicara por qué desde su más tierna infancia ella había hecho
semejantes cosas, ella dijo: No puedo decir quién me lo enseñó, pero
yo lo hacía porque sentía compasión de mi prójimo. Yo siempre he
sentido que todos formamos un solo Cuerpo en Cristo y que el mal del
prójimo me hacía daño a mí como si fuera un dedo de mi mano. Desde muy
pequeña yo pedía para mí las enfermedades de los otros. Y pensaba que
Dios me enviaba los sufrimientos por alguna razón particular y que tenía
algo que pagar[27].
En una ocasión mi madre estaba en
cama con erisipela en la cara. Yo estaba sola junto a ella y me sentía
triste de verla así. Me arrodillé en un rincón y le rogué a Dios con
fervor. Yo sentí un fuerte dolor de dientes y toda mi cara se inflamó.
Cuando todos regresaron a casa mi madre ya había mejorado y yo no tardé
mucho en curar[28].
Algunos años después yo tenía fuertes
dolores. Mis padres estaban enfermos. Me arrodillé junto a su cama y
rogué a Dios por ellos. Yo me vi con mis manos juntas por encima de
ellos y me sentí impulsada a orar por ellos para que se curaran[29].
Como vemos, su alma resplandecía del amor que Dios le infundía en la oración. Ella dice a este respecto: Mi oración consistía habitualmente en un dialogo con Dios. Yo le hablaba como un hijo a su padre[30].
Era muy raro que pidiera a Dios alguna cosa para mí. Mis intenciones
eran la conversión de los pecadores y la salida de las almas del
purgatorio[31]. Y cuando cometía alguna falta, acudía a la intercesión de la Virgen María y le decía: “¡Oh
Madre de mi Salvador, eres doblemente mi madre! Tu Hijo, el Verbo
Encarnado, te entregó a mí como madre cuando le dijo a Juan: “Ahí tienes
a tu madre”; y yo estoy unida a tu Hijo. Pero le he desobedecido y
estoy tan avergonzada que no me atrevo a presentarme delante de Él. Ten
piedad de mí. Pídele que me perdone, pues es siempre tan bueno el
corazón de una madre, que a ti no te lo negará[32].
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El diablo no veía con buenos ojos tanta
alegría y tanta bondad en una criatura humana. Por eso, en la época en
que se preparaba para hacer su primera comunión, sufrió toda clase de
tentaciones y ataques por parte del diablo. Parecía que alguien hubiera
tratado de ahogarla con su almohada o como si alguna cosa viva y pesada
cayera de golpe sobre su pecho[33].
Por su puesto que el diablo ya se le
había manifestado de varias maneras mucho tiempo antes, pero ahora se le
manifestaba más claramente, tratando de alejarla de Dios y de su
vocación.
Hizo su primera comunión a los doce años,
probablemente el día de san Ludgero, patrón de la diócesis, como era
costumbre en aquel tiempo, en el tercer domingo de Pascua. Ella contó
que no le hizo muchas peticiones. Simplemente pidió al Señor que
hiciera de ella una niña buena y que fuera digna de su amor. Luego rezó
también por sus padres[34].
A partir de ese día, la Eucaristía se
convirtió en el centro de su vida y de su amor. Su mayor alegría,
después de su primera comunión, era ir los domingos a confesar y
comulgar. Cuando se sucedían varias fiestas, el confesor le daba permiso
para comulgar todos los días. Los tres días del triduo pascual no comía
nada hasta el día de Pascua a mediodía. Esto no le resultaba penoso y
podía hacer los trabajos más duros a pesar del ayuno[35].
Los frutos de su primera comunión se
dejaron ver en un mayor deseo de mortificación y de amor a Jesús,
sirviendo y ayudando a los demás. Cuando iba a la iglesia, se
concentraba en el sagrario como si viese a Jesús. En esto le ayudaba su
ángel custodio, ya que nunca entró en la casa de Dios sin ser
acompañada por su ángel, en cuya adoración a Jesús sacramentado,
encontraba el modelo de respeto con que debía acercarse a Él… Con filial
confianza hablaba con Jesús sacramentado y le cantaba en las
festividades los himnos de la Iglesia. Pero, como no podía permanecer en
el templo tanto tiempo como deseaba, se le iba sin darse cuenta su
mirada por la noche hacia donde ella sabía que se encontraba el sagrario
de la iglesia…Y, cuando llegaba la hora de recibirlo sacramentalmente,
todo le parecía poco para prepararse y recibirlo lo más dignamente
posible[36].
Dividía el tiempo desde una comunión a
otra, dedicando la primera parte a dar gracias por la comunión
recibida, y la segunda para la preparación de la siguiente. Invitaba a
todos los santos a unirse conmigo para dar gracias y rezar a Dios, y
suplicaba al Señor que me ayudara a disponer mi corazón para lo que le
fuera más agradable[37].
A veces Jesús se le aparecía como un niño
en la hostia consagrada para alegrarla y encenderla más y más en su sed
de amar y sufrir por los demás.
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Después de su primera comunión sus padres
la colocaron de sirvienta en la casa del rico propietario en cuya
granja trabajaba su padre y que era de la familia. Ella conocía la casa
muy bien, pues desde niña había ido a jugar con los niños que vivían en
ella o a prestar pequeños servicios. Según se afirma en el Proceso:
Su padre y su madre quisieron que permaneciese allí el mayor tiempo
posible, para que viviese más en sociedad, porque no veían con buenos
ojos sus ansias de soledad. Durante tres años tuvo que vivir en dicha
casa con tales parientes, incluso para dormir[38].
Durante estos tres años, de los doce a
los quince, irá madurando espiritualmente y corrigiendo sus defectos. La
propietaria, Elisabeth Emmerick, llegó a afirmar: Nunca tuve nada que reprocharle y todos nos entendimos muy bien con ella[39].
Los domingos acostumbraba a hacer el Vía
crucis desde Flamske hasta la santa Cruz de Koesfeld con los pies
descalzos, sola o acompañada por alguna amiga. Esta santa Cruz de
Koesfeld estaba en la iglesia de san Lamberto y era del siglo XIII. Los
fieles le tenían mucha devoción y la veneraban con gran solemnidad el
Viernes Santo. Era de madera tallada, de tamaño casi natural y con un
Cristo de un realismo sobrecogedor. Su madre le había enseñado a hacer
los domingos el recorrido del Vía crucis en las 18 estaciones,
construidas entre los años 1650 y 1655, que estaban distribuidos a lo
largo del camino entre Flamske y Koesfeld.
Clara Söntgen afirma que muchas veces
los jóvenes se dirigían a ella, le abrían su corazón y le pedían
consejo. Los domingos los convencía para acompañarla en el Vía crucis
que ella comentaba en alta voz. Ella se levantaba frecuentemente por la
noche a ocultas. Y, cuando encontraba la puerta de su casa cerrada,
saltaba el muro[40].
Una noche su pariente el granjero la vio
salir y, preocupado por lo que pudiese pasarle, la siguió con uno de
sus criados sin que ella se diese cuenta. La vieron hacer todo el Vía
crucis hasta Koesfeld y regresar antes del amanecer. Quedaron conmovidos
por su piedad. Tal es así que el dueño le propuso levantarse más tarde
que los demás para que pudiera descansar un poco. Ella rehusó la
invitación y le agradeció que no le prohibiera seguir con sus prácticas
religiosas. No tenía miedo de ir sola por el camino, ni de lo que
pudiese hacerla el demonio, porque iba bien acompañada de su ángel
custodio.
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A sus quince años sus padres la reclaman.
Su madre necesita que la ayude en casa, por lo que le permite que
durante el día vaya todavía a trabajar a la granja, pero al atardecer
debe volver a su casa. Ella empezó a sentir deseos de hacerse religiosa,
pero su madre hizo todo lo posible para disuadirla, haciéndole ver
la dureza del estado religioso, especialmente para ella, hija de un
pobre campesino[41]. Sus padres ven con buenos
ojos que algunos jóvenes se fijen en ella y revoloteen a su alrededor; y
le obligan a que salga a divertirse con sus compañeras.
Ana Cataliza refiere sobre esto lo siguiente: Una
vez quiso mi hermano mayor que le acompañase al baile. Como yo me
negara resueltamente a complacerle, se disgustó mucho y se enfureció
conmigo, saliendo de casa muy disgustado. Pero pronto volvió y,
postrándose de rodillas delante de mí, me pidió perdón en presencia de
mis padres. Fue la primera y la última vez que discutimos.
Una vez condescendí llevada por una
falsa compasión y dejé que me llevaran al baile, pero sentí tanta
tristeza que anduve medio desesperada durante todo el rato que duró.
Ciertamente mi espíritu estaba muy lejos de allí, pues me parecía que
estaba en el infierno; y sentía tanta turbación y tormento que ansiaba
salir de allí. Sin embargo no me fui, temiendo que no conviniera irme,
pues si me marchaba iba a llamar la atención, por lo que permanecí allí
todavía largo tiempo. Me parecía entonces como si me llamara desde
afuera mi celestial esposo y que yo huía de Él. Mirando a mi alrededor,
lo hallé bajo unos árboles triste y airado, con el rostro desfigurado y
cubierto de sangre: “¡Qué infiel eres! ¡Cuánta amargura me causas! ¡Qué
mal me tratas! ¿No me conoces ya?”. Yo le pedí perdón y me di cuenta de
lo que debía hacer para evitar que se siguiese pecando. Debía de
arrodillarme en un rincón y orar con los brazos en cruz o ir al lugar
donde podía impedir que se siguiesen cometiendo.
Otra vez en que fui a otra diversión,
sentí que una gran fuerza que me inducía a alejarme de aquel lugar,
tanto mayor cuanto más empeño ponían mis compañeros en retenerme. Tuve
que alejarme de allí, pues me parecía como si la tierra quisiera
tragarme. Me encontraba totalmente turbada. Apenas había atravesado las
puertas de la ciudad y tornado al camino que conduce a mi casa, se llegó
a mí una maravillosa mujer, y me dijo muy afectada: “¿Qué has hecho?
¿Qué vida es esa? ¡Te has desposado con mi Hijo!”. Luego vi a su Hijo
con el rostro desfigurado y triste, y sus censuras me partían el
corazón, pues yo había estado en tan mala compañía, mientras que Él me
esperaba sufriendo. Lloré y creí morirme de dolor, y rogué a su madre
que intercediera para que me perdonase, prometiéndole no volver a ser
jamás tan condescendiente. Y ella en efecto intercedió por mí, y fui
perdonada. Prometí una vez más no concurrir a tales reuniones. Entonces
ellos me dejaron, después de haberme acompañado largo trecho. Yo estaba
en mis cinco sentidos, y ellos hablaron conmigo como pudiera haber
hablado cualquier persona viva.Me sentía enormemente alterada y anduve
hasta casa llorando a gritos. A la mañana siguiente, me reprendieron por
haberme vuelto sola.
Finalmente hallé la paz. Llegó a
manos de mi padre un librito en el cual leyó que los padres no deben
llevar a sus hijos a semejantes diversiones. Fue tanta su aflicción al
darse cuenta de lo que había hecho, que lloró amargamente, diciendo:
“Dios bien sabe que obré con buena intención, pues pensaba que lo que
hacía estaba bien”. Yo misma hube de consolarle lo mejor que pude[42].
De todos modos, como ella quería a toda costa hacer la voluntad de Dios, comenzó a pedir al Señor que le
quitara la repulsión que sentía por el matrimonio, si era su voluntad
que se casara. Sin embargo, su deseo de entrar en el convento se hizo
aún más vehemente [43].
El tiempo que estuvo en su casa después
de haber sido sirvienta fue poco. Sus padres pensaron en su futuro y la
enviaron a Koesfeld de aprendiz de costurera, al taller de Elisabeth
Krabbe. Estaba con ella de lunes a viernes, y los sábados y domingos
regresaba a casa a realizar las labores domésticas.
Dios le dio tan gran habilidad, que
hacía todas las labores, aún las más difíciles, sin prestar atención al
trabajo. Sus manos trabajaban, como dirigidas por el ángel con firmeza y
seguridad, pero sus ojos se elevaban por encima de las cosas del mundo.
Al principio se acercaba con temor a la mesa de la costura, porque
sabía que no podría librarse de las imágenes que arrebataban su
espíritu, y no quería llamar la atención de los que la rodeaban. Pronto
sus súplicas en demanda de auxilio fueron escuchadas, y el ángel puso en
su boca las palabras que había de responder cuando era súbitamente
interrogada, y dirigía sus manos para que no dejase de hacer su labor.
Pronto Ana Catalina se habituó a
trabajar de esta manera, de forma que hasta el final de su vida pudo
pasar sus noches de sufrimiento, no sólo en oración y completa actividad
espiritual, sino cosiendo para los niños pobres y para los enfermos,
sin necesidad de fijar en el trabajo los ojos ni la atención de su
espíritu[44].
Al cabo de dos años, más o menos, enfermó
y tuvo que regresar a su casa. Cuando se recuperó sus padres la
enviaron de nuevo a Koesfeld, para que se adiestrase más como costurera y
allí estuvo otros tres años.
A sus 18 años recibió la Confirmación de manos del Vicario general de Münster, Von Droste. Y así nos lo cuenta Ana Catalina: Nos
dirigimos a Koesfeld los que íbamos a ser confirmados. Antes de
acercarnos al obispo, estaba yo con mis compañeras a la puerta de la
iglesia. Estaba muy emocionada por participar de tal acontecimiento, y
veía a los que salían de la iglesia transformados interiormente, aunque
en diferentes grados, y señalados exteriormente con el carácter
indeleble del sacramento. Cuando entré en la iglesia, vi al obispo que
resplandecía intensamente. Estaba rodeado por un ejercito de los poderes
celestiales. El óleo de la unción brillaba con gran fulgor, y la frente
de los confirmados irradiaba luz. En el momento de ser ungida sentí un
fuego que penetraba por mi frente y me llegaba al corazón, y me sentí
fortalecida. Después he visto varias veces al obispo auxiliar
normalmente, de forma que apenas lo he reconocido.
Cuán grandes y variados fueron en Ana Catalina los efectos de la Confirmación, échase de ver en su misma declaración,
según la cual, desde aquel momento le fue imposible ver los pecados del
prójimo, bien sea por medio de la contemplación o de forma natural, sin
ofrecerse a Dios como víctima expiatoria. Así lo confesó a su director
Overberg: “Desde que fui confirmada nunca dejé de pedir a Dios que
castigara en mí todas las culpas que Él me mostraba o que yo misma veía”[45].
En los últimos tres años que estuvo en
Koesfeld aprendiendo costura, de los 17 a los 20 años, tuvo su noche
oscura. Los ejercicios religiosos que antes realizaba con gran alegría,
le resultaban tan aburridos que debía hacer mucho esfuerzo para
cumplirlos. Pero continuó haciéndolos, no obstante, pensaba que no podía
comulgar con tanta frecuencia. Durante estos tres años tuvo tentaciones
terribles de vanidad y de buscar la compañía de otros jóvenes[46].
A los 20 años regresó a su casa. Su padre
le preparó una habitación para el trabajo de costura y ella trabajaba
como costurera itinerante por las granjas y las aldeas de la zona.
Gracias a su dulzura y responsabilidad logró pronto tener bastantes
clientes. Tenía tanto trabajo que tomó a una joven de aprendiz para que
la ayudase. Se llamaba María Feldmann y tenía 14 años. Estuvo trabajando
con ella durante tres años. Esta joven nos dice por propia experiencia:
Yo estaba muy unida a ella, porque
era una persona piadosa y temerosa de Dios; y porque me enseñó su oficio
con paciencia, a pesar de que yo era extremadamente lenta. Ya estaba en
pie cuando yo me levantaba, y me la encontraba rezando. Y por la noche,
mientras yo me quedaba dormida, seguía rezando de rodillas y con los
brazos en cruz. Llevaba una camisa de tela recia, y el viernes no comía
ni bebía hasta el mediodía. Me decía que uno se puede mortificar
simplemente absteniéndose de comer un plato que le gusta mucho.
Frecuentemente descubrí bajo las sábanas de su cama unos pedazos de
madera que disponía en forma de cruz y sobre los que dormía. Huía de la
sociedad, cuando iba a trabajar de granja en granja no deseaba más
compañía que la mía, y jamás hablaba de los demás. Me enseñó a no hablar
mal de los demás, incluso cuando estuviera ofendida, sino, al
contrario, a hacerles el bien. Daba todo lo que ganaba a los
necesitados, así que no tenía casi nada. Raramente llevaba dinero, pues
lo distribuía inmediatamente[47].
Y no olvidemos que a todos los pobres que
encontraba y a sus mismos clientes les hablaba siempre de Dios y les
refería muchas cosas edificantes que había leído o conocía por sus
visiones. Después de cinco años trabajando de forma independiente como
costurera, a sus 25 años había conseguido hacer siete u ocho piezas de
tela de lino de un valor de unos 25 táleros, pensando que así podrían
recibirla en algún convento.
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CAPÍTULO SEGUNDO. VIDA RELIGIOSA
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1. DESEO DE VIDA RELIGIOSA
Ya desde muy niña había sentido el deseo de ser religiosa como ella misma lo refiere: Había
hecho mi padre el voto de regalar todos los años un ternero cebado al
convento de la Anunciación de Koesfeld. Cuando llevaba el regalo, solía
ir yo con él. En el convento las monjas me hacían sencillas bromas. Me
ponían en el torno y le daban vuelta hacia dentro para que me
divirtiera; luego lo volvían hacía fuera preguntándome en broma si
quería quedarme con ellas. Siempre les respondía que sí y nunca quería
salir del convento. Entonces me decían ellas: “La próxima vez que
vengas, te quedarás con nosotras”. A pesar de ser muy niña cobré mucha
afición a este convento, en el cual notaba mucho fervor. Cuando oía la
campana de la iglesia del convento me ponía en oración, intentando
unirme espiritualmente a la oración de tan piadosas monjas. De esta
suerte entré en íntima relación con el monasterio de la Anunciación[48].
A sus 16 años de edad un día le ocurrió un suceso que la confirmó en su deseo de ser religiosa. Serían
como las tres de la tarde cuando, hallándose trabajando en el campo con
sus padres y hermanos, tocaron a vísperas las campanas del convento de
la Anunciación de Koesfeld. Otras muchas veces las había oído, cuando
había viento favorable, pero esta vez se sintió poseída de tan
maravilloso anhelo de entrar en el convento que estuvo a punto de caer
desmayada. Le parecía como si oyera una voz que le decía: “Entra en el
convento suceda lo que suceda”. No pudo trabajar más, y fue preciso que
la llevaran a la casa.
Ella misma declara: Desde aquella
hora me puse enferma; vomitaba con mucha frecuencia y estaba muy triste.
Como andaba tan inquieta mi madre me preguntó qué tenía. Yo le declaré
terminantemente que quería entrar en un convento. Mucho le desagradó mi
resolución a mi madre, argumentando que cómo quería entrar en un
convento no teniendo bienes y estando además delicada de salud. Luego
fue a quejarse a mi padre y ambos trataron de quitarme por todos los
medios la idea de ser religiosa. Me describieron la vida del claustro
como una cosa sumamente difícil para mí, y me dijeron que las monjas me
rechazarían por ser una pobre labradora. Pero yo respondí: “Aunque nada
tengo, Dios es poderoso y lo llevará a cabo”. La negativa de mis padres
me llegó tan a lo vivo que mi enfermedad se agravó y hube de quedarme en
cama[49].
Cuando tenía 25 años, su petición de
entrar en el convento fue rechazada en las agustinas de Borken y en las
clarisas de Münster, pero estas últimas le dijeron que, como no tenía
dote y necesitaban una organista, podrían recibirla si aprendía a tocar.
Con esta intención se fue a vivir a Koesfeld, a casa del organista
Söntgen. Este buen hombre era viudo y tenía una hija, Clara, diez años
menor que Catalina. Ambas dormían juntas y llegaron a hacerse muy buenas
amigas. Ana Catalina, que poseía algunas piezas de lino y que pensaba
entregarlas al convento como dote, las vendió todas para calmar la
pobreza de esta familia.
El doctor Wesener escribe en su Diario: En
casa del organista era tal la pobreza material con que vivían que
estaban muy angustiados, por lo que ella trató con todas sus fuerzas de
remediar y aliviar su situación, tanto material como espiritualmente. Y
las hermosas piezas de lino que guardaba para su dote sirvieron para
calmar el hambre de todos y enjugar las deudas que los acreedores
reclamaban insistentemente[50].
Clara Söntgen, contagiada por Catalina,
siente también deseos de entregarse totalmente al servicio de Dios y
ambas buscan un convento para entrar. Ana Catalina estuvo en casa de los
Söntgen durante tres largos años, haciendo todas las tareas de la casa y
sin recibir ningún sueldo, a pesar de que las clases de música fueron
pocas y apenas aprendió nada. Ella nos dice: Nunca llegué a tocar el
órgano. Yo era la sirvienta y no pude aprender porque apenas paraba en
la casa, pues buscaba la manera de ayudar a los que tantos trabajos y
miserias padecían. Servía como criada, hacía todas las cosas y daba todo
lo mío… ¡Cómo aprendí a pasar hambre! Muchas veces pasaron ocho días
sin ver el pan. Nadie les fiaba ni a un valor de siete cuartos. Todo lo
que había ganado cosiendo voló, y llegué a pasar hambre. Di hasta mi
última camisa. Mi buena madre se compadeció de mí y me llevaba huevos,
manteca, pan y leche, con lo cual vivíamos. En cierta ocasión me dijo:
“No sabes la aflicción que nos causas queriendo a toda costa irte al
convento. Cuando miro el lugar que ocupabas en casa, se me parte el
corazón, pues eres mi hija”. Yo le respondí: “Dios os lo pague, madre
mía, que yo nada tengo con qué pagároslo. Pero es voluntad de Dios que
sean alimentados los pobres por mi medio. Ahora Dios proveerá. Todo se
lo he dado y Él sabrá ayudarnos a todos”. Y mi madre se volvía contenta.
Muchas veces pensaba yo: “¿Cómo podré entrar en un convento, si no
tengo nada, y todas las cosas se ponen en contra mía?”. Pero después,
dirigiéndome a Dios le decía: “Yo no sé valerme; mas Tú que has
suscitado en mí este deseo, le darás cumplimiento”[51].
Finalmente en el año 1801, a los 27 años
de edad, las trapenses del convento Nuestra Señora de la Fidelidad,
emplazado en Rosenthal, cerca de Darfeld, la quisieron recibir. Pero
sólo permaneció unas pocas semanas. Según el libro de Crónicas de la
Comunidad, la Madre Priora consideró que las vías extraordinarias de la
sencilla campesina podían perturbar a las demás religiosas de la
Comunidad[52].
Entonces, cuando ya había cumplido los 28
años, las canonesas regulares de san Agustín de Dülmen aceptaron
recibir a Clara Söntgen como organista sin dote. Pero el padre rechazó
la oferta, si es que no recibían también a Ana Catalina sin dote y como
religiosa de coro. Las agustinas, que necesitaban urgentemente una
organista, aceptaron la propuesta a regañadientes, pues era un convento
muy pobre y necesitaban dinero para su mantenimiento.
A finales de septiembre de 1802 Ana Catalina se fue a su casa de Flamske para despedirse de su familia. Así nos lo refiere: La
víspera del día de nuestra partida de Koesfeld para Dülmen, donde
teníamos que entrar en el convento, fui a casa de mis padres para
decirles adiós y pedirles algo de dinero para el viaje; en efecto, a
pesar de la felicidad y de la gran alegría que irradiaba ante la
perspectiva de abandonar el mundo y entrar en la casa de bodas de mi
celeste esposo, yo carecía de cualquier bien terrenal. Pero no tenía que
llevarme nada de este mundo: Jesús deseaba acogerme pobre y despojada
de todo. De modo que no recibí nada de los míos, sino las lágrimas de mi
madre y las duras palabras de mi padre: “Si hubiera que enterrarte
mañana, yo pagaría gustoso los gastos de tu entierro, pero como se trata
de entrar en un convento, ¡no te daré nada!”. Sin embargo, ni las
palabras de mi buen padre ni la oposición de los míos, que tanto
lloraban por mi causa, fueron capaces de disuadirme[53].
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El convento de Agnetenberg de las
canonesas regulares de san Agustín había sido fundado en el año 1457 y
estaba emplazado en Dülmen. Al principio tuvo una excelente reputación y
muchas vocaciones. En 1417 fueron anexionadas con pleno derecho a la
Orden de san Agustín y hasta fines del siglo XVII fue una comunidad
próspera y fervorosa, pero las guerras continuas empobrecieron el
convento y cayó en relajación.
La visita pastoral de 1799 anotó
numerosas faltas a la Regla y al espíritu religioso según el vicario
general de la diócesis, que se vio obligado a dictar algunas medidas de
reforma. Se prohibió que las hermanas salieran del convento para asistir
a celebraciones mundanas, como bodas, festejos etc. Igualmente se
prohibió salir a la caída de la tarde. Se limitaron los tiempos de
acudir al locutorio y se prohibieron las idas y venidas por el claustro
de personas ajenas al convento.
Para paliar su pobreza en 1792 aceptaron
hacerse cargo del colegio de niñas de Dülmen, y hacían también algunos
trabajos de costura y bordado. También alquilaron algunas celdas del
convento a personas laicas. Lo más cuestionable es que alquilaban su
espaciosa sala capitular para asambleas y fiestas profanas. Debido a la
pobreza del monasterio se instauró la costumbre de que cada hermana se
hacía cargo de su desayuno, de la mitad de los gastos médicos y de una
parte de su vestimenta, teniendo derecho a dos medios días semanales
libres para trabajar por su cuenta, quedándose el salario para estos
gastos que no cubría la comunidad. Esto dio lugar a ciertos
comportamientos individualistas y a que cada una dispusiese de dinero
propio en contra del voto de pobreza. Felizmente conservaban todavía el
rezo en común del Oficio divino.
En esa Comunidad relajada, integrada por
ocho religiosas, entran el 13 de setiembre de 1802 Clara Söntgen y Ana
Catalina. Para Catalina no hay celda propia, pues las otras están
alquiladas a personas de fuera. Ambas deben habitar en la misma celda,
pero se entienden muy bien, pues han vivido juntas antes de entrar al
convento.
A Ana Catalina le dan a entender que
tiene que compensar el que la hayan aceptado gratuitamente,
encomendándole los trabajos más duros, reservados normalmente a las
hermanas legas, aunque ella es religiosa de coro. Debe cuidar el ganado,
cuidar del jardín, atender a las enfermas…, pero, sobre todo, debe
superar las mezquindades y envidias de algunas hermanas que creen que
tienen derecho a exigirle todo para que se gane el derecho de ser
religiosa.
Durante el año de noviciado, a pesar de no tener dinero alguno, debe buscarse el desayuno por su cuenta. Clara dirá: Como
no tenía dinero ni provisiones de té o café, iba todas las mañanas a la
cocina con su pequeña cafetera y recogía los posos que las otras
hermanas habían tirado la víspera y los hervía, bebiéndoselos después a
modo de desayuno[54].
Ana Catalina no se desanima. Está
acostumbrada a la pobreza y a ayunar frecuentemente, pero los trabajos
duros y la mala alimentación la debilitan y enferma. Entonces, debe
pagar la mitad de los gastos de sus medicinas.
Como dirá el doctor Wesener: Tomaba los medicamentos que le prescribía el médico (Dr. Krauthausen),
por miedo a desobedecerle, pero constataba enseguida que le eran
perjudiciales para su salud. Si se olvidaba de tomarlos, le reprochaban
su descuido en los términos más amargos. Los remedios eran tan caros que
un envase podía costar hasta dos táleros y solía ocurrir que el médico
cambiaba la receta cuando el recipiente estaba aún medio lleno[55].
La cuidan Clara y la hermana Neuhaus,
pero pronto la priora nombra como enfermera a la hermana Essewich, que
lo hace negligentemente y apenas va a visitarla por la mañana para
preguntarle cómo está, despreocupándose de si tiene hambre o frío u
otras necesidades personales.
Al acabar el año de noviciado le toca
hacer sus votos. Entonces surge un grave inconveniente. Aparece un
acreedor a quien Catalina debe diez táleros por haberse hecho garante de
una deuda del organista Söntgen, que no los pudo pagar. La priora le
avisa que deberán retrasar la profesión hasta que la deuda no esté
pagada. Felizmente Dios providente no la abandonó. Se fue a orar con
fervor a la iglesia conventual y, al regresar a su celda, encontró en
la ventana exactamente los 10 táleros que necesitaba[56].
Estas misteriosas aportaciones se
repetirán más de una vez, especialmente cuando, enferma, tenga que pagar
la atención médica y los remedios.
Las dos novicias profesan el 13 de setiembre de 1803. La fórmula acostumbrada que ella firma es así: Yo,
sor Ana Catalina, hago voto de observar con la ayuda de Dios la
castidad perpetua, la renuncia a todo bien propio, la estabilidad en el
lugar que decida la autoridad superior y la obediencia a nuestra
reverenda madre María Francisca Hackebram y a las que le sucedan
legítimamente según la regla de san Agustín y nuestras Constituciones,
en presencia del reverendo canónigo Theodor Joseph Verning; 13 de
setiembre de 1803[57].
Todo aquel día, en que hizo sus
votos, fue de gozo y de suave paz. Se mostró tan amable a la comunidad
con el brillo de su dicha interior que no podía ser oscurecido por sus
incesantes lágrimas de alegría; y causaron tal impresión en las
religiosas las tiernas palabras con que les dio gracias por haberle
permitido pronunciar los votos, que todas ellas quedaron muy edificadas.
Después de la misa solemne se celebró un convite, al cual estaban
invitados los padres de Ana Catalina. Nunca había sentido su corazón
amargura mayor que la que le causaron sus padres cuando le negaron el
permiso para entrar en el convento; y por esa razón había pedido muchas
veces a Dios que les concediera, a los que tanto amaba, la gracia de
aceptar con toda su alma aquel sacrificio. Y su oración fue escuchada.
El padre y la madre, al ver a su hija, se conmovieron de tal manera que
uniendo al de ella su propio sacrificio, se la entregaron a Dios con
todo su corazón[58].
Ella misma nos dice: Después de la
profesión volvieron mis padres a tratarme con mucha bondad. Mi padre y
mi hermano vinieron a verme a Dülmen, y me trajeron de regalo dos piezas
de tela de hilo[59].
Mi alma desbordaba de felicidad. Mi
celda tenía una silla sin asiento y otra sin respaldo y, sin embargo, a
mí me parecía tan espléndida y regia, que creía estar en el cielo. Por
la noche con frecuencia, llevada por el amor y la misericordia de Dios,
prorrumpía en alabanzas ardientes y cargadas de amor confiado y filial,
tal como tenía la costumbre de hacerlo desde mi infancia. Cuando
trabajaba en el jardín, los pájaros venían a mí, se ponían sobre mi
cabeza y sobre mis hombros, y cantábamos juntos las alabanzas de Dios.
Veía siempre a mi lado al ángel de mi guarda y, aunque el espíritu
maligno me asaltara y trababa de meterme miedo de diferentes maneras, no
podía hacerme mucho mal. Mi deseo de la santa Eucaristía era tan
irresistible que con frecuencia salía por la noche de mi celda y me iba a
la iglesia, si estaba abierta; en caso contrario, me quedaba en la
puerta o cerca de la pared, aún en el invierno, arrodillada o
prosternada, extendidos los brazos o en éxtasis.
El capellán del convento que tenía
la caridad de venir temprano para darme la comunión, me hallaba en ese
estado; mas, al aproximarse y abrir la iglesia, volvía yo en mí, me
acercaba con ansia al comulgatorio, y encontraba a mi Señor y mi Dios.
Cuando estaba encargada de las funciones de sacristana, me sentía de
pronto como transportada; subía a los sitios más elevados de la iglesia,
sobre las cornisas, los frontones y molduras de albañilería adonde
parecía imposible humanamente subir. Entonces limpiaba y adornaba todo.
Me parecía siempre que había sobre mí espíritus bienhechores que me
elevaban y me sostenían. Esto lo veía muy normal, porque estaba
acostumbrada a ello desde mi infancia: nunca me veía mucho tiempo sola, y
lo hacíamos todos juntos con mucha familiaridad[60].
Después de su profesión recibe el cargo
de sacristana. Ella se entregará a esta labor con gran dedicación:
cuidará de los ornamentos litúrgicos, de los vasos sagrados, limpiará la
capilla, lavará y planchará los lienzos del altar, etc.
Un día, siendo la encargada de hacer las
hostias, lo que era muy de su agrado, estaba en cama enferma. Había que
preparar la masa para las hostias y la Superiora le encargó a otra
hermana, pero de pronto se presentó Ana Catalina e hizo todo el trabajo
como si estuviera completamente sana, aunque estaba ardiendo de fiebre.
Cuando terminó el trabajo se fue de nuevo a acostar. Por eso, las
hermanas pensaban que no estaba realmente enferma y que las engañaba. No comprendían la devoción tan profunda que ella tenía hacia el Santísimo Sacramento[61].
En otra ocasión le encargan la portería y
ella atiende a todos los que llegan con dulzura y bondad, especialmente
a los pobres, para quienes siempre encuentra qué darles, aunque ella se
tenga que privar de algo que necesite. En sus tiempos libres, con
retazos de tela que le regalan, hace gorros, pañuelos, delantales y
otras cosas para los niños pobres. Pero a pesar de toda su dedicación y
entrega para servir a sus propias hermanas de comunidad, ellas la
consideran la última del convento.
Sin embargo, cumplía sus tareas de tal modo que no había nada que reprocharle. Todo lo hacía en interés del convento y así no tenían más remedio que felicitarla[62].
Participaba con toda regularidad en el rezo de oficio divino, siempre
que su salud se lo permitía… y siempre que no se lo impidieran la
enfermedad u otras obediencias[63].
Uno de sus mayores pesares era que la
Superiora le daba muy pocas o casi ninguna orden. Más de una vez acudió
a ella pidiéndole que le mandara algo, asegurándole que lo cumpliría
con gusto. Pero por toda respuesta le indicó que estaba dotada del
suficiente juicio como para saber lo que tenía qué hacer. Ana Catalina
quedó enormemente confusa. Como su Superiora no le daba orden alguna y
deseaba poner a prueba su obediencia, se aplicaba con gran celo a leer y
releer la Regla, con objeto de observarla escrupulosamente[64].
Por otra parte siempre debía sufrir el
desplante y las exigencias de algunas hermanas que siempre la veían como
inferior a ellas. Cuando había algún problema, le echaban a ella la
culpa.
Un día, una tal señorita Oldenkott
abandona el convento donde ha pasado algún tiempo en calidad de
pensionista. En el momento de marchar, regala a cada religiosa un gulden
holandés, y a algunas —Ana Catalina entre ellas—, dos. La novicia,
según manda la regla de la Orden, se los lleva a la Superiora. Poco
después, con ocasión de una visita de Söntgen padre a su hija Clara,
inician una investigación. Al acabarla, acusan a Ana Catalina de haber
recibido cinco gulden de la señorita Oldenkott, y de haber entregado
tres al organista y solamente dos a la comunidad. Ella niega
enérgicamente esa falsa acusación. Insisten, y como ella persiste en
defender la verdad, es condenada a arrodillarse delante de cada
religiosa y pedir perdón. Obedece sin protestar. Algún tiempo después,
la señorita Oldenkott vuelve a Agnetenberg, y Ana Catalina pide a la
Superiora que se informe de la realidad de los hechos. La madre
Hackebram se niega y le ordena callar, porque ha dado por terminado el
incidente[65].
También el diablo la seguía persiguiendo. Un
día que estaba enferma llegó a atormentarla de un modo tan espantoso,
que tuvo que enfrentarse a él en un combate agotador, mientras se
esforzaba por multiplicar las jaculatorias y las oraciones mentales. Era
como si intentara estrangularla para matarla, desplegando contra ella
un furor inaudito. Por fin, Ana Catalina consiguió hacer la señal de la
cruz y le ofreció la mano diciéndole: “¡Muérdela!”[66].
Ana Catalina atribuye también a Satán un incidente que se produjo durante su noviciado, cuando estaba enferma: La
Superiora y la maestra de novicias entraron en su cuarto; le dirigieron
palabras muy duras, amenazándole con expulsarla, sin que ella pudiera
explicarse el motivo. Cuando al día siguiente lo contó a otra religiosa,
ésta le aseguró que ni la Superiora ni la maestra de novicias habían
ido a verla[67].
Otra cosa que tenía a sus hermanas en vilo era que conocía sus intenciones. Según afirma el doctor Wesener: En el convento solía oír las conversaciones de las hermanas y ver sus reuniones, aunque estuviera lejos y separada por tabiques[68].
Otros testigos afirman: Veía y oía con el espíritu sus disposiciones interiores, sus conversaciones privadas y los proyectos que ideaban para humillarla[69].
Ella misma nos asegura: A veces, daba
a entender que sabía muy bien lo que decían y lo que tramaban en
secreto contra mí. Entonces me acosaban para que les revelara cómo había
llegado a saberlo, pero yo no podía explicárselo, de modo que pensaban
que alguna de ellas les traicionaba, dándome a conocer sus manejos[70].
A lo largo de los diez años de vida
conventual, estuvo casi siempre enferma, y a menudo tuvo que guardar
cama durante varias semanas. Pero lo que aumentaba aún más su prueba era
el hecho de ser considerada por sus hermanas como una mujer floja y
exaltada, digna de ser despreciada, porque solía comulgar más que ellas…
distinguiéndose demasiado en eso de las demás[71].
En 1805 su salud sufrió un duro revés.
Estaba un día ayudando a una hermana a subir al tendedero la ropa mojada
que habían lavado ese día, unos veinte kilos, y la izaban en un cesto a
través de una cuerda, una desde abajo y Catalina desde arriba. Pero la
hermana no pudo soportar el peso y soltó de repente la cuerda, en el
momento en que el cesto pasaba por la trampilla del techo y el cesto
vino sobre Ana Catalina, que cayó de espaldas, recibiendo un fuerte
golpe en la cadera. Tuvo que guardar cama durante tres meses y sus
secuelas y dolores persistieron toda la vida. Al principio no podía ni
tocar la campana por los intensos dolores de riñones que sentía.
Para soportar sus dolores ella necesitaba
de la comunión frecuente. Su confesor, el padre Limberg, le había dado
permiso para comulgar más veces que a sus hermanas. Al sentirse
criticada, decidió reducir el número de sus comuniones para no dar
disgusto ni escándalo. Pero como lo hizo por su cuenta, no obedeciendo
al confesor, Dios dejó de darle alivio y consuelo en sus comuniones.
Ella reconoció su error y pidió humildemente perdón. Le decía: Dios
mío, soy el hijo pródigo, he malgastado la herencia que me habías
entregado. No soy digna de llamarme tu hija. Ten compasión de mí.
¡Acéptame de nuevo![72]. Pero tuvo que reparar duramente su desobediencia. Durante dos años experimentó aridez sin el menor consuelo[73].
Fueron dos años de noche oscura. A veces
se sentía rechazada por Dios, otras veces creía que sus pecados lo
habían alejado de su alma. Pero en esos momentos aprendió a obedecer y, a
pesar de no sentir nada, sentía la necesidad de recibir la comunión. A
veces era un deseo incontenible, ya que se sentía morir de
desfallecimiento físico y espiritual. En una ocasión no pudo reprimir su
deseo de comulgar y fue a llamar al padre Lambert a una hora
intempestiva, por lo que él le llamó la atención, aunque viendo el
estado en que se encontraba, accedió a darle la comunión[74].
Clara Söntgen certifica: Una noche
estábamos juntas terminando un trabajo para la reverenda Madre, cuando
las puertas se abrieron bruscamente. Miramos por todas partes pero no
vimos a nadie, aunque oíamos ruido de pasos a nuestro alrededor, como si
alguien anduviera por la habitación. Eso sucedió dos veces, cuando
todavía compartíamos celda. En otra ocasión, mientras Emmerick leía la
Regla, alguien, al que no vimos, se acercó a ella y volvió rápidamente
las hojas, terminando por hacer un ruido seco, como si hubiera golpeado
violentamente el libro con la palma de la mano[75].
Otro día, cuando estaba en la capilla
delante del Santísimo Sacramento, el diablo se acercó a ella,
arrojándose con tal fuerza sobre el reclinatorio, que el mueble se
rompió. En aquel momento ella sintió un vivo calor y, después, un frío
glacial. A veces él se le acercaba por la noche, la despertaba y tiraba
de su mano como si quisiera sacarla de la cama[76].
El padre Lambert, capellán del
monasterio, la tuvo que consolar y aconsejar. A través de la confesión
pronto comprendió que se trataba de un alma escogida por Dios. Pero sus
hermanas se quejaban de que él estaba con ella más tiempo que con las
demás y de que le daba permiso para comulgar más frecuentemente.
Sus tiempos libres los dedicaba a estar
en la capilla en oración ante el sagrario. Por la noche se quedaba en el
coro después de Completas, pero las hermanas se quejaron a la Superiora
y se lo prohibió; sólo se lo permitió en alguna ocasión muy especial.
Durante la misa sentía un inmenso amor
por Jesús a quien veía en la hostia en algunas oportunidades. Y se
emocionaba tanto que lloraba de alegría, lo que le achacaban también sus
hermanas por no comprenderla. Ella nos dice: Si durante la misa oía
los cánticos o simplemente el sonido del órgano, solía pensar: “Ah,
¡qué hermoso es esto, qué armonioso! Si los objetos inanimados son
capaces de lograr una amistad tan hermosa, ¿por qué no hacen lo mismo
nuestros corazones?”. Y ello me hacía romper en llanto[77].
Su mayor alegría en el convento
consistía en poder prestar a sus hermanas algún servicio de caridad. Si
le pedían cualquier cosa, la daba inmediatamente, aunque la necesitara. Y
lo hacía con más gusto por las que sabía que le eran hostiles…. Una de
sus mayores alegrías era la de ver acercarse a pedirle algún servicio a
las que no estaban bien dispuestas en su favor, pues tenía la
esperanza de que entonces saborearían la alegría de vivir en paz con
ella[78].
Una gran ocasión de demostrarlo se le
presentó cuando su antigua enfermera, hermana Essewich, que tanto le
había hecho sufrir por no atenderla, cayó enferma con unas llagas que
despedían un pus nauseabundo. Nadie, ni siquiera las criadas del
convento, querían curarla, pero Catalina lo hizo con gran amor. Durante
semanas le cambiaba diariamente los vendajes, hacía su cama y le daba
ánimo y consuelo. Todo lo hacía con alegría, encontrando consuelo en la oración[79]. Y era tanto lo que quería a sus hermanas que habría vertido su sangre por ellas[80].
Rezaba mucho por ellas. Estaba muy preocupada por el estado (de relajamiento) en que se encontraba la Comunidad y rezaba para que reconocieran sus faltas y reinara la paz entre todas[81].
De todos modos, no era una religiosa triste sino todo lo contrario. Solía afirmar que nunca fue tan feliz como en el convento[82].
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CAPÍTULO TERCERO. VIDA FUERA DEL CONVENTO
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1. SUPRESIÓN DEL CONVENTO
El 3 de diciembre de 1811 el convento fue
suprimido por las autoridades francesas. Las religiosas salieron el 13
de abril de 1812 y se dispersaron cada una por su lado. Ana Catalina se
quedó pobre y enferma con una criada caritativa que la cuidaba por amor
de Dios y también con el anciano sacerdote padre Lambert, sacerdote
emigrado francés, que celebraba la misa en el convento. Los tres se
quedaron hasta que no pudieron permanecer más. Salieron probablemente en
mayo de 1812.
Ana Catalina fue recibida como ama de
llaves por el padre Lambert, que era confesor de la familia del conde de
Cröy, quien le daba un sueldo de 160 táleros anuales. El padre Lambert
alquiló una habitación decente en la Münstersstrasse (calle Münster) en
el primer piso, cuya ventana daba a la calle, en casa de la viuda
Roters.
Ella cuidaba perfectamente la
vivienda del sacerdote y él se sentía profundamente satisfecho, pero se
enfermó gravemente en Navidad y fue cuidada por la señorita Geilmann
hasta su recuperación. Sin embargo, el martes de carnaval de 1813, de
nuevo empeoró y tuvo que guardar cama hasta su muerte[83].
En febrero de 1813 llegó su hermana
Gertrudis, llamada Drüke, para cuidarla y estuvo con ella ocho años. El
22 de marzo de 1813, el doctor Wesener fue a visitarla. Ya la conocía
desde 1807, cuando el médico del monasterio le había llamado para
consultarle sobre una grave enfermedad que ella padecía. Pero Wesener no
creía en la realidad de sus llagas de que le habían hablado. Ana
Catalina no quiso ni contestarle, abandonando él la habitación muy
contrariado. Al día siguiente, hizo nuevo intento. Luise Hensel dice en
sus Recuerdos: La encontró sentada en el lecho. Sin una
palabra, ella le señaló con el dedo una silla colocada al pie de la
cama. Su mirada era sombría e imperiosa. Intimidado, se sentó en
silencio a su lado y ella le recordó como en un espejo toda su vida
pasada, su infancia piadosa y sus dudas actuales. El dijo: No
había en ella nada que me convenciera, pues hubiera podido enterarse de
todo a través de terceros que me conocieran. Sin embargo, me dijo con
exactitud y hasta en sus menores detalles dos cosas concretas con todas
sus circunstancias que sólo podía conocer a través de una revelación
sobrenatural. En efecto, habían sucedido entre Dios y yo y nadie pudo
tener jamás el menor conocimiento. Yo exclamé: “Sólo Dios se lo ha
podido revelar. Así pues, es cierto lo que enseña la Iglesia”[84].
A partir de ese momento, Wesener se
convertirá en el médico personal de Ana Catalina hasta su muerte. Ella
le da permiso para visitarla y él acudirá diariamente, llevando control
de lo que ve en su Diario. El padre Limberg, su confesor, le
cuenta de sus llagas y de otros fenómenos extraordinarios. De ello,
Wesener saca la conclusión que hay que hacer una investigación sobre los
hechos para poder informar a la autoridad eclesiástica. Para este
efecto, reúne al doctor Krauthausen, al deán Rensing y al padre Limberg
el mismo día 22 de marzo por la tarde. Le piden a la enferma que
responda bajo juramento a seis preguntas concretas relacionadas con las
llagas y su origen.
Ana Catalina expone con sencillez sus llagas para que fuesen examinadas. Wesener escribió sobre el resultado: En
el dorso de cada mano observamos unas costras del tamaño de una moneda
de dos céntimos, causadas por la sangre que había manado, y bajo las
cuales estaba dañada la piel. Tenía en las palmas otras costras
semejantes un poco más pequeñas, y debajo, la piel también estaba
dañada. Descubrimos las mismas llagas en el dorso y en la planta de los
pies. Eran muy dolorosas al tacto, y el pie derecho había sangrado poco
antes. Al lado derecho del pecho, cerca de la cuarta costilla empezando
por abajo, vimos una llaga larga, de tres pulgadas aproximadamente,
que parecía formada por múltiples pinchazos. En el esternón descubrimos
unos arañazos lineales que formaban una cruz en Y. Por encima del
ombligo vimos una cruz clásica de brazos de media pulgada de longitud.
En la parte superior de la frente, numerosos puntos comparables con
pinchazos de aguja se escondían bajo los cabellos a ambos lados de la
cabeza. En la banda que rodeaba su frente observamos numerosos puntos
sangrantes[85].
Dice Luise Hensel: Después de haber
comprobado Wesener la realidad de las llagas y reconocer en ella la mano
de Dios, se convirtió en un hombre muy piadoso y aplicado, educó
cristianamente a los numerosos hijos que Dios le dio y, junto a su
magnífica esposa, vivió de modo ejemplar como buen padre de familia y
católico convencido[86].
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2. INVESTIGACIÓN ECLESIÁSTICA
El deán Rensing comunica al Vicario
general Monseñor Von Droste sobre las observaciones realizadas y le
escribe a Münster el 25 de marzo: Con el corazón profundamente
conmovido y desbordante de sentimiento religioso, doy a conocer a usted
como mi Superior eclesiástico un acontecimiento capaz de proporcionar
una deslumbrante prueba eclesiástica de que el Señor, en otro tiempo tan
admirable en sus santos, lleva a cabo también en nuestros días, de
indiferencia religiosa y de incredulidad, unos signos que demuestran con
el mayor esplendor la fuerza de nuestra religión[87].
El Vicario general toma las cosas en
serio y el 28 de marzo, en compañía de su médico personal von Druffel y
de Overberg, van a Dülmen y observan las llagas[88].
El Vicario Von Droste dirá: Suponía
que se trataba de una ilusión, incluso de un fraude, pero cuando vi que
se había convertido en tema de conversación en toda la ciudad de Dülmen
y, pensando en que la verdad se descubriría fácilmente, al día siguiente
me dirigí a Dülmen donde no me esperaban[89].
Ana Catalina tiene conocimiento sobrenatural de su llegada y le dice al padre Lambert: ¿Qué me va a suceder? Se reúnen con él y deán para hacerme examinar[90].
Ella recibe a los tres visitantes con amabilidad. Al poco rato cae en
éxtasis, del que todos son testigos, observando su sensibilidad ante la
bendición sacerdotal y las cosas sagradas. El Vicario general sale
impresionado, convencido de la realidad de los hechos, y plantea la
necesidad de una investigación seria. Por ello, da instrucciones al deán
Rensing para que dirija la investigación eclesiástica. El padre
Limberg, debe transmitir al deán Rensing, todo lo que observe, a no ser
que sea de conciencia y conocido en confesión. Rensing deberá observar
todos los días a la enferma y redactar un Diario detallado que
enviará semanalmente al Vicario general. El doctor Krauthausen deberá
intentar curar a la enferma, incluidas las llagas, con todos los medios
que considere adecuados. También le enviará las observaciones de orden
clínico semanalmente.
Por otra parte, se prohíben las visitas a
la enferma, a no ser las permitidas por Rensing, exceptuando la de su
antigua compañera y amiga Clara Söntgen[91]. Por otra parte, Rensing
contratará a una persona de confianza, discreta y competente, que hará
el papel de enfermera, a quien remunerará el mismo Vicario general, para
que observe todo y le informe. Y a todos impone discreción y que no se
divulguen las observaciones ni se hable públicamente de la enferma.
El deán Rensing comienza su investigación
sobre su infancia y antecedentes, preguntando a sus parientes y
conocidos, especialmente a las religiosas de su convento, aunque no es
mucha la información que recibe.
Por su parte, el santo sacerdote Overberg
le pide por obediencia a la misma Catalina que le informe sobre
su infancia y juventud, lo que ella hace con toda sencillez y
sinceridad.
Lo que realmente hace sufrir a Ana
Catalina son las curas del doctor Krauthausen para curar las
llagas. Le ablandó y extirpó las costras de manos y pies y se las vendó
en seco, lo que le produjo mucho dolor, no pudiendo dormir por la noche.
El doctor Wesener tuvo que consolarla para que no perdiera la paciencia
y ella se declaró dispuesta a sufrir por obediencia, pidiendo mucha
gracia a Dios.
Al cabo de tres días, estaba agotada de
tantos dolores que le resultaban insoportables. Solamente en los éxtasis
encontraba alivio. En esos días, Garnier, comisario general de policía,
viene a ver las llagas y a enterarse si la enferma hablaba o
profetizaba cosas de política. El doctor Krauhthausen descose los
vendajes y ella encuentra mucho alivio. Antes de ponérselos de nuevo, le
aplica una pomada calmante, pero la sangre comienza a correr
abundantemente y los sufrimientos se le hacen intolerables, pidiendo
ella que tengan compasión de su estado. Siguen los días sin poder dormir
y con la paciencia al límite, pues los dolores le impiden rezar.
El 7 de abril regresa el Vicario general
con el doctor Druffel y Overberg. El doctor Druffel, al ver las llagas,
considera que se pueden curar en poco tiempo. Continúa con los vendajes.
El 26 de abril el doctor Krauthausen se retira de la investigación,
conmovido por los dolores que la enferma debe soportar.
El Vicario general decide que se continué
con la investigación más en serio. Decide que sea después de
Pentecostés para que pueda celebrar esta fiesta con tranquilidad y que
se comience una vigilancia estrecha de la enferma con hombres de edad
madura, que estarán a su cabecera, de dos en dos, día y noche, sin
perderla de vista. Fueron 32 los hombres escogidos para la vigilancia.
La investigación formal comienza el 9 de
junio de 1813 para que pudiera terminar el 17 y observar que nadie le
provoca las llagas y que no come, como se decía. El padre Lambert y el
padre Limberg, para descartar sospechas, se ausentan de la ciudad. Todo
fue normal, pero el 17 de junio el Vicario general decidió postergar la
investigación otros dos días.
El 19 de junio los miembros de la
comisión concluyen la investigación y firman el informe definitivo.
Garantizan que Ana Catalina ha sido sometida durante nueve días a una
vigilancia continua por unos hombres que se han turnado día y noche de
dos en dos y nadie se ha podido acercar a ella sin autorización. Durante
los nueve días ha vivido sin alimento, excepto la comunión diaria. Los
días 15, 16 y 18 han visto sangrar las llagas. También han visto a Ana
Catalina en éxtasis todas las noches entre las diez y doce de la noche.
Todos se declaran dispuestos a confirmar sus declaraciones bajo
juramento solemne, a excepción del doctor Ringenberg. Él propone que la
investigación se haga fuera de Dülmen y por una comisión estrictamente
médica.
A fines del verano de 1813, el padre
Lambert y el padre Limberg deciden buscar otro alojamiento para que los
visitantes no molesten tanto, ya que en la habitación en que estaba
había mucho ruido de la calle y algunos curiosos miraban por la ventana
que daba al exterior. Encuentran alojamiento en la casa de la viuda
Wenning, hermana del padre Limberg. Está en la primera planta y su
habitación da al jardín de su antiguo convento. La mudanza tiene lugar
el 23 de octubre de ese año. Ana Catalina pide al Vicario general de la
diócesis, Monseñor von Droste, tener la misa a Diario en su
habitación, pero el Vicario le dice que eso depende del nuevo obispo,
nombrado por las nuevas autoridades francesas sin permiso de Roma, quien
tampoco se quiere meter en nada.
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3. INVESTIGACIÓN GUBERNAMENTAL
Cinco años más tarde, la cuestión de Ana
Catalina se seguía comentando hasta en el palacio del gobierno de Berlín
y no faltaban chismes y calumnias. El 30 de noviembre de 1818, el
Ministro de Asuntos religiosos de Berlín le pide al presidente del
gobierno de Münster, barón von Vincke, que el asunto sea examinado por
una comisión de expertos. Vincke fija el comienzo de la investigación
para el 3 de agosto de 1819. Será una comisión de médicos y también la
atenderá una honesta enfermera. Ella la cuidará con solicitud maternal y
Catalina le estará agradecida de por vida. Deciden que la investigación
sea fuera de la casa donde habita. El 7 de agosto, ayudados por la
policía, pues mucha gente se hubiera opuesto por la fuerza, la envuelven
en una manta y la trasladan rápidamente. Nadie de sus conocidos podrá
visitarla. Ella se siente sola y angustiada, poniendo toda su confianza
en Dios. La mayor parte de los médicos de la comisión consideran por
adelantado que todo es superchería y fraude, creyendo que la enferma es
víctima de la manipulación de otros.
Los investigadores se ensañaron con ella.
A veces, los interrogatorios duraban dos o tres horas, tratando de
inducirla a que dijera que todo era mentira o que alguien le producía
las llagas . Por otra parte, la obligaban a alimentarse y le daban a
la fuerza café, potaje, crema de avena, patatas… La enferma lo vomitaba
todo y sufría lo indecible.
El segundo día pide la comunión y se lo conceden. Y ella dice: Después
de comulgar me sentí fortalecida, abandoné toda tristeza, todo temor e,
incluso, toda antipatía hacia ellos. Perfectamente lúcida pude
considerar tranquilamente los acontecimientos futuros con toda calma y
absoluto abandono a la voluntad de Dios[92].
Lo que más le hizo sufrir fue la falta de respeto a su pudor. Ella misma le contó al doctor Wesener: Estaba
completamente llena de vergüenza, porque me obligaron a desnudarme y
las frases que oía me confundieron. Cuando intenté cubrirme un poco el
pecho, me volvieron a arrancar la camisa[93].
A partir del segundo día prohíben al
padre Limberg llevarle la comunión. El 13 de agosto le descubren la
cofia que acababa de ponerle la enfermera en la cabeza y descubren
huellas de sangre, considerando que ella misma se ha provocado a pesar
de las protestas de la enfermera, quien con sinceridad le dice: Señorita
Emmerick, la están traicionando y vendiendo. Dicen que la sangre que ha
manchado su camisa es de café y que la de la venda de la cabeza se la
ha hecho usted misma: ¡Ha tenido la desgracia de caer entre unos hombres
semejantes! Pero me siento feliz de haberla conocido y poder ayudarla[94]. Esta buena enfermera tenía que espantar las moscas que abundaban en aquella habitación[95].
Ella oró diciendo: Mi Señor y mi
Dios, mi esposo y mi único amor. Ves cómo el mundo me desprecia. Estos
hombres, que no te conocen, quieren hacer que mienta. Pero es en la
verdad y en la práctica de las virtudes como yo me he unido a Ti.
Tendría que mentir para encontrar mi libertad y hasta para que me den
dinero. Señor, es tu obra. Estoy aquí al término de mis fuerzas. Toma Tú
mi vida y guíame por tus caminos[96].
Los de la comisión, al no poder hacerle
confesar que todo es un engaño, deciden terminar la investigación. El 29
de agosto, a las ocho de la mañana, la llevan casi a escondidas a su
antigua habitación. Los doctores de la comisión, excepto el doctor
Zumbrinck, creen que todo es fraude, pero la intervención personal del
rey de Prusia, Federico Guillermo III, acaba con la polémica. Envía a su
médico personal el doctor von Wievel, quien reconoce que no existe
ninguna impostura. El mismo doctor Wievel, en 1822, ofreció a Catalina
sus servicios para el caso en que sus detractores volvieran a
importunarla.
El doctor Wesener fue a verla la misma
mañana del 29 de agosto y la encontró al límite de su existencia, casi
moribunda, por todos los sufrimientos padecidos durante las tres semanas
y un día de investigación estricta. Ya no podía hablar, estaba con los
ojos cerrados y creyeron que había llegado a su última hora. El 3 de
setiembre de 1819 el doctor Wesener le preguntó si perdonaba a sus
torturadores y ella le apretó la mano sonriendo. El padre Limberg estaba
esperando para administrarle los santos óleos, pero contra toda
esperanza humana, el 5 de setiembre se recuperó algo y el 17 ya pudo
tomar un poco de caldo y hablar un poco. Sólo por un milagro de Dios se
mantuvo en vida y se recuperó totalmente poco a poco. Y todavía vivió
casi cinco años más por la gracia de Dios. En la noche del 6 al 7 de
agosto de 1821, Brentano y el padre Limberg la llevaron a otra casa
cercana, propiedad del hermano del padre Limberg.
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CAPÍTULO CUARTO. SUFRIMIENTOS POR LOS DEMÁS
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En la vida de todos los santos Dios da
permiso al demonio para que pueda molestar a sus escogidos y así puedan
hacer méritos por su amor y la salvación de las almas. Ana Catalina tuvo
que sufrir desde niña los embates del maligno espíritu. Ella nos dice: Siendo
yo niña, y aun después, me he visto muchas veces en peligro de vida;
pero con el auxilio de Dios siempre he salido bien de ellos. Sobre este
punto me ha sido dada con frecuencia luz interior con que conocía que
tales peligros no nacían de la ciega casualidad, sino que procedían, por
permisión de Dios[97].
No lejos de nuestra casa había un
lugar completamente estéril en medio de otras tierras que producían
frutos. Cuando siendo niña pasaba por aquel lugar, siempre sentía
espanto y me parecía como si fuera lanzada de allí; varias veces me caí
al suelo sin saber cómo. Veía dos como sombras negras, que andaban
vagando y que los caballos solían espantarse cuando se acercaban.
Habiendo experimentado muchas veces cuán temeroso era aquel lugar,
pregunté la causa, y me respondieron las gentes que habían visto allí
cosas extrañas. Una noche hice oración con los brazos en cruz en el
referido sitio. La primera vez esto me costó gran violencia; la segunda
vino una figura como un perro, que me ponía su cabeza sobre mi espalda.
Yo le miré y vi sus ojos encendidos y su hocico. Temí, pero no me
desconcerté, sino dije: “Oh Señor, Tú qué hiciste oración en el huerto
de los olivos en medio de las mayores angustias, Tú estás conmigo. El
demonio nada puede contra mí”. Comencé, pues, a orar de nuevo, y el
enemigo se alejó. Cuando volví a orar en aquel paraje, fui arrebatada
como si fuera lanzada a una cueva que había allí cerca. Pero tuve firme
confianza en Dios y dije: “Nada puedes contra mí, Satanás”; y el
demonio huyó. Seguí orando fervorosamente, y desde entonces no he vuelto
a ver las sombras y todo ha quedado tranquilo[98].
Siendo niña, mis padres estaban un
día fuera de casa. Mi madre me había mandado que cuidara la casa y que
no saliera. Vino una mujer muy anciana y me dijo: “Vete a mi
peral y saca peras, ven pronto, antes que tu madre vuelva”. Caí en la
tentación; olvidé lo que mi madre me había mandado y corrí al huerto de
aquella mujer tan apresuradamente que me di un golpe en el pecho con un
arado que estaba oculto entre pajas y caí al suelo sin sentido. Así me
halló mi madre y me hizo volver en mí por medio de un castigo sensible.
El dolor del golpe lo sentí durante largo tiempo. Más tarde supe que el
maligno se había servido de la mala voluntad de aquella mujer para
tentar mi obediencia por medio del apetito desordenado y que, habiendo
caído en la tentación, puse en peligro mi vida. Esto me hizo ser muy
precavida contra la gula y reconocer cuán necesario es al hombre
mortificarse y vencerse a sí mismo.
Cierta vez iba yo de noche a la
iglesia, cuando se me presentó una figura semejante a un perro. Puse la
mano delante y recibí tan fuerte golpe en el rostro que me echó fuera
del camino. En la iglesia se me hinchó la cara y las manos se me
llenaron de ampollas. Hasta que volví a casa estuve irreconocible. Me
lavé con agua bendita. Camino de la iglesia había un cerco que era
preciso salvar sobre una tabla. Cuando llegué allí muy de mañana, en la
fiesta de san Francisco, vi una gran figura negra que intentaba
detenerme. Luché con ella hasta que pasé, sin sentir angustias ni temor
al enemigo. Siempre me sale al encuentro en el camino y quiere que yo dé
un rodeo; pero no lo consigue.
La discordia que reinaba en una
familia de Koesfeld me afligía mucho. Rogué por aquellos infelices e
hice el Vía crucis el Viernes Santo en la iglesia, a las nueve de la
noche. Se me apareció el maligno en figura humana, en una calle
estrecha, y quiso matarme. Llamé a Dios con todo mi corazón y el maligno
huyó. Desde entonces el jefe de aquella familia se portó mejor con su
mujer.
En una ocasión, iba con una amiga a la misa de Nochebuena, cuando un perro enorme apareció en el camino cerrándoles el paso: El
perro las retuvo durante un cuarto de hora en el camino de la iglesia;
primero se plantó en un puentecillo que debían atravesar; luego
retrocedió poco a poco a medida que Ana Catalina repetía la señal de la
cruz, mientras que su amiga, aterrada, se agarraba a ella con todas sus
fuerzas. Por fin, desapareció de repente cuando ella gritó: “¡En el
nombre del Señor Jesús, déjanos pasar! Dios es quien nos guía. Si tú
fueras Dios, no nos impedirías avanzar. ¡Sigue tu camino y déjanos
continuar el nuestro!”. Ante esas palabras, el perro desapareció de un
salto en medio de la noche. Cuando su amiga, temblando todavía, le
preguntó: “¿Por qué no se lo has dicho antes?”, ella respondió
sencillamente: “No lo pensé”[99].
Clara Söntgen declara: Algunas veces,
oíamos algo que bullía alrededor de nuestra cama, y que luego,
arrastrándose por el suelo, llegaba a la cabecera y nos ponía las
almohadas sobre la cara como para asfixiarnos. Era exactamente como si
alguien golpeara nuestra almohada con un puño enorme. A veces, Emmerick
estaba tan enfadada, porque no nos dejaba descansar, que trataba de
agarrarlo, pero no lo conseguía. Después de unos momentos de calma, lo
oíamos de nuevo. Solía durar hasta las 11 o las 12 de la noche. Una vez
iba y venía maullando como un gato. Yo llamé a mi padre y le grité que
nos trajera un candil. Buscó por todo el cuarto, pero no encontró nada[100].
Estos asaltos del enemigo encierran un
sentido más profundo que el que a primera vista parece; pues no sólo
demuestran la cólera y malicia del demonio, sino que además indican como
la misión de Ana Catalina hacía que ella atrajera la cólera infernal y
se expusiera a estas luchas con el fin de librar a los que por sus
propias culpas estarían sujetos a ellas. Ana Catalina se pone en lugar
de los culpables, de los débiles y miserables, muchos de los cuales se
perderían, si un alma inocente y generosa como la suya, no pagara y
luchara por ellos.
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Ana Catalina pedía a Jesús que le hiciera
participar de sus sufrimientos pare poder así asemejarse más a Él y
ayudarle a salvar almas. Ella misma nos dice cómo recibió la corona de
espinas: Cuatro años antes de mi entrada en el convento, en 1798, me
hallaba hacia el mediodía en la iglesia de los jesuitas de Koesfeld y
estaba arrodillada delante de un Crucifijo: estando absorta en la
meditación, sentí de pronto un calor dulce y ardiente, y vi venir del
altar, donde estaba el Santísimo Sacramento en el tabernáculo, a mi
esposo celestial bajo la forma de un joven resplandeciente. Su mano
izquierda tenía una corona de flores, su mano derecha una corona de
espinas, y me las presentó ambas para escoger. Tomé la corona de
espinas. Él me la puso sobre la cabeza y yo la apreté con las dos manos;
entonces desapareció, y volví en mí con un dolor violento alrededor de
la cabeza.
Salí de la iglesia, pues iban a
cerrar. Una de mis amigas, que estaba arrodillada a mi lado, podía haber
observado algo de mi estado; al llegar a casa le pregunté si no veía
alguna herida en mi frente, y le hablé en términos generales de mi sueño
y del dolor violento que le había seguido. Ella no vio nada
exteriormente; pero no se extrañó de lo que yo le dije, porque sabía que
estaba algunas veces en un estado extraordinario, cuya causa no
comprendía. Al día siguiente mi frente y mis sienes estaban muy
hinchadas, y padecía horriblemente. Estos dolores y esta hinchazón se
repitieron con frecuencia, y duraron algunas veces días y noches
enteras. Yo no observé sangre alguna alrededor de la cabeza, hasta que
mis compañeras me advirtieron que me pusiera otro gorro, porque estaba
lleno de manchas coloradas. Las dejé que pensaran lo que quisieran, y me
compuse el peinado de modo que cubriera la sangre que caía de mi
cabeza; lo hice así hasta en el convento, donde una sola persona lo
descubrió y guardó fielmente el secreto[101].
También el Señor le hizo participar de los sufrimientos de la llaga de su hombro derecho. Así lo refiere:
Cuando estaba todavía en el convento,
el Salvador me reveló un día que la llaga de su hombro, en la que
pensamos tan poco, le había causado unos fuertes dolores, y que le
resultaría agradable que la veneraran. Sería para Él como si, en el
momento en que cargaba con la cruz camino del Calvario, alguien se le
hubiera acercado y compadecido de su estado se la hubiera retirado de
los hombros para llevarla en su lugar[102].
Un día Jesús le concedió sentir los dolores de las llagas de los pies, manos y costado, de modo invisible. Ella nos relata: Cuatro
años antes de la disolución del convento, hice un viaje a Koesfeld para
visitar a mis padres. Por aquel tiempo hice oración en la iglesia de
san Lamberto detrás del altar y delante de la cruz por espacio de dos
horas. Afligida en vista del estado de nuestro convento, había pedido a
Dios que mis hermanas y yo reconociéramos nuestras faltas, para que
hubiera paz en él. También pedí a Jesús que me permitiera participar de
todos sus sufrimientos. Desde este tiempo tuve siempre estos dolores.
Creí que tenía fiebre constante y que de ella procedían los dolores.
Muchas veces era tan vivo el dolor en los pies, que no podía andar. Las
manos también me dolían tanto que las faenas rudas del campo, por
ejemplo, cavar, me estaban vedadas. Los dedos de en medio no podía
doblarlos; muchas veces los tenía como muertos[103].
Después de suprimido el convento, el
29 de diciembre del año 1812, a las tres de la tarde, se hallaba
acostada en cama con los brazos extendidos. Meditaba en los
padecimientos de la Pasión del Señor y le pedía que compartiera con ella
su dolor. Rezó cinco padrenuestros en honor de las cinco llagas y se
sintió inflamada de amor a Jesús. Entonces vio una luz que bajaba sobre
ella y distinguió la figura deslumbrante del Salvador crucificado. Sus
llagas resplandecían como cinco soles luminosos. Entonces, de las manos,
salieron unos rayos de color de sangre en forma de una flecha que
vinieron a clavarse en sus manos, pies y costado derecho. Inmediatamente
le salió sangre de las heridas. Cuando regresó del éxtasis vio con
sorpresa la sangre de las heridas y sintió fuertes dolores en ellas.
La hija del ama de casa donde vivía
entró en la habitación y, al ver sus manos llenas de sangre, se lo
refirió a su madre, quien corrió asustada y le preguntó qué le había
pasado. Catalina le rogó que no dijera nada. A partir del momento de la
impresión de las llagas, sintió que el curso de la sangre parecía haber
tomado otra dirección y se dirigía con fuerza sobre las llagas[104].
El padre Limberg fue el primero que observó sus llagas sangrantes y afirma: Yo
fui el primero que las vi y se lo comuniqué al padre Lambert, que vivía
en otra habitación de la misma casa. Inmediatamente acudió y le dijo a
la señorita Emmerick: “No vaya a creerse, hermana, que es una nueva
Catalina de Siena”. Pero como las llagas persistieran al día siguiente,
me dijo que nadie debía saberlo para evitar problemas[105].
Sin embargo, fue su ex-compañera Clara Söntgen quien el 28 de marzo de
1813, al visitarla, observó las llagas sangrantes y lo propagó por la
ciudad. De ahí vinieron las dificultades, unos creían y otros no. Lo
cual dio motivo a las investigaciones eclesiástica y civil, como ya
hemos anotado.
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Los sufrimientos de las llagas y de
tantas enfermedades que padeció en su vida eran impresionantes. Su
médico personal, el doctor Wesener, tardó unos nueve años en comprender
el carácter sobrenatural de las mismas.
Por eso, pudo decir en 1821: La mayor
parte de sus padecimientos eran consecuencia de que tomaba libremente
sobre sí los sufrimientos de sus amigos que venían a volcar en ella sus
aflicciones y se confiaban a sus plegarias. En sus éxtasis hablaba de
ello como de un trabajo del que solía anunciar el momento en que tendría
fin. Cuando recuperaba la conciencia, no recordaba haber hablado ni
tampoco, por supuesto, de todo lo que se refería a su persona[106].
Esta disponibilidad a sufrir por otros no
se limitaba a los amigos y conocidos cercanos, sino también a personas
que veía en sus visiones y a otros que vivían lejos y no los conocía.
El internuncio Chamberlain fue a visitar a
Ana Catalina el 31 de julio de 1815 y, después de un tiempo, le
escribió desde Roma que rezara por un cardenal aquejado de una
enfermedad ocular, que le impedía atender a sus numerosos e importantes
asuntos. Desde entonces ella padeció unos dolores en los ojos que se acrecentaban de día en día, y que llegaron a resultar insoportables[107].
Muchas veces veía en visión problemas
y sufrimientos de la gente. Veía enfermos impacientes, cautivos
afligidos, moribundos sin preparación. Veía viajeros extraviados,
náufragos y necesitados, próximos a la desesperación. Veía al borde del
abismo almas vacilantes a las cuales la divina providencia quería
auxiliar. Y sabía que, si ella dejaba de orar y hacer penitencia por
ellos, no habría quien la reemplazara y ellos quedarían sin consuelo y
se perderían. El ángel custodio la apoyaba en sus oraciones[108].
Los días de carnaval eran para ella días
de terribles sufrimientos a causa de los pecados que se cometen en esos
días. Sobre esto llegó a decir: Dios me hace ver todas las
abominaciones y el libertinaje en pensamientos y la malicia de los
corazones y las trampas tendidas por el diablo[109].
Este deseo de sufrir por los otros lo
tenía desde niña, porque el Señor le había hecho sentir que todos
formamos un solo Cuerpo en Cristo. Por eso dice: Desde mi infancia
siempre he rogado para que las dolencias ajenas viniesen sobre mí.
Haciendo esto yo pensaba que Dios no manda ningún sufrimiento sin tener
una especial razón, y que con ese sufrimiento se debe descontar algo. Yo
pensaba que el porqué sucede a veces que un mal oprime poderosamente a
alguno, era porque ninguno quiere tomar sobre sus espaldas el mal de
otro. Por esto, yo rogaba al Señor que se dignase dejarme descontar y
expiar por mi prójimo y suplicaba al niño Jesús que me ayudase; muchas
veces tenía por esto mismo bastantes dolores[110].
Veremos ahora un caso concreto: Por
espacio de muchas semanas se vieron en Ana Catalina síntomas de una
tisis en último grado: severa congestión del pulmón, sudores que
empapaban toda la cama, tos persistente, expectoración continua, y
calentura violenta constante; se esperaba cada día su muerte o, por
mejor decir, se deseaba: tan horribles eran sus padecimientos. Se
observaba en Ana Catalina una lucha extraña contra su gran propensión a
irritarse. Si sucumbía un instante, derramaba lágrimas, sus
padecimientos se aumentaban y no podía vivir sin reconciliarse por medio
del sacramento de la penitencia. Luchaba siempre contra la aversión que
sentía a una persona que estaba enfrentada con Ana Catalina desde
muchos años. Se desesperaba al observar que esa persona, con la cual
nada tenía que ver, se le aparecía siempre delante con malas
disposiciones de todo tipo, y lloraba amargamente en medio de una gran
perturbación de conciencia, diciendo que no quería pecar, que debían ver
su dolor, y otras cosas poco inteligibles para los que las oían. Su
enfermedad se fue agravando y se creyó que iba a morir. En el mismo
momento, uno de sus amigos se quedó sorprendido al verla levantarse de
pronto y decir: “Rezad conmigo las oraciones de los agonizantes”.
Se hizo lo que pedía y Ana Catalina
respondió con voz reposada durante la letanía. Al poco rato se oyó tocar
a muerto y una persona vino a pedirle por su hermana que acababa de
morir. Ana Catalina preguntó con interés los detalles de su enfermedad y
de su muerte, y su amigo oyó la descripción más exacta de la tisis que
había tenido Ana Catalina. La difunta había estado primero tan
atormentada y tan inquieta, que parecía no podría prepararse para morir;
pero hacía quince días que estaba mejor, se había reconciliado con
Dios, y con una persona con quien estaba reñida. En fin, había muerto en
paz y acompañada de todos los sacramentos. Ana Catalina dio una limosna
para su entierro. Desaparecieron sus sudores, su tos y su calentura, y
se asemejaba a un hombre rendido de cansancio, que se ha mudado de ropa y
se ha acostado en una cama fresca[111].
Cuando Ana Catalina recibió en la
confirmación las armas necesarias para cumplir su inmensa tarea —víctima
por los pecadores— descendió sobre ella la plenitud del Espíritu Santo y
recibió lo mismo que los apóstoles el día de Pentecostés: ellos fueron
llenos de tal fuerza del Espíritu Santo, que creían que no podían ser
más felices que siendo dignos de sufrir por el nombre de Jesucristo.
Ella reveló un día con total simplicidad el secreto de su fuerza a su
director espiritual: Desde el día de mi confirmación mi corazón ha
recibido la gracia de que no poder estar un instante sin pedir el
castigo por los pecados que me mostraban o que yo veía por mí misma[112].
Una gran fuente de sufrimientos fue para
ella su hermana Gertrudis (Drüke). Al poco tiempo de ser suprimido su
convento y vivir en casa de la viuda Roters, Ana Catalina se enfermó y
llamó a su hermana para que viniera a vivir con ella y así atender al
padre Lambert y a ella misma. Pero su hermana fue una de sus mayores
cruces por la que tuvo que sufrir dolores sin cuento.
Brentano la calificaría con los peores
epítetos: brusca, grosera, áspera, irritable, torpe, orgullosa, gruñona y
profundamente envidiosa. Llega a decir que la enferma vivía noche y día
sometida a la brutalidad de aquella desgraciada[113]. Para Brentano su
hermana era su cruz pesada; para el doctor Wesener era el flagelo de Dios para ella.
Ana Catalina, con su paciencia y sus dolores consigue su salvación. El doctor Wesener afirma: Desea
soportar a su hermana con sus flaquezas, pues la quiere con toda su
alma. El sueño siguiente es una prueba. Una noche, durante el sueño,
comienza a gemir con acento doloroso, mientras el sudor cubre su
frente. El padre Limberg se acerca y le pregunta la causa de su miedo o
de su esfuerzo: “¡Ah, suspira entre dos golpes de tos desgarradores, es
tan pesada!
– Pero ¿quién?
– Drüke
– ¿Qué pasa con Drüke?
– ¡Tengo que llevarla a lo alto, a lo más alto! ¡Tiene que salvarse!”[114].
Felizmente terminó por dominarse y,
después de la muerte de Ana Catalina, se convirtió en una persona
completamente distinta[115].
Luise Hensel afirma en el Proceso: Fui
a visitarla unos años después de la muerte de su hermana, y me habló de
ella con emoción, mostrándose extraordinariamente amable conmigo[116].
Era el triunfo de la gracia, pero ¡cuánto sufrimiento le costó a Ana Catalina!
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CAPÍTULO QUINTO. DONES SOBRENATURALES
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Ana Catalina recibió grandes dones
sobrenaturales para servir a los demás y poder acercarlos más a Dios.
Veamos algunos de ellos.
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Es el don por el que una persona puede
vivir mucho tiempo sin comer. El doctor Wesener que la atendió
diariamente durante once años, refiere lo siguiente: Su alimentación
normal era beber dos vasos de agua fría y por la tarde chupar alrededor
de un cuarto de manzana asada, desechando las fibras. Eso era todo.
Después de varias semanas, no había tomado ni siquiera una manzana.
Durante tres años (1813-1816) yo la he visto alimentarse únicamente de
pura agua fresca y todas las tentativas para descubrir un engaño fueron
vanas. El que no quiera creer, que encuentre otra explicación. Por mi
parte, yo afirmo delante de Dios que yo creo que así fue y que soy un
hombre honesto, que amo la verdad y que la busca como a Dios, que es la
verdad eterna misma[117].
Durante tres años enteros vivió
solamente de agua clara. Eso es verdad y yo lo he visto. Ella bebía tres
medidas de agua cada 24 horas, pero a veces durante dos o tres semanas
no tomaba ni siquiera media medida de agua. Y lo que bebía lo vomitaba,
un poco más tarde… A los que no crean, yo no tengo nada que decir, les
doy autorización de creer que he sido víctima de un fraude o de tenerme
por un idiota, pero les pido solamente dejar en claro la honorabilidad
de mi nombre y la completa buena fe. Confieso una vez más que, a pesar
de todos mis intentos por descubrir el más mínimo fraude, cualquiera que
fuese, no he sido capaz durante los casi once años que la conozco. Y en
este asunto yo he sido imparcial y he actuado honestamente[118].
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Es el don por el cual, una persona,
cuando está en éxtasis, puede levantarse del suelo y moverse como una
pluma, estando así durante horas. Ella misma dice: En mis
ocupaciones de sacristana me sentía muchas veces arrebatada de improviso
y subía, caminaba y vagaba por los lugares altos de la iglesia, sobre
las ventanas, sobre los adornos, sobre las cornisas. A lugares donde
parecía imposible llegar humanamente, yo llegaba para limpiar y para
adornar. Me sentía elevada, sostenida en el aire, sin espantarme por
ello, porque desde la infancia estaba acostumbrada a experimentar la
ayuda de mi ángel custodio. Muchas veces, volviendo del éxtasis, me
encontraba sentada sobre un armario donde conservaba los objetos de la
sacristía; otras veces volvía en mí en un ángulo, detrás del altar,
donde no podía ser vista ni por el que pasara delante. No puedo pensar
cómo podía llegar hasta allí sin desgarrarme los vestidos, ya que era
difícil el acceso[119].
Su compañera Clara Söntgen afirma que ella misma le contó: Un
día, estando enferma, fui elevada de mi lecho por dos religiosas que me
dejaron suavemente en medio de la celda. Entonces, una de las hermanas
de la comunidad entró de pronto y me vio elevada sobre el suelo sin nada
bajo mis espaldas; y dio tal grito que su ruido me hizo caer en tierra.
La hermana después me atormentaba con preguntas para que le explicara
cómo había estado en el aire. Pero yo no le podía dar ninguna
explicación, porque eran cosas inexplicables, a las que no prestaba
mucha atención y me parecía totalmente natural[120].
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Es el don por el cual una persona, por
gracia especial de Dios, puede conocer cosas que sucederán en el futuro.
Veamos algunos ejemplos:
Una mañana el padre Limberg vino a
visitarla y ella le preguntó si vendría en la tarde. El dijo que sí,
pero ella le dijo que viniera antes. “Venga a tomar el café con el padre
Lambert, porque temo que le pase algo malo”. El padre Limberg llegó a
tomar el café y, mientras lo tomaban, el padre Lambert tuvo un desmayo.
La ayuda del padre Limberg fue decisiva, pues de otro modo su hermana
Gertrudis no hubiera podido hacer nada ella sola. Y el padre Lambert
pronto se repuso[121].
Dice un testigo del Proceso: A veces
ocurría en presencia de mi padre que alguien tocaba a su puerta y ella
sabía quién estaba fuera y lo que quería. Un día le dijo que estaba tal y
tal persona, tocando la puerta, y venía a pedir información sobre la
señora Hülsmann que estaba enferma. Ella invitó a rezar por ella ya que
iba a morir aquella misma noche, lo que ciertamente ocurrió.
Otro día le dijo a mi padre que en la
vecindad habría un incendio, pero que su casa quedaría indemne. El día
del incendio mi madre y mi abuela estaban muy preocupados. Mi padre, en
cambio, estaba tranquilo… Se presentó un hombre desconocido para decir
que estuvieran tranquilos que no corrían ningún riesgo. Nadie lo conocía
y nadie lo volvió a ver. Por eso, mis padres, pensando en las
circunstancias del hecho, supusieron que debía tratarse de un ser
sobrenatural; así me lo decía mi padre[122].
A su gran amiga Luise Hensel que quería
entrar en el convento de las hermanas de la misericordia de Münster en
1823 y había hecho voto de virginidad, le dijo que no era esa su
vocación. Luise, después de haber trabajado de enfermera en el hospital
de Coblenza de 1827 a 1832, se unió al equipo pedagógico del internado
de Saint Léonard en Aix-le-Chapelle. Allí inculcó a sus alumnos los
principios fundamentales de la fe con el testimonio de su vida. De sus
alumnas, 20 se harán religiosas y tres de ellas fundadoras de
instituciones caritativas y hoy están beatificadas[123].
Luise Hensel fue un modelo de laica consagrada y comprometida con la Iglesia hasta el final de su vida.
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4. CONOCIMIENTO SOBRENATURAL
Es un don por el cual se pueden conocer por gracia de Dios muchas cosas que humanamente sería imposible conocer.
El doctor Wesener afirma: Ella me
dijo que leía frecuentemente los corazones de la gente que venía a verla
y que normalmente ella sabía lo que se pensaba de ella[124].
A Luise Hensel le dirá en su primera visita: Créeme yo llego hasta el fondo del corazón de los que vienen a mí. Dios me ha hecho este regalo[125].
Ella misma le dijo al padre Everberg: Yo
les hacía ver a mis hermanas que yo sabía todo lo que ellas decían y
hacían en secreto. Ellas me preguntaron cómo lo sabía. Pero yo no se lo
podía decir. Ellas pensaban entonces que entre las hermanas había alguna
que me lo decía a ocultas[126].
El doctor Wesener aseguró que la
primera vez que pudo hablar con ella comprobó que no era una persona
común: Me recordó con exactitud y hasta en sus menores detalles dos
cosas concretas con todas sus circunstancias que sólo podía conocer a
través de una revelación sobrenatural[127].
Ludwig von Noel certificó lo siguiente: El
padre Limberg me contó que en el albergue donde él vivía, se presentó
un hombre forastero de aspecto taciturno que se sentó junto a él en el
fuego de la cocina. Al poco rato, Ana Catalina le envió un aviso para
que no albergara al forastero aquella noche en la casa. Ella no podía
conocer la llegada del desconocido y de sus malas intenciones a no ser
por inspiración sobrenatural[128].
Una señora contaba: Un día, siendo yo
niña, estaba en cama. Mi madre y una vecina me preguntaron qué quería
comer. Pero yo sólo quería comer ensalada de repollo. En esa época del
año era muy raro encontrar repollo en la ciudad. En ese momento, una
persona entró en casa y le dijo a mi madre que Ana Catalina quería
verla. Mi madre fue a su habitación y ella le dijo a su hermana
Gertrudis: “Vete a la bodega, corta el repollo en dos y le das la mitad a
esta señora, porque tiene una hija enferma que desea comerla[129].
Otro día, el padre Lambert leyó en un
periódico francés de Frankfort un artículo donde decía que Napoleón
había maltratado al Papa a puñetazos. Ella dijo: Es cierto. Eso ha
ocurrido cuando Napoleón fue a exigirle que firmara el Concordato. El
Papa no quiso dejar su oración y él le dijo si no se había enterado que
tenía al emperador enfrente. El Papa respondió que tenía otro emperador
más grande a quien él adoraba. Entonces Napoleón se enfureció y le
golpeó al anciano Papa, y el santo Padre lo soportó pacientemente sin
decir nada[130].
En otra ocasión, el padre Limberg fue
llamado a casa de Catalina para llevarle la comunión; pero como había
comenzado la temporada de caza, a la que era muy aficionado, pidió su
fusil y se fue a cazar. Al regresar por la tarde preguntó a Catalina qué
tal había pasado el día, y ella le respondió: “He visto a una liebre
caer por un tiro de fusil”. El padre Limberg sonrió avergonzado y le
prometió no volver a hacerlo más[131].
En el invierno de 1813 el padre
Limberg vino a ver a Catalina una tarde. Durante toda la jornada había
estado visitando enfermos y no había rezado el breviario. Cuando llegó a
la habitación de Catalina él se dijo: “Estoy cansado; si no fuera
pecado, yo me dispensaría de rezar el breviario”. Apenas pensó esto,
ella le dijo: “Entonces, rezad”. Él le preguntó:
– ¿De qué me hablas?
– Del breviario.
Esa fue la primera vez, dice el padre Limberg, que yo quedé impresionado de que ella tenía algo especial[132].
El padre Rensing en carta el Vicario general Von Droste le escribía: Por
las tardes tiene un síncope habitualmente durante dos horas. Durante
este síncope, que yo preferiría llamar éxtasis, está rígida como un
palo, pero su rostro está resplandeciente como el de un niño inocente…
Si le doy a ocultas la bendición sacerdotal, ella levanta la mano y hace
la señal de la cruz. Después de estos éxtasis, ella le ha revelado a su
confesor, el padre Limberg, y a mí mismo cosas ocultas que ella no
puede conocer, si no es por revelación de Dios[133].
El mismo padre Rensing aseguró: Ella
me contó una vez que, durante su estancia en el convento, ella conocía
cuando moría algunos de sus conocidos de cerca o de lejos. Incluso sabía
a qué hora iba a ocurrir. Cuando le pregunté cómo lo sabía respondió:
“Algunas veces por una aparición que lo daba a entender; otras veces,
tenía la impresión de que alguien me lo decía[134].
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Es el don sobrenatural por el cual se
puede distinguir lo bendito de los profano, es decir, lo que está
bendecido por un sacerdote de lo que no lo está, especialmente, las
hostias consagradas y las reliquias de los santos. Ella nos dice: Todo
lo santo y bendecido lo veo luminoso, multiplicándose, reflejando luz y
difundiendo salud y ayuda. Al contrario, todo lo profano lo veo siempre
oscuro, difundiendo tinieblas[135].
Clemente Brentano en su Semblanza de Ana Catalina escribe: Lo
más sorprendente es la acción de la consagración sacerdotal. Cuando,
estando en éxtasis, se le acercan las manos ungidas del confesor,
levanta la cabeza y las sigue con ella hasta que el confesor las retira.
Entonces, vuelve ella a dejar caer la cabeza. Esto le sucede con todos
los sacerdotes. Quien tal ve, como lo vi yo, no puede menos de reconocer
que sólo en la Iglesia hay sacerdocio y que la consagración sacerdotal
es algo más que una ceremonia. Una vez le oí decir llorando: “Los dedos
consagrados de los sacerdotes serán conocidos en el purgatorio y en el
infierno arderán con un fuego especial”[136].
Ella conocía los sitios benditos y
santificados. Cuando un sacerdote pasaba con la Eucaristía, aunque fuera
a larga distancia de su choza o del sitio donde se guardaba su ganado,
se sentía atraída hacia aquel paraje. Corría y se arrodillaba en el
camino y adoraba la santa Eucaristía. Experimentaba aversión hacia los
lugares donde había sepulturas de paganos y, al contrario, le atraían
los restos de los santos, tal como el hierro atrae el imán[137].
Dice Brentano a este respecto: Un día
me hallaba sentado en su habitación, estando ella en contemplación.
Como empezara a suspirar penosamente, sin volver en sí, me llegué a ella
con el vaso que siempre había a su lado y que debía contener agua
bendita. Le pregunté si quería beber; pero ella movió la cabeza y,
mirándome tristemente, dijo con voz apagada: “¡Agua fresca y bendita!
Aquí cerca hay dos sacerdotes que tienen de Dios la facultad de
bendecirla; pero se olvidan de mí; voy a desfallecer. Dios quiere que yo
viva de esto; no me dejen morir”.
Al punto fui a la habitación próxima,
del abate Lambert, en cuya compañía encontré al confesor, a quien
suponíamos ausente. Este bendijo agua fresca y se la llevó. Después de
haber bebido, dijo: “¡Ya he tomado fuerzas!”. Y como el confesor le
dijera en broma: “Vente conmigo por obediencia”, ella intentó
levantarse; pero como el mandato no había sido verdadero, volvió a caer
desmayada. Aunque estaba muy conmovido a la vista de tal escena, no me
atreví a pedir al confesor que omitiera semejante prueba para no turbar
la armonía y buena correspondencia; pero no pude menos de llorar de
compasión al ver cuán tranquilamente y sin quejarse la sufrió.
Otra vez la oí expresarse en estos
términos acerca de las bendiciones sacerdotales: “Es muy triste la
negligencia de los sacerdotes en nuestros días respecto a las
bendiciones. No parece sino que no saben muchas veces lo que son estas
bendiciones; gran número de ellos apenas creen en su poder, y se
avergüenzan de ellas como de ceremonias anticuadas y supersticiosas;
otros usan de este poder y gracia, que Jesucristo les ha conferido, sin
atención y como de paso. Cuando ellos no me bendicen, Dios me suele
bendecir; pero como el mismo Dios ha instituido el sacerdocio y le ha
otorgado la potestad de bendecir, casi desfallezco por el deseo de
recibirlas. En la Iglesia todo forma un solo cuerpo; así que, cuando a
alguno de sus miembros se le rehúsa algún bien, se siente como
desfallecido”[138].
Veamos el efecto de la estola sacerdotal. Ella refiere el 2 de julio de 1821 lo siguiente: He
pasado una noche espantosa. He visto acercarse un gato a mi lecho y
saltar hacia mis manos. Yo le tomé las patas y lo eché de la cama
queriendo matarlo, pero se me escapó y huyó. Estaba despierta, viendo
todo lo que sucedía en torno mío. Vi a la niña (su sobrina) dormida e
intranquila, y temí que viera mi lastimoso estado. Toda la noche hasta
las tres de la mañana siguió maltratándome el enemigo bajo la figura de
un no sé qué de negro y espantoso. Me dio golpes y me arrojó fuera del
lecho, de manera que tocaba yo con las manos el suelo. Me arrojó hacia
delante con las almohadas y me oprimió con mucha violencia. Todo esto, y
el haberme levantado en alto, me causó indecible angustia. Yo veía con
toda claridad que aquello no era sueño, y sabía todo lo que hacía; pero
no obtuve respuesta. Conjuré al enemigo en nombre de todos los santos,
que me dijera qué derecho tenía sobre mí. Nada me respondió, pero
siguió atormentándome. Me cogía de la nuca o ponía sobre mis espaldas
sus garras frías como la nieve. Por último, habiendo podido
llegar, arrastrándome sobre el suelo, hasta el armario que hay a los
pies de la cama, tomé la estola del confesor que estaba allí guardada, y
me la puse al cuello. Entonces dejó de tocarme[139]. ¡Maravilloso efecto de la estola sacerdotal!
Cuando alguien le llevaba una imagen bendita de la Madre de Dios, decía: “Está
bendita. Conservadla cuidadosamente y no la tengáis entre cosas no
santas. En las tentaciones es bueno ponerse estas cosas benditas sobre
el pecho. Guardadla cuidadosamente”[140].
Respecto de un día que estaba muy grave, nos dice lo siguiente: Cuando
el padre Niesing vino, no podía mover ningún miembro ni hablar. Yo
sabía que traía consigo un libro y presentí que iba a orar por mí.
Cuando él empezó a orar, su caridad penetró en mi alma y la calentó; yo
volví en mí y pude decir con profunda devoción los nombres de Jesús,
María y José, y la vida me fue restituida como un don de la bendición
sacerdotal[141].
Cuando era todavía una niña percibía
el sonido de las campanas benditas como si fueran rayos de bendición.
Creo ciertamente que las campanas benditas ahuyentan a Satanás. Cuando
en mi juventud oraba en el campo durante la noche, veía a los demonios
muchas veces en torno mío, pero tan pronto como las campanas de Koesfeld
tocaban a maitines, conocía que huían… Jesús ha otorgado su bendición a
los sacerdotes para que esta bendición llegue a todas las cosas
penetrando y obrando en ellas de cerca y de lejos para su servicio… El
sonido de las campanas benditas es para mí más santo, más alegre, más
vigoroso y suave que todos los sonidos[142].
Cuando era sacristana, yo debía tocar
la campana bendita y me sentía muy feliz, porque creía extender la
bendición por todas partes, llamando a voz en grito a todas las gentes a
alabar a Dios. Yo unía mis suspiros y oraciones a cada toque de la
campana para que los sonidos pudieran rechazar el mal de los corazones y
pudieran alabar a Dios. Hubiera querido tocar las campanas mucho más
tiempo, pero debía limitarme a lo establecido[143].
El doctor Wesener declara: Cuando se
le presentaba cualquier cosa bendecida por la Iglesia católica,
inmediatamente ella lo tomaba y lo apretaba contra su pecho y nadie
podía quitárselo, estando en éxtasis, hasta que despertaba. Cuando se le
echaba agua bendita, ella hacía la señal de la cruz. Y siempre que un
sacerdote pronunciaba las palabras de la bendición, ella se signaba. Y
cuando algún sacerdote le daba la bendición mentalmente, aun en la
puerta de la casa o fuera de ella, también hacía la señal de le cruz. Y,
si se le presentaba el recipiente del agua bendita, ella, estando con
los ojos cerrados, metía sus dedos y se signaba[144].
Y este sentimiento y reverencia por lo
sagrado era especial con relación a los sacerdotes, a quienes amaba y
respetaba, pidiéndoles la bendición.
El doctor Wesener escribió en su Diario: Siendo
aún niña, sentía tal inclinación por las personas consagradas, que no
podía contener su alegría cuando veía a un fraile o a una religiosa. La
casa de sus padres se encontraba cerca de un gran campo, a media hora de
Koesfeld. A su alrededor se extendía el modesto prado familiar, rodeado
de un seto. Allí, después de la comida, se dirigía ella todos los
domingos para sentarse detrás de la valla y esperar al capuchino que
pasaba regularmente por allí y que venía de Koesfeld, para ir a dar
clase de catecismo en un pueblo vecino; al verlo a lo lejos, corría a su
encuentro con las manos extendidas para saludarle. Entonces, el fraile
le daba su bendición y ella regresaba tan contenta[145].
Y ella misma dice: Un día pensé que
si no conseguía su bendición, mi día corría el riesgo de echarse a
perder. Sin embargo, no podía dejar la casa… Entonces —me dije— si me
asomaba por un saliente tendría una vista amplia del camino y observaría
fácilmente si llegaba alguien; al no ver a nadie en aquellos parajes,
podría correr a buscar mi bendición y volver rápidamente a la casa,
esperando que no se hubiera advertido mi ausencia. No se veía un alma
por el camino. Entonces tuve que correr hasta ponerme delante del padre,
que pasaba en aquel momento; me bendijo, y regresé inmediatamente a la
casa. Apenas entré me encontré con mis padres, que volvían de misa. Me
preguntaron: “¿Dónde estabas?”. Yo les respondí: “Justamente detrás del
seto”. Me riñeron un poco, pero yo me sentía muy feliz por haber
conseguido la bendición[146].
Wesener atestigua: Una vez, el padre
Limberg, mientras ella estaba en éxtasis, la tocó con sus dos dedos
(índice y pulgar) y su rostro tomó una expresión alegre. Hemos repetido
esta experiencia muchas veces y siempre con el mismo resultado. Muchas
más veces hemos hecho la siguiente experiencia. El padre Limberg
acercaba sus dos dedos benditos a unas dos pulgadas de sus labios y, su
cuerpo que estaba rígido, se inclinaba hacia los dos dedos como el metal
atraído por un imán. Ella los besaba y se ponía a chupar el índice. Y,
cuando el padre le preguntaba, por qué chupaba el dedo, ella decía que
era muy dulce. El padre Limberg me insinuó de hacer yo lo mismo, pero
ella no reaccionó.
Otras veces el padre Limberg
inclinaba su cabeza hacia ella, que estaba inconsciente. Cuando se
acercaba a unas tres pulgadas de su rostro, su cuerpo, que parecía
muerto, se inclinaba hacia la cabeza del sacerdote y ella lo tocaba… En
otra ocasión, el padre Limberg se colocó en medio de la habitación,
haciendo sobre ella la señal de la cruz con la mano y diciendo: “Que
Dios te bendiga en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
Y ella inmediatamente hizo la señal de la cruz. Hemos hecho esta
experiencia muchas veces. Ella hacía lo mismo si el padre Limberg estaba
lejos (incluso fuera de la casa) y decía la fórmula de bendición
mentalmente. Un día le preguntó por qué había hecho la señal de la cruz y
respondió (en éxtasis), porque un sacerdote desde la calle me ha dado
la bendición y me he sentido impulsada a signarme[147].
El doctor Wesener un día untó sus dos
dedos (índice y pulgar) en agua bendita y se los acercó a su boca. Ella
los tomó compulsivamente y no los podía quitar de su boca[148]. No era por sus dedos sino por el agua bendita que tenían.
De otro día, que estaba con muchos dolores, nos cuenta Ana Catalina lo que le ocurrió: Cuando
el sacerdote me impuso las manos y oró, sentí una corriente de luz,
llena de dulzura, que pasó a través de mí y me dormí. Yo me sentí mucho
mejor y llena de esperanza. Hacia el mediodía el mal empeoró y el
anciano padre Lambert me impuso la mano, rezó el rosario, y yo sentí un
gran alivio[149].
El 28 de abril de 1817 la enferma sufría
violentos dolores de cabeza. El padre Limberg le impuso las manos y los
dolores desaparecieron en cinco minutos. Él mismo tomó confianza en este
medio para aliviarla frecuentemente[150].
Una mañana —dice el padre Limberg— le
había pedido el padre Lambert que consagrara dos hostias en su misa.
Cuando la enferma estaba dormida con la cara hacia la pared, yo fui a la
habitación del padre Lambert, tomé la hostia consagrada y, al llegar a
la puerta de su habitación, ella con los ojos cerrados, abrió los brazos
y se arrodilló en la cama. Le pregunté: “¿Quién llega?”. Y ella gritó:
“He aquí a mi Señor Jesús que viene a mí”. Le pregunté: “¿Dónde está
Él?”. Y respondió: “Allí, señalando donde yo lo traía; y recibió a Jesús
con gran fervor”[151].
Una tarde —dice el doctor Wesener— su
hermana le había dado unas cucharadas de caldo, estando inconsciente,
pero lo vomitó inmediatamente. Yo le pedí al padre Lambert que le diera
sus dedos benditos a chupar. Ella los chupó y casi de inmediato la
indisposición desapareció[152].
Otro punto importante de su don de
hierognosis o conocimiento de lo sagrado era el conocimiento de las
reliquias auténticas de las falsas. Una vez su ángel le dijo: Tú has
recibido el don de ver la luz que sale de las reliquias de los santos
en orden a la comunidad de los miembros del Cuerpo de la Iglesia… Y ella
declaró: Esa luz de las reliquias me causaba consuelo, fortaleza,
alegría y una como atracción hacia ellas; por el contrario, me sentía
repelida con repugnancia y horror cuando me acercaba a alguna cosa
impura, pecaminosa o maldecida o cuando llegaba a algún lugar donde se
había cometido algún delito o donde pesaban las consecuencias de culpas
no expiadas… Veo la luz y las tinieblas como cosas vivas que producen
respectivamente luz y tinieblas. Conozco hace ya mucho tiempo las
reliquias verdaderas de las falsas[153].
Un día le dijo Ana Catalina a Brentano: Se
me ha dicho que ninguna persona tuvo jamás el don de discernimiento de
las reliquias en el mismo grado en que a mí se me ha concedido. Ello se
debe a que estas cosas están en deplorable decadencia y es necesario
remediarlo[154].
Una vez, el Peregrino (Brentano) le
llevó cierto número de reliquias. Tomándolas ella, una por una, se las
puso todas en el pecho. Después las ordenó, las estrechó contra su
corazón y las miró atentamente. A una de ellas la separó de las demás
como no auténtica y a las otras las declaró verdaderas, diciendo: “¡Son
magníficas, no se puede decir cuán hermosas son!… Entre el cuerpo y el
alma hay una admirable relación que no se interrumpe con la muerte, de
modo que los espíritus bienaventurados prosiguen obrando siempre sobre
los fieles mediante parte de sus cuerpos. En el último día será muy
fácil a los ángeles separar a los buenos de los malos, pues todo será
luz o tinieblas”[155].
El doctor Wesener relata en su Diario el día 16 de octubre de 1816: Vi
a la enferma en profundo éxtasis en presencia del padre Limberg, le
enseñé un relicario procedente de mi suegra, que acababa de morir, el
cual, además de otras reliquias, contenía dos partículas considerables
de la santa cruz. El padre Limberg sin decir ni una sola palabra me tomó
la caja de las manos, se acercó al lecho de la enferma y tuvo el
relicario algo separado de ella. De repente ella se incorporó y tendió
las manos hacia el relicario, y cuando lo hubo recibido, lo estrechó
contra su corazón. Después le preguntó el padre Limberg qué contenía el
relicario. Ella respondió: “Una cosa muy preciosa, parte de la santa
cruz”[156].
La misma experiencia tuvo al presentarle
otro relicario. El padre Limberg sacó de su bolsillo un cofre con
reliquias y ella lo tomó y también lo estrechó contra su corazón. Al preguntarle por obediencia qué era, respondió que eran reliquias. ¿De quién son? Y dijo: Son
de los apóstoles Pedro y Pablo, de santa Inés, Bárbara y otros. El
padre Limberg dijo que, aunque estaba escrito que eran reliquias de los
apóstoles, estaba en duda de si era cierto[157].
Brentano trajo también un día un cofrecito con unas reliquias de santos.
Lo sacó de su bolsillo y lo acercó al rostro de Catalina. Entonces ella
tendió la mano, tomó el cofre y lo estrechó contra su corazón. Al
preguntarle qué era, respondió: “Reliquias”. ¿Cuántas son? “Son 15”.[158].
Francisco Hilgenberg dice en el Proceso: Mis
hermanos habían desenterrado unos huesos de una antigua tumba. Mi padre
tomó uno de esos huesos y fue a visitar a Catalina. Antes de hablar,
ella le dijo: “Sé que quieres saber de quién es ese hueso que tienes en
el bolsillo. Entiérralo, porque pertenece a un hombre indigno de cuya
malicia no quiero hablar”[159].
El 30 de diciembre de 1818, la
hermana Neuhaus, su antigua maestra de novicias le llevó un paquetito.
Cuando ella entró en la habitación, Ana Catalina sintió un estrecimiento
de alegría y tuvo la certeza interior de que eran reliquias. Cuando la
hermana Neuhaus las colocó sobre la mesa, ella estaba muy conmovida y
temía caer en éxtasis. Sentía una voz interior que le decía: “San
Ludgero está aquí”[160].
En varias ocasiones su director Overberg
le envió a Dülmen paquetes de reliquias; algunas con nombres, otras sin
ninguna indicación. Al principio ella hacía una descripción general de a
quiénes pertenecían las reliquias, pero con el tiempo distinguía los
huesos y daba detalles de los santos a que pertenecían, siguiendo las
indicaciones de su ángel[161].
Al ver las reliquias de los santos ella
no sólo conocía que eran autenticas, sino que por gracia de Dios podía
conocer de modo claro y detallado la vida de esos santos. A este don
de ver la vida de los santos por medio de las reliquias debemos la
noticia de muchos rasgos muy instructivos, ignorados hasta entonces de
la vida de muchos bienaventurados[162].
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Es el don sobrenatural por el cual una
persona puede estar en dos lugares a la vez. Según algunos autores, eso
es imposible y en uno de los lugares está sólo en apariencia o un ángel
hace sus veces. Sin embargo, Ana Catalina salía de su convento incluso
corporalmente y regresaba con heridas producidas durante su viaje en
espíritu o bilocación, a pesar de haber permanecido en su habitación sin
poder levantarse por estar enferma. Fue conducida en espíritu a la
prisión de María Antonieta, reina de Francia, y le dio fuerza y
consuelo. La impresión que tuvo fue tan fuerte que ella contó a sus
padres y hermanos la tristeza de la reina, exhortándolos a orar con ella
por la infortunada reina. Pero ellos no la comprendieron y le dijeron
que para ir allá y ver todo hacía falta ser una bruja. A ella le
entraron dudas y fue a confesarse. El confesor la tranquilizó. También
asistió en espíritu a muchas ejecuciones para dar ayuda y consuelo a los
que iban a morir, especialmente al rey Luis XVI. Y dijo: Cuando yo
vi al rey Luis XVI padecer la muerte con tanta resignación, yo me dije:
“Es bueno para ellos alejarse de tantas abominaciones”. Pero, cuando
hablé de ello a mis padres, ellos pensaron que había perdido el juicio[163].
Ella asistió a la coronación de Napoleón el 18 de mayo de 1804. Afirma: Un
día rezaba ante el Santísimo Sacramento, cuando fui transportada a una
iglesia magníficamente adornada. He visto al Papa (Pío VII) consagrar
como rey a un hombre de pequeña estatura. Hubo una gran solemnidad y fui
presa de inquietud y temor. Tuve el sentimiento de que el Papa debía
haberse negado con mayor firmeza. He visto entonces los males que ese
hombre habría de causar al santo Padre y la incontable cantidad de
sangre que habría de hacer derramar[164].
Su director Overberg declaró: Ella me
dijo haber asistido a muchas batallas que se habían desarrollado en
los últimos tiempos. Que aquello era terrible. Ella afirmó que Napoleón
no estaba totalmente humillado, que él tenía todavía un plan que no
llegaría a realizar. Cuando le pregunté cuál era ese plan, respondió:
“Él quiere armar a todos los habitantes de Francia”[165].
Ella misma dice: Muchas veces soy
conducida en espíritu por mi guía a lugares donde se ven patentes las
necesidades de los hombres. A veces me veo en las cárceles; otras, junto
a los moribundos o al lado de enfermos, de los pobres, de las familias,
entre querellas y pecados[166].
Muchas veces, mientras estaba ocupada
en un trabajo o estaba enferma en cama, me encontraba presente en
espíritu entre mis hermanas y veía y entendía lo que hacían y decían o
me encontraban en la iglesia delante del Santísimo Sacramento, aunque no
hubiera podido dejar mi celda. Cómo se explica, yo no lo sé. La primera
vez que me pasó creía que era un sueño. Fue cuando tenía unos 15 años y
vivía con mis padres[167].
Pero no siempre era en espíritu
solamente cuando yo iba en socorro de los pobres. Yo iba también
corporalmente. Una vez, estaba enferma en cama y vi durante la noche dos
personas que hablaban de cosas piadosas en apariencia, pero su corazón
estaba lleno de malos deseos. Yo me levanté y fui al edificio en
cuestión para separarlos. Cuando me vieron venir, huyeron. Cuando
retorné, me di cuenta que estaba en medio de la escalera del convento y
no pude llegar a mi celda sino con gran esfuerzo, debido a mi debilidad[168].
Otras veces algunas de mis hermanas
han creído verme junto al fogón de la cocina, comiendo a escondidas
alguna cosa de una vasija, o en el huerto cogiendo frutas. Han corrido a
decírselo a la Superiora, pero al ir a verme, me han encontrado
acostada en mi celda gravemente enferma. De estos incidentes mis
hermanas religiosas no sabían que pensar sobre mí[169].
Sobre lo que le aconteció tras el fallecimiento del padre Lambert ella nos dice: Yo
he ido a la iglesia delante del cortejo fúnebre. He visto muchas almas,
una llevaba un cirio encendido. Asistí al oficio divino y me uní al
rezo. Y he visto a Padre Lambert en un jardín celestial donde están
otros sacerdotes y otras almas de su misma condición. Después yo vi a
san Martín y a santa Bárbara, cuya asistencia había implorado[170].
Otro caso. Ayer, 27 de octubre de
1821, fui conducida junto a una mujer que estaba a punto de perderse.
Luché con Satanás delante del lecho de la enferma, pero el demonio me
echó de allí. Era demasiado tarde… Esta mujer estaba casada y tenía
hijos. Era tenida por muy buena y vivía según el mundo y la moda. Tenía
trato ilícito con un sacerdote y había callado en la confesión este
pecado. Había recibido los santos sacramentos y todos se hacían lenguas
de su buena preparación y disposición para bien morir… Todos mis
esfuerzos resultaron vanos. Era demasiado tarde, no fue posible
acercarse a ella y murió. Era espantoso ver a Satanás llevarse aquella
alma. Yo lloré y grité. Una indiscreta anciana entró y consoló a los
parientes de la difunta, hablándoles de su hermosa muerte. Al pasar por
un puente para ir a la ciudad me encontré con muchas personas que
querían ir a la casa de la difunta, y yo me decía a mí misma: “Si
hubieran visto lo que yo he visto, ciertamente huirían de su presencia”[171].
También cuenta que cerca de Münster vio a
una joven de vida disoluta que había dado a luz detrás de una valla y
se dirigía a un profundo estanque para arrojar allí al niño. Y dice: Al
lado de ella, había una figura sombría e insolente. Creo que era el mal
espíritu. Ella tenía al niño en la falda. Me llegué allí y oré.
Entonces vi que el mal espíritu se alejó. La madre, tomando a su hijo,
lo bendijo, lo besó y después ya no tuvo valor para arrojarlo al agua.
Se sentó y lloró amargamente, pues no sabía cómo encontrar auxilio. Yo
la consolé y le inspiré el pensamiento de que acudiera a su confesor.
Ella no me vio, pero se lo dijo su ángel custodio. Me pareció que
aquella joven era de clase media[172].
En otro viaje vi, pasando por encima
del mar, un barco que se hallaba en muy grave peligro, ya que no
pudiendo navegar, estaba a punto de naufragar. En torno suyo se veían
muchos malos espíritus. Iba en él toda una familia de Sicilia, desde el
abuelo a los nietos. Se habían apoderado de muchos tesoros de la Iglesia
con los cuales pensaban construir espléndidas casas cuando llegasen a
tierra. Les dije que se irían al fondo del mar si no renunciaban a esos
bienes injustamente adquiridos y los restituían; les aconsejé que los
pusieran en la orilla y en ellos el nombre y demás señas de su legítimo
poseedor. Habiendo seguido mi consejo, pudieron continuar el viaje sin
ningún obstáculo[173].
Y sigue diciendo: En estos viajes tan
frecuentes que hago para prestar algún auxilio, las personas se
vuelven a Dios y son consoladas… Muchas veces intervengo impidiendo que
se cometa el mal, bien sea infundiendo temor y espanto, o estorbando a
los que están a punto de causar algún daño. En ocasiones he despertado a
algunas madres cuando amenazaba algún peligro a sus hijos[174].
Un día acudí a un gran hospital
militar repleto de soldados heridos, que había en no sé qué lugar a la
intemperie. Veíanse en él alemanes y extranjeros que parecían
prisioneros y venían en carretas. Muchos de los que conducían las
carretas estaban vestidos con casacas grises… Yo entraba allí y ayudaba,
curaba, vendaba y hacía gasas. En mi compañía iban santos que me
ayudaban y ocultaban a mis ojos cuanto había de vergonzoso, pues muchos
de estos infelices estaban desnudos. El olor que exhalaban las llagas de
las enfermedades espirituales era mucho más fétido que el de las
corporales[175].
La noche del 8 de marzo de 1820,
yendo de viaje, he llegado a un lugar donde había caído mucha nieve y he
visto a dos hombres ser apaleados por otros. Uno de ellos cayó muerto.
Me apresuré a ayudarles y me pareció que se asustaban los asesinos. El
otro vivía aún. Vinieron algunos de sus parientes y le condujeron a un
lugar vecino donde había médico. Yo conocí en oración que aquel hombre
sanaría[176].
El 22 de agosto de 1820 hice un largo
viaje conducida por mi guía. Vine a una ciudad más bien luterana que
católica y fui conducida a casa de una viuda enferma. Cuando entramos en
ella mi guía y yo, salía de allí el confesor. Vi todo lo que la enferma
había hecho. Era católica, exteriormente llevaba una vida piadosa y
daba muchas limosnas, pero en secreto era disoluta y había callado sus
pecados en la confesión dieciocho veces, creyendo que repararía esta
omisión dando limosnas a los pobres. Yo me sentía avergonzada y oía que
decía a sus amigas: “He dicho al confesor tal y cual pecado, pero tal
otro no”. Y las amigas se reían. Se apartaron las amigas para dejarle
dormir y mi guía me dijo que era yo mensajera de Dios y que me acercara a
la enferma. Me acerqué y le hablé. No sé si me vio o si vio a mi guía,
pero se quedó pálida como si hubiese sufrido un desmayo, porque le dije:
“Te ríes y has abusado para tu condenación dieciocho veces del
sacramento. Has cometido (y le dije todos sus pecados ocultos). Dentro
de pocas horas vas a comparecer ante el tribunal de Dios. Ten compasión
de tu alma, arrepiéntete y confiésate”.
Apenas me separé de ella, llamó a las
que la asistían y pidió que viniera el confesor. Vino, en efecto, se
confesó de todos sus pecados, recibió los últimos sacramentos y murió.
Sé su nombre, pero no debo declararlo[177].
Me parece cosa admirable que casi
todas las noches tenga que hacer tan largos viajes y tantas cosas.
Reflexionando sobre esto y me digo a mí misma: “Cuando estoy viajando o
ayudando a alguno, todo me parece natural y verdadero, a pesar de que me
hallo enferma y en miserable estado dentro de casa”[178].
El 12 de enero de 1820 dice: Me dijo
mi guía que debía ir al Papa y animarle a que hiciera oración. Me dijo
todo lo que tenía que hacer. Fui en efecto a Roma. Atravesé los muros y
estuve en un ángulo de una habitación, viendo desde arriba a las
personas. Cuando de día pienso en esto, me parece muy extraño. De la
misma manera, también suelo hallarme a menudo junto a otras personas[179].
Otro día, dice: Fui a Roma, donde
había un gran peligro. Querían asesinar al fiel mayordomo del Papa, pero
yo me puse en medio y el cuchillo me penetró por el lado derecho hasta
la espalda. El buen mayordomo se volvió a su morada. En el camino le
salió al encuentro otro traidor que llevaba un cuchillo debajo de la capa. Viendo
yo que con perversa intención le abrazaba amistosamente, me arrojé por
bajo de la capa y recibí una herida en la espalda. Entonces se oyó un
chasquido tal como si el puñal hubiera tropezado en ella. El mayordomo
se defendió y cayó a tierra desmayado. El asesino huyó y acudió gente.
La curación de mis heridas duró todo el mes de enero y padecí todos los
síntomas (fiebre, inflamación…) como habría sucedido normalmente si
hubiese sufrido una herida[180].
Luise Hensel anota otro caso: Una
noche estaba muy enferma y con la mente ausente o por lo menos absorta
interiormente en oración, mientras yo cosía junto a su lecho, cerca de
la lámpara. Fuera el viento era cada vez más fuerte y golpeaba
violentamente contra la ventana. Bruscamente salió de su estado de
ausencia y, mirándome horrorizada, exclamó: “¡Reza, reza, reza! Hay un
barco a la deriva con muchos hombres a bordo. He de volver allí de
nuevo”. Cayó bruscamente hacia atrás y permaneció así acostada durante
media hora. Luego abrió los ojos, me parece que le di a beber un vaso de
agua, pero estaba totalmente agotada y, sin embargo, consolada. Un
poco más tarde le pregunté: “¿Qué ha ocurrido con el barco?”. Me miró
cansada y, bajando un poco la cabeza, me respondió amablemente: “La
tripulación está a salvo”. Desde entonces cada vez que el tiempo sopla
con fuerza me siento impelida a rezar por los navegantes[181].
Luise Hensel recuerda este hecho en sus Recuerdos, anotando que le dijo después: La tripulación se salvó y que el hecho había sucedido en las costas de África[182].
Y para reafirmar que sus viajes en
espíritu eran verdaderos y no pura imaginación, con frecuencia volvía
con heridas corporales. Dice Clemente Brentano en su biografía: Ana
Catalina sintió todas las fatigas de un viaje penoso, se hirió los pies y
tuvo en ellos señales que parecían causadas por piedras o por espinas.
Se torció un pie, que le hizo sufrir mucho tiempo corporalmente.
Conducida en este viaje por su ángel de la guarda, le oyó decir que esas
heridas corporales eran la señal de que había sido arrebatada en cuerpo
y en espíritu… Sus viajes a Tierra Santa los hacía por los caminos más
contradictorios. Algunas veces daba vuelta a la tierra, cuando su marcha
espiritual lo exigía. En el curso de sus viajes, desde su casa hasta
los países más lejanos, socorría a mucha gente y ejercía con ellas las
obras de misericordia espirituales y corporales[183].
Ana Catalina es la santa por excelencia
de la bilocación, puesto que en sus viajes en espíritu viajaba por todas
partes del mundo, hasta China y el Tibet ¡Bendito sea Dios que, por su
medio, pudo hacer tantas maravillas en tantas partes del mundo!
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Ana Catalina es conocida en el mundo por
sus extraordinarias visiones y revelaciones que fueron recogidas y
escritas por Clemente Brentano (1778-1842). Clemente tenía un hermano,
Christian, que a sus 30 años había regresado a la práctica religiosa
después de estar alejado de la Iglesia. El 5 de abril de 1817 Christian
fue a visitar a Ana Catalina. Estuvo viéndola tres meses en Dülmen y
quedó entusiasmado de sus experiencias místicas. Por ello, se apresuró a
contárselo a su hermano Clemente.
Clemente, o Brentano como lo llamaremos
en adelante, era uno de los poetas líricos más representativos de
Alemania. Era apasionado, de carácter inquieto y fuerte, y dotado una
gran imaginación. En 1803 se había unido a una mujer, Sofía Mereau, que
murió al dar a luz la tercera vez, cuando habían ya muerto sus dos hijos
primeros. En 1807 se desposó con la joven Augusta Bussmann de 17 años,
pero el matrimonio se terminó a los pocos meses. Después vivió en
distintos lugares como ave solitaria. Estuvo dos años en Berlín y otros
dos en Bohemia, teniendo frecuentes aventuras amorosas. En 1814 se
estableció definitivamente en Berlín. En 1816 conoce a Luise Hensel, de
18 años, también poeta, se enamora y quiere casarse con ella, pero Luise
se convierte a la fe católica y le invita a acercarse a Dios. El 27 de
febrero de 1817, Brentano hace una confesión general y recibe la
comunión. El 24 de setiembre de 1818 va a visitar en Dülmen a Ana
Catalina. Él mismo le escribe a Luise Hensel:
A las 10:30 de la mañana del 24 de
setiembre de 1818 llegué a Dülmen. Aquí vive la joya más extraordinaria,
la sencilla y enferma, cordial y espiritual, hija de campesinos, a la
que Jesús ha marcado su cuerpo con sus estigmas… Tomé hospedaje en la
Posta (Casa del Correo). El médico (Wesener) me condujo a la casa de
Emmerick. Entramos en una pequeña habitación. Aquí está la querida alma,
el rostro más amable, cordial, sereno, puro y vivaz que se pueda
imaginar. Ella me extendió sus manos llagadas y me dijo rápida y
cordialmente: “Mira, cómo se parece a su hermano, lo habría reconocido
entre mil…
A los seis minutos se confiaba en mí
como si me conociese desde su juventud. Me dijo con gran naturalidad
muchas cosas afectuosas. Al verla me doy cuenta con profunda alegría de
que todos los que aman a Jesús son una sola cosa. Ahora entiendo lo que
es la comunión de los santos. Me quedaré aquí unas semanas… Hoy he visto
sangrar sus heridas, pero esto no me turba ni me espanta. Me alienta su
serenidad. Ella es muy bondadosa y afable, un ser ciertamente celestial
[184].
Brentano, que pensaba quedarse sólo unas
semanas para verla y conocer a fondo los sucesos extraordinarios de su
vida, permaneció en Dülmen hasta su muerte, salvo brevísimas
interrupciones originada por algunos viajes que tuvo que realizar.
Ella le llamaba El peregrino y, según nos dice Luise Hensel, en sus “Recuerdos”:
Debo testimoniar que la queridísima religiosa me dijo un día haber
recibido de Dios la orden de referir sus visiones a Brentano para que
las anotase por escrito[185].
La misma Catalina le dijo a Brentano: Muchas
veces me maravillo de hablarle confidencialmente y confiarle cosas que
normalmente no digo a nadie. Desde el primer momento usted no me era
desconocido, yo lo conocía antes de venir a mí. Frecuentemente en mis
visiones me ha sido mostrado un hombre moreno, sentado junto a mí, que
estaba en disposición de escribir. Por eso, cuando usted entró por
primera vez en mi habitación pensé: “Aquí está él”[186].
Mi esposo (Jesús) me ha dicho que Él no me daba estas visiones para mí, sino para hacerlas escribir y, por tanto, que debía comunicarlas[187].
Clemente Brentano tomó la cosa en serio y
para poder copiar todas sus visiones se estableció definitivamente en
Dülmen y vendió la biblioteca que tenía en Berlín con millares de
libros. Al principio se quedaba casi todo el día con ella para poder
copiar las visiones, pero pronto tuvieron que ponerle límites y darle
sólo una hora por la mañana para que no molestara a la enferma que,
muchas veces, no tenía fuerzas ni para hablar. Ella le hablaba en su
dialecto local, el plattdeutsch (bajo alemán). Él copiaba sus visiones,
estando junto a su cabecera, y regresaba por la tarde después de
haberlo transcrito a la forma correcta, legible y literaria del alemán
normal, para que ella lo pudiera corregir, si había escrito algo
equivocado.
Al respecto, dice Luise Hensel en sus “Recuerdos”: Clemente
solía ir a verla por la mañana de 9 a 10 y anotaba en un pliego lo que
ella le contaba. Después iba a su casa y transcribía todo
detalladamente. Por la tarde regresaba a leérselo y ella a veces
corregía algunas cosas. Una vez protestó y dijo muy contrariada que él
había escrito algo diferente de lo que ella le había dicho. Y lo amenazó
de no contarle más cosas, si modificaba lo que le decía[188].
Hay que aclarar que las visiones de Ana
Catalina no abarcaron sólo al tiempo en que llegó a verla Brentano, sino
también a las que tuvo desde su infancia. El doctor Wesener afirma que
cinco años antes de la llegada de Brentano, ya conocía él la vida
de Jesús y de María al detalle por habérsela contado Ana Catalina. Según Wesener: Ella había visto toda la Pasión de Jesús como si hubiese asistido realmente a ella[189].
Brentano publicó en 1833 La Dolorosa Pasión de Nuestro Señor Jesucristo,
de acuerdo a las visiones que le contó Ana Catalina, pero algunos
autores consideran que no son auténticas, porque en una oportunidad él
le confesó a Luise Hensel que, en algunos casos, había completado por su
cuenta los detalles que faltaban a la Obra.
Luise Hensel afirma al respecto: Clemente
me dijo en varias ocasiones que en “La Dolorosa Pasión” dice muchas
cosas que no proceden de Ana Catalina. Que había copiado mucho del padre
Martin de Cochem, con cuyos escritos las visiones de Ana Catalina
ofrecían mucha semejanza[190].
Su hermano Christian también habló de que
para completar algunos datos usó los escritos de santa Brígida, Madre
María Ágreda y quizás algunos otros. De todos modos, no podemos negar
que fue un hombre honesto y quitando algunos detalles, la inmensa
mayoría de lo que describe es realmente producto de las visiones
auténticas de Ana Catalina. De ahí que el médico Wesener pudo decir: Lo conozco desde hace casi seis años y doy testimonio que él es un hombre honesto y de buena voluntad[191].
Sin embargo, al no haber seguridad
absoluta de que tal o cual detalle de la narración sea de Ana Catalina o
añadido por Brentano, los escritos de La Dolorosa Pasión y de la Vida de la Santísima Virgen María, fueron excluidos en 1927 por la Congregación de Ritos para el Proceso de la Causa de beatificación de Ana Catalina.
De todos modos, podemos decir que de hecho el libro de La Dolorosa Pasión
ha hecho un bien inmenso y lo sigue haciendo a quienes lo han leído.
Incluso, el famoso director de cine Mel Gibson se inspiró en este libro
para hacer la película La Pasión.
Su libro de la Vida de la Santísima Virgen María lo
dejó incompleto y lo terminó su hermano Christian, que lo publicó en
1851. Pero Brentano dejó muchas visiones transcritas sin publicar. Este
tesoro espiritual, escrito en miles de páginas, lo pudo recoger el padre
Carlos E. Schmoeger y escribir así su famoso libro Vida y visiones de Ana Catalina Emmerick en tres tomos en la edición francesa.
En el caso del padre Schmoeger es más
fácil asegurar la autenticidad de las visiones que él narra, pues él no
las manipuló, sino que las dejó tal como las había transcrito Brentano
con el visto bueno de Ana Catalina.
Actualmente, están publicados los escritos de Ana Catalina en seis partes. La Dolorosa Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, La vida de la Santísima Virgen María, El primer año de enseñanza de Jesús, El segundo año de enseñanza de Jesús, El tercer año de enseñanza de Jesús y Misterios del Antiguo y Nuevo Testamento.
Estos cuatro últimos fueron escritos por el padre Carlos Schmoeger, que
no sólo aprovechó los escritos de Brentano, sino también de los
testigos más inmediatos de la santa como el doctor Wesener y el
director Overberg.
Para comprobar la autenticidad esencial
de las visiones de Ana Catalina, podemos poner como ejemplo el hallazgo
de la casa de la Virgen en Éfeso. Según el relato escrito en “La vida de la Santísima Virgen María”, la
casa de María se encuentra a unas tres horas de Éfeso sobre una colina
situada a la izquierda de la carretera de Jerusalén. La montaña cae a
pico hacia Éfeso que se divisa, viniendo del sudeste[192].
El 1891, el padre Jung, sacerdote
lazarista, acompañado por otro hermano y dos laicos, se dirigieron hacia
Éfeso, en Turquía, para estudiar la realidad del relato de acuerdo a la
visión de Ana Catalina. Encontraron una capilla en ruinas que eran los
restos de un modesto y antiguo santuario que la tradición local llamaba Panaghia Kapulu
(puerta o Casa de la Santísima). Ese sería el lugar donde vivió la
Santísima Virgen en Éfeso los últimos años de su vida. Y los fieles
ortodoxos acuden a él anualmente el día de la Asunción, en
peregrinación.
Las coincidencias entre el relato de
Brentano y la realidad eran tan grandes que se hicieron excavaciones
arqueológicas en 1892, sacando a luz los cimientos de una casita
edificada entre los siglos I y II y cuyo plano corresponde a lo que
indica Ana Catalina como vivienda de María. La noticia se extendió
rápidamente y, ya en 1896, acudieron un millón de fieles en
peregrinación.
En la actualidad en ese lugar está el santuario Meryem Ana
(Casa de María), cuya importancia como lugar de peregrinación se debió
sobre todo al impulso que el dio el obispo Descuffi de Izmir, entre los
años 1937 y 1966. Es el santuario mariano más importante de Turquía, que
atrae a miles de peregrinos cada año. El 26 de Julio de 1967 lo visitó
el Papa Pablo VI y el 30 de noviembre de 1979 el Papa Juan Pablo II.
Si hoy la Casa de la Virgen de Éfeso es
un lugar venerado por cristianos, hebreos y musulmanes, se debe a Ana
Catalina Emmerick, que, sin moverse de su lecho de enferma, pudo dar
detalles al Peregrino. Por eso, no se excluyen otros hallazgos, siguiendo sus visiones.
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Ana Catalina sobresalía en muchas
virtudes, pero sólo hablaremos de algunas, como la pureza, la
obediencia, la caridad, la alegría y la amistad.
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Respecto de a sus luchas por vivir esta virtud Ana Catalina afirma: Parecía
que el diablo y los hombres se hubieran aliado para arrastrarme al
pecado y a menudo tuve que resistir a los requerimientos de los
muchachos, especialmente los de un tal N. que una vez estuvo dos horas
acosándome[193].
Sus padres habrían consentido en un
buen partido… Su madre le insistía en que saliera con su hermano a
distraerse y divertirse con otros jóvenes y que fuera a cantar y bailar[194].
Ella confesó que había tenido fuertes
tentaciones contra la pureza de parte de demonios y de hombres, pero
que jamás en su vida tuvo necesidad de confesarse de algo contrario a la
castidad. Durante mucho tiempo ni siquiera había sabido que Dios la
había preservado de ese pecado por una gracia especial. Ella creía que
así era con todos los hombres. Había podido cuidarse de la impureza y
nadie la tocó jamás[195].
Ella cuidaba mucho su pureza. Debido a
ello, el doctor Wesener afirma que ella aceptaba cualquier cosa que
pudiese aliviar sus sufrimientos, excepto que no afectara a su pudor. Ella sufría muchas veces de retención urinaria, pero no quería que se utilizara la sonda para evacuarle la orina[196].
En la investigación civil lo que más le hizo sufrir, hasta quedar
agotada, fue la falta de pudor con que la trataron. El doctor Wesener
declara que ella le contó lo siguiente: Estaba completamente llena
de vergüenza, porque me obligaron a desnudarme y las frases que oía me
llenaron de sonrojo. Cuando intenté cubrirme un poco el pecho me
volvieron a arrancar la camisa[197]. Tuvo que sufrir esa prueba para poder asemejarse en esto también a Jesús.
Su pureza brillaba en sus ojos limpios de
malas intenciones. Era muy discreta en presencia de hombres, pero muy
cariñosa, cuando estaba, por ejemplo, con su gran amiga Luise Hensel, a
quien besaba y abrazaba con ternura y afecto al igual que a los niños.
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Otra virtud en la que sobresalió fue en
la obediencia. Esto se manifestaba especialmente cuando, estando en
éxtasis, la llamaba su confesor. Dice el doctor Wesener: El señor
Brentano me comunicó que un día hizo una experiencia. Ella estaba
dormida y le pidió al padre Limberg que le pidiera por obediencia con
palabras en latín que se despertara. El padre se acercó a ella y le dijo
en voz baja en latín: “Debes obedecer, levántate”. La enferma se
despertó inmediatamente y quería levantarse. Al preguntarle qué quería,
respondió: “Me llaman”.
Al día siguiente, el padre, sin decir
una palabra, escribió en un papel: “Obedece, levántate para hacerte la
cama”. El padre quería colocar el papel debajo de su cabeza, pero al
momento que el papel tocó su cabeza se despertó con un profundo suspiro
y dijo: “Me están llamando”. Esta experiencia la hicieron varias veces[198].
Otro día, en que no estaba el padre
Limberg, el señor Brentano quería que se despertara para que le hiciera
la cama y tomó el papelito escrito por el padre Limberg y ella se
despertó de inmediato, diciendo: “Ya voy, me llaman”[199].
Esta obediencia inmediata a la llamada
del confesor, cuando estaba en éxtasis o para obedecer cualquier orden
de su Superiora, llegaba al extremo de obedecer en tomar las medicinas
que mandaba el doctor, aún sabiendo que le hacían daño a la salud y que
debía pagar con su dinero el gasto de las medicinas.
Uno de sus mayores pesares era que la
Priora le daba muy pocas o casi ninguna orden… Cuando la Superiora no
le daba orden alguna, ella se aplicaba con gran celo a leer y releer la
Regla con objeto de observarla escrupulosamente[200].
Y para más cumplir el voto de obediencia,
deseó morir como religiosa y pidió a la madre Hackebram, su antigua
Priora, que estuviera presente, en calidad de representante de su
antigua Comunidad, al momento de administrarle la extremaunción[201].
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c) Caridad con los pobres
Desde muy niña tenía un cariño especial
por los más pobres, a quienes ayudaba cuanto podía. Cuando algún pobre
llamaba a su puerta, ella le salía al encuentro y le decía con
sencillez: Espera, espera, y te traeré un pan. Su madre la
dejaba y nunca la reprendía. Llegó hasta quitarse algunas prendas de su
vestido para dárselas a los mendigos y supo conseguir con suaves
palabras que sus padres aprobaran este acto[202].
Ella misma dice: Cuando me sentaba a
la mesa para comer, dejaba lo que más me gustaba o alguna parte y decía:
“Esto te lo doy a Ti, Señor, con todo mi corazón para que Tú lo des a
aquellos pobres que más lo necesitan”[203].
Todos los años, especialmente por
Navidad, regalaba vestidos para los pobres. A pesar de los continuos
dolores de las llagas, desde su cama de enferma procuraba trabajar y
hacer algo útil. Nunca podía estar ociosa. Y se dedicaba continuamente a
confeccionar vestidos o gorritos u otras prendas de vestir para los
pobres. Su sobrina María Catalina Emmerick en el Proceso certifica: Su
mayor alegría era ejercer la caridad. Cuando no se lo impedía la
enfermedad, cosía constantemente para los niños pobres. Luise Hensel y
Apolonia Diepenbrock se sentaban junto a su lecho y le ayudaban a
confeccionar ropa para los niños[204].
Ella, a pesar de su pobreza, siempre
encontraba modos de socorrer a los necesitados. En una ocasión, le dio
doce groschen al doctor Wesener para que se los entregara a un sastre
que poseía una vaca, la cual acababa de morir. En otra ocasión le rogó
que avisase a unos mendigos para darles comida, dinero y vestidos. Otro
día supo que alguien estaba a la puerta pidiendo, y envió al doctor
Wesener para que le entregase algo de dinero que tenía ahorrado. Para ella, ayudar a los pobres y atenderlos era una obra plenamente grata a Dios[205].
La pensión que recibía del gobierno de
132 táleros anuales, la distribuía a los pobres, de modo que murió tan
pobre como los más pobres[206].
Ella pudo decir al final de su vida: Siempre
he considerado el servicio al prójimo como la mayor de las virtudes.
Desde mi juventud he pedido a Dios que me dé fuerza para servir a mi
prójimo y serle útil[207].
Su sobrina María Emmerick declaró: Mi
tía tenía un carácter jovial y era sencilla y natural… Era pobre, vivía
de una pequeña pensión del gobierno después de la secularización del
convento. Le ofrecían muchos regalos, pero no retenía nada para sí, todo
lo daba a los pobres[208].
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A pesar de que Ana Catalina sufría tanto
por sus llagas y por tantas enfermedades, era una persona muy amable,
jovial y con sentido del humor. Dicen los testigos del Proceso que era
especialmente amable y cariñosa con los niños[209]. Se
ponía muy alegre cuando venían las almas del purgatorio a darle las
gracias por su ayuda por haberlas sacado de allí y se iban al cielo.
Al morir su madre, lloró mucho; pero el
mismo día por la tarde, la encontraron muy alegre y, al preguntarle el
porqué, respondió: Porque mi madre ha salido del purgatorio y yo estoy feliz[210].
Otra fuente de inmensa alegría era obedecer. Ella dice: La
obediencia era mi fuerza y mi consolación. Gracias a la obediencia, yo
podía orar alegre y contenta y podía estar con Dios con el corazón libre[211].
Especialmente le daba gran alegría el poder hacer felices a los demás. Dice el padre Overberg: Ella sentía una gran alegría cuando podía hacer algún servicio a cualquiera de las hermanas que la habían herido[212].
Esto mismo reafirmó Clara Söntgen: En el convento su mayor alegría era poder hacer algún servicio a sus hermanas, especialmente a las que no la querían[213].
En la mesa, tomaba lo menos agradable
y dejaba lo mejor a otras. Y ello lo hacía siempre con alegría y placer
de lo que yo me asombraba[214].
Pero, sobre todo, la fuente de toda su
alegría era la comunión de cada día. En esos momentos de unión íntima
con su Señor y su Dios, ella se sentía en el cielo y, por eso,
normalmente, después de comulgar, se quedaba en éxtasis, perdiendo los
sentidos y viviendo unos momentos de cielo.
Todos los que la conocieron están de
acuerdo en reconocer su dulzura y amabilidad de trato y también en su
humor festivo y jocoso[215].
Durante la investigación civil, había un
médico muy gordo que la aborrecía y le hacía sufrir. Cuando más tarde se
hablaba de él, Ana Catalina, con sentido del humor, comentaba
sonriendo: Bah, yo le resultaba antipática por lo delgada que soy[216].
Ciertamente, como diría un testigo del Proceso: No se pueden imaginar lo afable que era y cuán exquisita era su bondad[217].
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Ana Catalina era amiga de todos y por
todos estaba dispuesta a sufrir. Cuando le hacían algún servicio era muy
agradecida. Brentano dice: Había cosas que, por descuido, por
inadvertencia o torpeza, le causaban graves molestias. Así, por ejemplo,
junto a su lecho había una hendidura en el muro por donde penetraba el
aire helado y nadie se había percatado de taparla. La tapé con un pedazo
de hule y ella me lo agradeció muchísimo[218].
Al final de su vida eran muchas las
personas que venían a darle gracias y a pedirle oraciones. Ella recibía a
todos por igual, a ricos o pobres, católicos o protestantes. En
ocasiones la visitaban soldados que partían a la guerra para pedirle
oraciones, y ella los encomendaba. Más de uno regresó para darle las
gracias, convencido de que debía a sus oraciones el hecho de continuar
vivo, pues había participado en batallas en las que todo el mundo caía a
su alrededor[219].
Normalmente las personas que iban a
visitarla con buena voluntad se quedaban prendadas de su amabilidad y
acababan haciéndose amigas de ella. Así le pasó al padre Lambert, al
padre Limberg, a Christian Brentano y a su hermano Clemente Brentano, el
escritor de sus visiones; lo mismo sucedió con el conde de Stolberg,
Apollonia von Diepenbrock, que la ayudaba en sus ratos libres a coser y a
su médico de cabecera, el doctor Wesener.
Pero su mejor amiga fue Luise Hensel
(1798-1876). Era hija de un pastor protestante que vivía en Berlín.
Hacía tiempo que se sentía atraída hacia la fe católica y era amiga de
Clemente Brentano, que quería casarse con ella, pues era poeta como él y
tenía un alma bella. Se convirtió al catolicismo el 23 de noviembre de
1818, aunque lo mantuvo oculto durante un tiempo. Pensó en hacerse
religiosa, pero las circunstancias no le fueron favorables.
El 13 de abril de 1819 fue a visitar por primera vez a Ana Catalina y su impresión fue inolvidable. Dice en sus “Recuerdos”: Me
recibió con gran afabilidad, ¡manifestando una amabilidad tan humana…!
En cuanto estuvimos solas, me besó tiernamente y me acarició como se
acaricia a un niño. Yo me sentía profundamente humillada, pensando en
mis pecados y en las estupideces que había hecho; y, mientras me
acariciaba y me besaba, le dije estas torpes palabras: “que si supiera
lo que era yo, no me acariciaría tan afectuosamente”. Entonces me soltó
de golpe, me miró de tal manera que sentí que penetraba hasta lo más
profundo de mi ser. Luego me dijo muy seriamente: “Créeme, yo llego
hasta el fondo del corazón de los que vienen a mí. Dios me ha hecho ese
regalo”. A continuación me sonrió amablemente y me dijo: “Tienes buena
voluntad”, y volvió a acariciarme[220].
Este encuentro marcó el comienzo de una
amistad imperecedera y entrañable. Las obligaciones de Luise no le
permitieron permanecer en Dülmen. Regresó en abril de 1821 para pasar
ratos deliciosos junto a la enferma, a quien cuidaba con amor. Dice
Luise: Cuando le arreglaban la cama, la tomaba en mis rodillas o
entre mis brazos, y me daba la impresión de que no pesaba nada. Su
rostro no se correspondía con su extremada delgadez. No tenía arrugas,
ni tampoco demacrado el rostro. Cuando hablaba de cosas santas su
expresión era muy bella y muy joven. Yo disfrutaba viéndola así, y a
menudo la provocaba haciéndole preguntas. Pero tenía el cuello tan
delgado que, a través de los pliegues de la piel, se podían distinguir
la tráquea y los tendones[221].
De ella siempre guardará un hermoso recuerdo. Por eso, cincuenta años después de su última visita, escribirá: Me
queda el tierno recuerdo del modo en que un día, en el momento de
marchar bendijo mis ojos, mi boca, mi pecho y mis hombros rezando en voz
baja; yo no entendía nada, hasta que al bendecir mis hombros dijo en
voz alta e inteligible: “Para que se hagan lo bastante fuertes como para
llevar lo que Tú llevaste”. ¡Cuántas veces he meditado esta frase! Me
regaló también una vieja estampa en la que se ve un corazón que sube al
cielo rodeado de cruces por todas partes; debajo se lee: “Por numerosas
cruces y padecimientos, hacia el lugar de la alegría”. Y añadió que
aquello tenía que realizarse en mí[222].
Especialmente era amiga de los niños, que eran la niña de sus ojos, por los que trabajaba haciéndoles vestidos.
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Una vez recibió de una bienhechora dos
libras de café por el día de su fiesta. Hizo su desayuno con ese café
durante todo un año sin que disminuyera en absoluto, de modo que ella se
alegraba mucho. Pero al caer gravemente enferma, se acabó ese alimento.
Otra vez, al regresar del coro a su
celda, que había dejado cerrada, se encontró en la ventana dos táleros.
Ella se los entregó a la Superiora, quien le autorizó para comprar una
provisión de café, que le duró (milagrosamente) mucho tiempo[223].
Ella recuerda: Un día la condesa de
Galen me obligó a tomar dos piezas de oro para que se las diese a los
pobres. Yo las cambié por pequeñas monedas con las que compré el
material necesario para hacer vestidos y zapatillas que luego
repartiría. Este dinero fue maravillosamente bendecido por Dios, porque
todas las veces que terminaba las pequeñas monedas, encontraba de nuevo
las dos piezas de oro en mi bolsillo y de nuevo las hacía cambiar. Así
ocurrió hasta que tuve una enfermedad en que estuve dos meses muy mal[224].
Otro día el médico del convento, que
era un poco tosco, había reprendido a una pobre mujer que tenía un dedo
muy mal y cuyo brazo estaba muy inflamado y casi negro. Le dijo que
tendría que cortarle el dedo. La pobre mujer, pálida de terror, vino a
verme y me rogó la ayudase. Yo recé por ella. Hablé con la Madre y me
permitió vendarle la llaga. Tomé salvia, mirra y hierba de Nuestra
Señora, lo hice hervir con agua y un poco de vino, añadí un poco de agua
bendita y le hice un cataplasma para el brazo. Fue Dios mismo quien me
lo inspiró, pues a la mañana siguiente, el brazo estaba totalmente
desinflamado. El dedo, que todavía estaba mal, lo hice mojar con aceite y
cenizas calientes. Al final se abrió, saliendo una gruesa espina. La
mujer muy pronto curó[225].
Luise Hensel cuenta otro caso. Un
día, cuando me había puesto el abrigo y los guantes para volver a la
posada, sacó de una cajita que tenía cerca de la cama unos trozos de
tela que la querida Apollonia Diepenbrock le había dado, así como unos
patrones de papel y unas grandes tijeras, y me pidió que cortara unos
gorros y unas chaquetas para niño. Estábamos en tiempo de Adviento y
ella cosía siempre con la Virgen María para el niño Jesús. Yo le objeté
que había caído la tarde, que estaba oscuro y que no podría trabajar
durante la noche. Le dije que volvería a la mañana siguiente para cortar
todo lo que quisiera. Pero insistió en que le cortara los patrones de
dos chaquetitas y de tres o cuatro gorros que, al menos en parte,
estaban compuestos de pequeños retales. Por fin, satisfecha, reunió los
recortes en un paquete que dejó a su lado y me dejó marchar.
Imposible describir mi sorpresa
cuando, al llegar al día siguiente para coser aquellas prendas con ella
–yo pensé que en un día no tendría tiempo de acabar ni siquiera una–, le
vi colocar delante de mí, encima de la manta, una tras otra, las
prendas acabadas, alisadas, cosidas sin el menor defecto. Sonreía
maliciosamente. La mejor costurera no habría podido acabar en una noche
todos aquellos esmerados trabajos de costura, tan finos, sin ningún
defecto, incluso si hubiera estado en una habitación caliente, bien
iluminada, ¡y con las manos sanas! Y sin embargo, aquel trabajo,
realizado en medio de la más completa oscuridad, era claramente un
milagro. Uno de aquellos gorritos había sido hecho con catorce o quince
pequeños trozos de tela[226].
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CAPÍTULO SEXTO. LOS NOVÍSIMOS
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Veamos lo que Ana Catalina nos dice del
infierno, lo que conocía por experiencia y no sólo de oídas. Según el
Catecismo de la Iglesia, el infierno es el estado de autoexclusión
definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados (Cat 1033).
Un día fue llevada por su ángel a ver el infierno. Hallándome
una vez muy turbada y abatida a la vista de las miserias que me
rodeaban y de tantas penas y violencias como sentía, pidiendo a Dios que
se dignara concederme siquiera un día tranquilo, pues vivía como en el
infierno, mi guía me reprendió muy severamente. “Para que no compares tu
estado con el infierno”, me dijo: “voy a mostrarte el infierno”…
Llegamos a un país espantoso. Cuando llegué al lugar de espanto, me
pareció que entraba en un mundo desconocido. Cuando me acuerdo de lo que
vi, tiemblo de pies a cabeza. Al principio lo vi todo globalmente; allí
había una sima tenebrosa, todo era fuego, tormentos, noche. Los límites
del horizonte eran siempre la noche. Al acercarme vi un país de
infinitos tormentos[227].
Otro día, cuando el ángel abrió la
puerta del infierno, me vi en medio de una confusión de voces de
espanto, de maldiciones, injurias, aullidos y lamentos. Algunos ángeles
lanzaron hacia abajo ejércitos enteros de espíritus malignos. Todos se
vieron obligados a reconocer a Jesús y adorarle, y éste fue su mayor
tormento. Gran multitud de ellos fueron encadenados en un círculo
alrededor de otros que estaban también sujetos; en medio de ellos había
un abismo tenebroso. Lucifer fue arrojado con cadenas en él y allí a su
alrededor todo eran tinieblas[228].
Cuando iba a orar al cementerio de
noche, sentía yo en algunos sepulcros una oscuridad más profunda que la
de la misma noche; esto me parecía más negro que lo enteramente negro,
como sucede cuando se abre un agujero en un paño negro, que el agujero
parece todavía más negro que el paño.
A veces veía salir de ellos como un
vaho negro que me estremecía. Me sucedía también que cuando el deseo de
ayudar me impulsaba a penetrar en estas tinieblas, me sentía repelida
hacia atrás. En estos casos la idea viva de la santísima justicia de
Dios era para mí como un ángel que me libraba de lo que hay de espantoso
en tales sepulcros[229].
El infierno es el rechazo a Dios y a su amor, es no poder decir Jesús jamás.
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El purgatorio es el estado de purificación en que están las almas después de la muerte, porque en el cielo no puede entrar nada manchado (Ap 21, 27). El catecismo de la Iglesia católica afirma que los
que mueren en gracia, pero están imperfectamente purificados, sufren
después de su muerte una purificación a fin de obtener la santidad
necesaria para entrar en la alegría del cielo (Cat 1030).
En el purgatorio no hay desesperación,
porque están seguros de la salvación. Ana Catalina sintió desde su más
tierna edad la necesidad de orar por ellos. Y así nos dice: Siendo
todavía niña fui conducida por una persona, a la cual no conocía, a un
lugar que me pareció el purgatorio. Vi muchas almas allí que sufrían
vivos dolores y que me suplicaban que rogara por ellas. Me parecía haber
sido conducida a un profundo abismo donde había un amplio espacio que
me impresionó mucho, me llenó de espanto y turbación. Vi allí a hombres
muy silenciosos y tristes, en cuyo rostro se vislumbraba, a pesar de
todo, que en su corazón se alegraban, como si pensaran en la
misericordia de Dios. Fuego no vi ninguno; pero conocí que aquellas
pobres almas padecían interiormente grandes penas.
Cuando oraba con gran fervor por las
benditas almas, oía voces que me decían al oído: “¡Gracias, gracias!”.
Una vez había perdido, yendo a la iglesia, una pequeña medalla que mi
madre me había dado, lo cual me causó mucha pena. Consideré que había
pecado por no haber cuidado mejor de aquel objeto y con esto me olvidé
de rezar aquella tarde por las benditas almas. Pero cuando fui al
cobertizo por leña, se me apareció una figura blanca, con manchas
negras, que me dijo: “¿Te olvidas de mí?”. Tuve mucho miedo y al punto
hice la oración que había olvidado. La medalla la encontré al día
siguiente bajo la nieve, cuando fui a hacer mi oración.
Siendo ya mayor iba a misa temprano a
Koesfeld. Para orar mejor por las ánimas benditas tomaba un camino
solitario. Si todavía no había amanecido, las veía de dos en dos oscilar
delante de mí como brillantes perlas en medio de una pálida llama. El
camino se me hacía muy claro y yo me alegraba de que las almas
estuvieran en torno mío, porque las conocía y las amaba mucho. También
por la noche venían a mí y me pedían que las aliviase[230].
Es muy triste que actualmente se
socorra tan poco a las ánimas benditas. Es muy grande su desdicha, pues
no pueden hacer nada por su propio bien. Pero cuando alguno ruega por
ellas o padece o da alguna limosna en sufragio de ellas, en ese mismo
momento se permuta esta obra en bien suyo, y ellas se ponen tan
contentas y se reputan tan dichosas como aquel a quien dan de beber agua
fresca cuando está a punto de desfallecer[231].
Esta noche (27 de setiembre de 1820)
he pedido mucho por las ánimas benditas, y he visto muchos admirables
castigos que ellas padecen, y la incomprensible misericordia de Dios. He
visto la infinita justicia y misericordia de Dios, y que no hay cosa
alguna verdaderamente buena en el hombre que no le sea útil. He visto el
bien y el mal pasar de padres a hijos y convertirse en salud o desdicha
por la voluntad y cooperación de éstos. He visto socorrer de un modo
admirable a las almas con los tesoros de la Iglesia y con la caridad de
sus miembros. Y todo esto era una verdadera sustitución y satisfacción
por sus culpas, no faltándose ni a la misericordia ni a la justicia
aunque ambas son infinitamente grandes.
He visto muchos estados de
purificación; en particular he visto castigados a aquellos sacerdotes
aficionados a la comodidad y al sosiego, que suelen decir: “Con un
rinconcito en el cielo me contento; yo rezo, digo misa, confieso, etc.,
etc.”. Éstos sentirán indecibles tormentos y vivísimos deseos de buenas
obras, y a todas las almas a quienes han privado de su auxilio las verán
en su presencia, y tendrán que sufrir un desgarrador deseo de
socorrerlas. Toda pereza se convertirá en tormento para el alma, su
quietud en impaciencia, su inercia en cadenas, y todos estos castigos
son, no ya invenciones, pues que proceden clara y admirablemente del
pecado, como la enfermedad del daño que la produce[232].
¡Oh, cuántas gracias he recibido de
las benditas almas! ¡Ojalá quisieran todos participar conmigo de esta
alegría! ¡Qué abundancia de gracias hay sobre la tierra, pero cuánto se
las olvida, mientras que ellas suspiran ardientemente! Allí, en lugares
varios, padeciendo diferentes tormentos, están llenas de angustia y de
anhelo de ser socorridas. Y aunque sea grande su aflicción y necesidad,
alaban a Nuestro Señor. Todo lo que hacemos por ellas les causa una
infinita alegría[233].
El doctor Wesener relata en su “Diario”: El
padre Limberg se quedó una noche a cuidarla, porque no estaba en casa
su hermana y Catalina estaba muy mal. Hacia las 11 de la noche, estando
junto a su lecho, apoyado sobre una mesita, oyó que alguien tocaba como
con una llave. Se levantó, miró por todas partes y no encontró nada
raro. Otras veces, ocurrió el mismo fenómeno y no pudo encontrar la
causa de aquellos golpes. Dos semanas más tarde, el padre Limberg me
dijo que la enferma había oído los ruidos durante la noche y que habían
sido las almas del purgatorio; porque desde hacía tiempo ella no había
rezado por ellas[234].
En octubre de 182l, como se acercaba el día de Todos los difuntos, ella hacía duros trabajos por la noche en favor de las almas en pena, conocidas o desconocidas. A
veces se aparecía un alma o su ángel para pedir tal cosa como
satisfacción. Una noche vino el alma de una difunta y le dijo que un
bien mal adquirido le había sido transmitido por sus padres y que ahora
lo tenía su hija y quería que le advirtiera que hiciese un largo viaje
en medio de la nieve para devolverlo[235].
Ella nos dice: Cuando iba al
purgatorio, no sólo conocía a mis amigos, sino también a parientes de
ellos, a quienes nunca había visto. Entre las almas más abandonadas he
visto a aquellas pobres de quien nadie se acuerda y cuyo número es
grande, pues muchos hermanos nuestros en la fe no hacen oración por
ellas. Por estas pobres almas olvidadas, ruego yo sobre todo[236].
En ocasiones veía pasar delante de sus ojos, durante la noche, una intensa luz y oía decir: Te lo agradezco. Ella creía que era un alma del purgatorio, que venía a darle las gracias[237].
Clara Söntgen informó en el Proceso: Por
la noche, cuando estábamos acostadas, rezábamos juntas por las almas
del purgatorio. Solía ocurrir que, cuando habíamos terminado nuestra
oración, una hermosa luz surgía ante nuestro lecho. Llena de alegría,
Emmerick me decía: “¡Mira, mira esa luz maravillosa!”. Pero yo estaba
tan asustada que no me atrevía a mirar[238].
Una mañana le dijo al padre Rensing: Diga a la gente en el confesionario que rece mucho por las almas del purgatorio… Ellas (al salir)
rezarán por nosotros en agradecimiento. Rezar por ellos es agradable a
Dios, porque les ayudamos a gozar más rápidamente de la visión beatífica[239].
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La Iglesia no descarta la existencia de
un limbo temporal para los niños muertos sin bautismo antes de que vayan
al cielo. Sobre este punto Ana Catalina tuvo revelaciones
esclarecedoras en un tiempo en que todavía estas ideas de la salvación
de estos niños estaban muy lejanas. Ella cuenta la historia real de una
mujer que había matado al hombre que la había violado y también había
matado al niño que había sido concebido. Y dice: Al poco tiempo,
murió arrepentida también esta mujer que deberá padecer en expiación
todos los años que la providencia divina tenía destinados de vida a su
hijo hasta que el niño, con el transcurrir del tiempo, haya alcanzado el
momento de gozar de la luz eterna[241].
Otro caso real, que ella misma nos
relata, es sobre una joven campesina, que dio a luz a su hijo
secretamente por temor a sus padres. El niño murió sin bautismo al poco
tiempo. Y dice: Yo he sentido verdadera solicitud por ese pobre niño
muerto antes del bautismo y me he ofrecido a Dios para satisfacer y
expiar por él… Ya hace mucho tiempo que he tenido revelación sobre el
estado de estos niños que mueren antes del bautismo. No puedo explicar
con palabras aquello en lo que veo consistir su pérdida, pero me siento
tan conmovida que siempre que vengo a saber de un caso semejante me
ofrezco a Dios con la oración y el sufrimiento para satisfacer y expiar
por aquello que otros han descuidado a fin de que el pensamiento y el
acto de caridad que yo hago puedan compensar lo que falta en virtud de
la comunión de los santos[242].
Otro caso: Un día se me apareció un
niño de tres años de edad, que había fallecido sin bautismo. Me dijo que
no podía ser sepultado y que yo debía ayudarlo. También me dijo lo que
debía hacer para su aprovechamiento con continuas plegarias… Al día
siguiente, vino a verme una pobre mujer de Dülmen, pidiendo ayuda para
cubrir los gastos de la sepultura de su hijo muerto. Era el mismo que yo
había visto la noche anterior. Lo hicimos sepultar. Y todo esto lo
hicimos en sufragio y mérito del alma del niño[243].
Después de haber sepultado al niño lo vi de nuevo. Y ahora estaba
radiante y se iba a una fiesta, donde muchos niñitos estaban reunidos en
alegre diversión[244]. La obra buena de sepultarlo y las oraciones de Ana Catalina consiguieron que fuera liberado y fuera al cielo, alegre y feliz.
Por eso, ella misma dice: Se debe orar para que ningún niño muera sin bautismo[245].
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Según el catecismo de la Iglesia, el cielo es la comunión de vida y amor con la Santísima Trinidad, con la Virgen María, los ángeles y todos los santos (Cat 1024).
Ana Catalina vivía momentos de cielo en
la tierra, cuando estaba en éxtasis, especialmente después de la
comunión. También tuvo muchas visiones relativas al cielo: Vi una
innumerable multitud de santos en infinita variedad, siendo sin embargo
una sola cosa en cuanto a lo interior de su alma y en su modo de sentir.
Todos vivían y se movían en una vida de alegría y todos se penetraban y
se reflejaban los unos en los otros. El espacio era como una cúpula
infinita, llena de tronos, jardines, palacios, arcos, ramilletes de
flores, árboles, todo unido con caminos y sendas que brillaban como el
oro y las piedras preciosas. Arriba en el centro había un resplandor
infinito: el trono de la divinidad.
Todos los religiosos estaban juntos
según su Orden y dentro de él se hallaban colocados más o menos altos
según habían sido sus vidas… Los jardines eran indeciblemente hermosos y
resplandecientes… Todos cantaban una hermosa canción y con ellos
cantaba también yo. Entonces, miré a la tierra y la vi yacer entre las
aguas a modo de una pequeña mancha. Todo lo que había en torno mío me
parecía inmenso. ¡Ah, es tan corta la vida! ¡Llega tan rápidamente su
fin! Pero es tanto lo que se puede ganar en poco tiempo, que no me
atrevo a entristecerme. Con gusto, quiero aceptar todas las penas que
Dios me envié[246].
Ciertamente, la vida es tan corta que
vale la pena aprovechar bien el tiempo y vivir para la eternidad. El
cielo nos espera. Dios, como padre amoroso, nos espera con los bravos
abiertos para darnos una felicidad sin fin. El cielo será la plenitud de
la felicidad, la felicidad colmada, donde todos hablaremos el lenguaje
del amor. Ahora bien, no todos serán igualmente felices. Nuestro cielo
será tan grande como la medida de nuestro amor. Por tanto, lo importante
es aprovechar bien el tiempo para crecer cada día en el camino del
amor, para tener cada día más capacidad de amar, ya que según esa
capacidad seremos más o menos felices en el cielo.
No nos cansemos nunca de amar, de hacer el bien, de servir, porque como decía san Agustín, la medida del amor es el amor sin medida (Epist 109, 2)
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CAPÍTULO SÉPTIMO. SUS GRANDES AMORES
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1. AMOR A JESÚS EUCARISTÍA
Desde el día de su primera comunión,
Jesús Eucaristía se constituyó en el centro y esencia de su vida. Sin Él
no podía vivir y lo amaba con todo su corazón. Por eso, le dolía tanto
cuando veía sacerdotes que celebraban la misa por rutina y sin devoción.
Sobre ello nos dice: Veo a todas horas del día y de la noche las
misas que se dicen en todo el mundo y en comunidades muy remotas, donde
todavía se celebra como en tiempo de los apóstoles. Sobre el altar se me
ofrece en visión una asistencia celestial con que los ángeles suplen
las negligencias de los sacerdotes. Por las faltas de devoción de los
fieles ofrezco yo también mi corazón y pido a Dios misericordia. Veo
muchos sacerdotes que desempeñan su ministerio de un modo deplorable.
Guardan las formas, pero muchas veces no se cuidan del espíritu.
Siempre tienen presente que los está viendo el pueblo, y con esto no
piensan en que los ve Dios.
Los escrupulosos quieren convencerse
de su propia devoción. Muchas veces durante el día estoy viendo de esta
manera la celebración de la misa por todo el mundo; y cuando me dirigen
alguna pregunta, me parece como si tuviera que interrumpir una ocupación
para hablar con un niño curioso. Es tanto lo que Jesús nos ama, que
perpetúa en la misa la obra de la redención; la misa es la redención
oculta que se realiza constantemente en el Sacramento. Todo esto lo vi
desde mis primeros años, y creía que todos los hombres lo veían como yo[247].
En la festividad de san Isidro
Labrador me fueron enseñadas muchas cosas acerca del valor de la misa
que se dice y que se oye; y supe que es una gran dicha que se digan
tantas misas, aunque las digan sacerdotes ignorantes e indignos, pues
mediante ellas se libran los hombres de peligros, castigos y azotes de
todo género. Conviene que muchos sacerdotes no sepan lo que hacen, que
si lo supieran, no podrían celebrar, de pavor, el santísimo sacrificio.
Vi cuán admirables bendiciones nos vienen de oír misa, y que con ellas
son impulsadas todas las buenas obras y promovidos todos los bienes, y
que muchas veces el oírla una sola persona de una casa basta para que
las bendiciones del cielo desciendan aquel día sobre toda una familia.
Vi que son mucho mayores las bendiciones que se obtienen, oyéndola, que
encargando que se diga y se oiga[248].
Para ella, el momento más importante de
la misa, después de la consagración, en el que a veces veía con sus ojos
al niño Jesús en la hostia, era el momento cumbre de su unión con el
mismo Jesús en la comunión.
Brentano testifica: El hambre de la
comunión, a veces, es para ella muy violenta. Está toda lánguida y se
lamenta de la privación de este alimento cotidiano. Cuando está en
éxtasis, ella grita a su prometido celeste: “¿Por qué me dejas
languidecer así? Sin ti yo no puedo vivir. Tú solo me puedes socorrer.
Si debo vivir, dame la vida”. Cuando sale del éxtasis, dice: “Mi Señor
me ha dicho que así puedo ver lo que soy sin Él”[249].
Su deseo de recibir la comunión era tan profundo que un
día, toda inflamada en tan gran deseo del adorable sacramento fue
transportada en espíritu a la iglesia. Se encontró arrodillada delante
del sagrario, estando a punto de abrirlo para darse a sí misma la
comunión. Pero entonces se dio cuenta de que eso era algo ilícito y le
rogó al confesor que la confesara y le diera la absolución. Él quiso
tranquilizarla como si se hubiera tratado de un simple sueño, pero ella
estaba segura de que no había sido un sueño, sino que se había
encontrado realmente en persona delante del sagrario[250].
Se levantaba antes de medianoche y
también hacia las tres o cuatro de la mañana, porque sentía un deseo
violento que no le permitía esperar mucho tiempo para recibir la santa
comunión y, cuando la recibía, su alma se llenaba de una gran alegría…
Cuando había comulgado, sus hermanas notaban en ella una serenidad y una
fuerza especial, aún cuando estuviera débil y enferma[251].
Frecuentemente deseaba comulgar antes
de la hora señalada, pues su deseo de la Eucaristía se hacía tan
vehemente que no podía soportarlo. En una ocasión, poco después de
medianoche, creyó morir por ello: sentía como si le abrasara un fuego
interior, como si la fuerza que le arrastraba hasta la capilla fuera
tal, que se le hubieran arrancado los miembros si no entraba en ella. El
padre Lambert la reprendió por llamar a su puerta a una hora tan
intempestiva, pero, viendo el estado en que se encontraba, accedió a
darle la comunión[252].
A menudo veía en torno al Santísimo
Sacramento una viva luz, o en la sagrada Forma, una cruz de color marrón
o de un tono distinto al blanco. Si hubiera sido blanca, decía, no
habría podido verla. La cruz no era más grande que la hostia, pero a
veces ésta era mayor de lo habitual…También solía ver en la sagrada
Forma al niño Jesús, muy pequeño, pero ¡tan resplandeciente y tan
hermoso![253].
Una vez, cuando iba a tocar la
campanilla en medio de la misa, vi al niño Jesús sobre el cáliz. ¡Era
tan hermoso! Yo creía estar en el cielo y quería saltar la reja para ir
hasta el niño Jesús, pero entonces me dije: “No, no, ¿qué voy a hacer?”[254].
Era tan grande el atractivo del sagrario
para ella que, estando en el convento, mientras trabajaba estaba mirando
continuamente hacia la iglesia, donde estaba Jesús sacramentado. Cuando
era sacristana, lo tenía todo muy limpio por amor a Jesús y besaba el
cáliz y la hostia para que Jesús, al llegar, encontrara su beso por
adelantado. Durante las noches hubiera querido quedarse para acompañar a
Jesús ante el sagrario, pero la Priora se lo prohibió para que no
llamara la atención. Sólo se lo permitía en algunas fiestas especiales.
Una noche, con permiso, estuvo
acompañando a Jesús con su ángel custodio y se le aparecieron su padre
san Agustín, santa Rita de Casia y santa Clara de Montefalco, religiosa
de su Orden[255].
Para ella la comunión era fortaleza para el alma y para el cuerpo. Declara su director espiritual, el padre Overberg: La
he visto tan débil que no se podía tener de pie ni siquiera sentarse en
la cama. A veces no puede ni hablar de manera audible. Pero, después de
recibir la comunión, se siente tan fortalecida que puede soportar una
entrevista por algunas horas. En esos momentos los dolores desaparecen
totalmente o le quedan muy suaves[256].
Clara Söntgen afirma: Ella siempre
estaba más fuerte cuando comulgaba, y me decía que entonces Dios le daba
muchas fuerzas de más. Ella gustaba comulgar los jueves en honor del
Santísimo Sacramento… Un día le pregunté por qué los jueves se ponía el
mejor hábito y ella me dijo que era en honor del Santísimo Sacramento[257].
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Desde su infancia Ana Catalina tuvo una gran devoción a la Virgen María. Y así declara: Hoy,
después del mediodía, he llorado mucho y estrechado fuertemente contra
mi corazón una imagen de la Madre de Dios, repitiendo esta invocación:
“¡Tú eres mi Madre!”. Con esto recibí mucho consuelo.[258]
En la habitación que le construyó su
padre en su casa para trabajar de costurera, colocó una imagen de la
Virgen y un pequeño belén de cera en el que sólo estaban María y el niño
Jesús.
En la encuesta eclesiástica, ella afirmó que vio
muchas veces a la Madre de Dios y que su trono era muy hermoso. Ella la
veía también con el niño Jesús. Y la Virgen habría estado muy amable
con ella[259]. Asegura: No hay ningún ser que
se pueda comparar con María. Su rostro excede al de todas las mujeres en
inefable pureza, en inocencia, gravedad, sabiduría, paz y suave y
devota amabilidad. Parece noble y distinguida y, al mismo tiempo,
sencilla e inocente como un niño… ¡Quién pudiera ver la hermosura,
pureza y clara profundidad de María![260].
En una de sus visiones dice: Vi a los
pobres pecadores arrepentidos, arrodillados ante Jesús junto al que
estaba María. Ellos le pedían a María que intercediera por ellos. Así
comprendí que es realmente el refugio de los pecadores y que todos lo
que se dirigen a ella con sólo un poco de fe serán perdonados[261].
Además, no olvidemos que conocía la vida
de María perfectamente a través de las visiones que tuvo por gracia de
Dios. Por eso, Brentano pudo escribir, de acuerdo a sus relatos, la Vida de la Virgen María, al igual que la Dolorosa Pasión de Jesucristo.
Cuando cometía errores o imperfecciones acudía a María con fe para que intercediera ante Jesús, y le decía: ¡Oh,
Madre mía, eres doblemente mi madre! Tu hijo te entregó a mí como
madre, cuando dijo a Juan: “Ahí tienes a tu madre”. Yo estoy unida a tu
hijo, pero le he desobedecido y en medio de mi vergüenza no me atrevo a
presentarme delante de Él. Ten piedad de mí. ¡Es siempre tan bueno el
corazón de una madre! Pídele que me perdone. A ti no te lo negará[262].
¡Qué hermosa familiaridad con María, a
quien veía frecuentemente con el niño Jesús! Y María se lo dejaba para
que pudiera disfrutar de sus besos y abrazos y sentirse así inmensamente
feliz.
De una visión en que vio a María manifiestó lo siguiente: ¡Oh,
qué hermoso era su trono! ¡La Madre estuvo tan amable conmigo! Cuando
me ofreció el Niño, me sentí tan feliz, tan llena de alegría, que no
sabía qué decir, exclamando solamente: “¡No puedo más, no puedo más!”[263].
Y en otra ocasión vi a María con el
Salvador bajo la apariencia de un niño pequeño. Me inundó una alegría
inexplicable cuando aquella Madre buena me puso el Niño en los brazos, y
sentí una pena enorme al tener que separarme de él; pero, finalmente,
me decidí a devolvérselo[264].
María Emmerick, su sobrina, manifiestó en el Proceso: Después
de la escuela, yo pasaba mi tiempo libre junto a mi tía y he visto que
tenía junto a sí el libro de la Regla de san Agustín y lo leía mucho.
Recitaba el rosario con fervor y hacía meditación, teniendo entre sus
manos un crucifijo. Me enseñó a rezar el rosario, y a todos los animaba a
rezarlo[265].
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3. AMOR AL ÁNGEL CUSTODIO
Ana Catalina tenía una gran amistad y una confianza plena con su ángel, a quien veía desde su más tierna infancia. Siendo
todavía una niña, cuando sus padres se retiraban a descansar, se
levantaba ella de su lecho y oraba con su ángel de la guarda por espacio
de dos o tres horas, y, muchas veces, hasta el amanecer[266]. Su ángel era su guía y compañero. Y ella era como un niño dócil y silencioso en manos de su ángel[267].
Mientras ella no tuvo la dirección
espiritual de los sacerdotes de la Iglesia, el ángel era su único guía,
cuyas indicaciones regulaban su vida. Pero cuando comenzó a recibir los
santos sacramentos y a someterse al juicio del confesor, mostró a éste
la misma sumisión y el mismo respeto que antes había mostrado a su ángel[268].
Nunca entró en la casa de
Dios sin ser acompañada por su ángel custodio, en quien tenía el modelo
de cómo debía comportarse en adoración ante Jesús Sacramentado[269].
Su ángel no consentía en ella la
menor imperfección, castigando sus faltas con reprensiones y
penitencias, muchas veces dolorosas, y siempre de mucha humillación
interior. Por lo cual se juzgaba a sí misma con suma severidad mientras
su corazón rebosaba bondad y dulzura para los demás[270].
Catalina le había pedido a Dios que
la preservara de todo pecado y que le diese a conocer y cumplir siempre
su santa voluntad. Dios escuchó su oración. La hizo acompañar paso a
paso para protegerla e iluminarla por su ángel en su largo viaje de una
vida de trabajos, combates y sufrimientos. Él le enseñó cómo afrontar
los peligros, soportar los sufrimientos y luchar en los combates.
También el ángel le mostraba por adelantado en visiones o símbolos… sus
sufrimientos próximos o lejanos, a fin de que pidiera fuerzas para
soportarlos. También le mostraba cualquier acontecimiento importante o
encuentro con personas… para que ella se comportara de acuerdo a ellos.
Y recibía avisos precisos sobre la manera de comportarse. Y, si era
necesario, el ángel le decía los términos en los que se debía expresar.
Esta solicitud del ángel se extendía a todos los objetos, trabajos y
asuntos de que ella debía ocuparse[271].
Cuando trabajaba de costurera, sus
manos eran como dirigidas por su ángel con firmeza y seguridad. Al
principio se acercaba con temor a la mesa de la costura, porque sabía
que no podría librarse de las imágenes que arrebataban su espíritu y no
quería llamar la atención. Pero sus súplicas en demanda de auxilio
fueron escuchadas y el ángel puso en su boca las palabras que había de
responder, cuando era inesperadamente interrogada, y gobernaba sus manos
para que la labor no se le cayese de ellas[272].
Una noche fue en bilocación a una gran iglesia y vio al Santísimo Sacramento rodeado de ángeles. Y ella relata: Vi la figura resplandeciente del niño Dios… Pasé casi toda la noche acompañada de mi ángel delante del Santísimo Sacramento[273].
Su ángel la llevaba muchas veces en viajes alrededor del mundo para ayudar a la gente. Ella misma asegura: El
ángel me llama y me guía, ya a un lugar, ya a otro. Con frecuencia voy
en su compañía. Me conduce a donde hay personas a quienes conozco o he
visto alguna vez, y otras veces a donde hay otras a quienes no conozco.
Me lleva sobre el mar, con la rapidez del pensamiento, y entonces veo
muy lejos, muy lejos. Él fue quien me llevó a la prisión donde estaba la
reina de Francia.
Cuando se acerca a mí para
acompañarme a alguna parte, la mayoría de las veces veo un resplandor y
después surge de repente su figura de la oscuridad de la noche, como un
fuego artificial que súbitamente se enciende. Mientras viajamos es de
noche por encima de nosotros. Vamos desde aquí, a través de comarcas
conocidas, a otras cada vez más lejanas, y yo creo haber recorrido
distancias extraordinarias; ya vamos sobre calles o caminos rectos, ya
torcemos en campos, montañas, ríos y mares. Tengo que andar a pie todos
los caminos y trepar muchas veces escarpadas montañas; las rodillas me
flaquean doloridas, y los pies me arden, pues siempre voy descalza.
Mi guía vuela, unas veces delante de
mí, y otras a mi lado, siempre muy silencioso y reposado; y acompaña sus
breves respuestas con algún movimiento de la mano o con alguna
inclinación de cabeza. Es brillante y transparente, bien severo o bien
amable. Sus cabellos son lisos, sueltos y despiden reflejos; lleva la
cabeza descubierta y viste un traje largo y resplandeciente como el oro.
Hablo confiadamente con él, pero nunca puedo verle el rostro, pues
estoy humillada en su presencia. El me da instrucciones, y yo me
avergüenzo de preguntarle muchas cosas, pues me lo impide la alegría
celestial que experimento cuando estoy en su compañía. Siempre es muy
parco en sus palabras. También le veo estando despierta. Cuando hago
oración por otros, y él no está conmigo, le invoco para que vaya con el
ángel de ellos. Si está conmigo, digo muchas veces: “Ahora me quedaré
sola aquí; ve tú allá y consuela a esas gentes”; y luego le veo
desaparecer[274].
También el ángel hacía de médico y enfermero, asignándole remedios celestiales para su curación. Ella misma asegura: Los
remedios los recibía de mi ángel y también de mi celestial esposo, de
María y de los santos. Los recibía, ya en brillantes botellitas, ya en
forma de flores, capullos y hierbas. A la cabecera de mi lecho había una
repisa de madera donde hallaba yo aquellas admirables medicinas. Muchas
veces los manojos de hierbas olorosas y delicadas estaban junto a mi
cama o los tenía yo misma en la mano, cuando volvía en mí. Yo tocaba las
tiernas y verdes hojas y sabía cómo habían de aplicarse. Con su buen
olor me confortaban o comía de ellas o las ponía en agua y bebía.
Siempre notaba alivio y estuve curada el tiempo necesario para ejecutar
algún trabajo… Muchos de estos remedios podía poseerlos largo tiempo y,
aun darlos a otros, para que se curasen. Todos estos dones son hechos
reales que ciertamente sucedieron, pero el modo como en mí sucedieron no
lo puedo explicar. Fueron cosa cierta y como tal los tomaba… También he
recibido semejante don del santo patrón de mi Orden, en el día de su
fiesta… Se me apareció san Agustín y me dio una piedra brillante y
transparente en forma de haba, en la cual sobresalía a manera de grano
de trigo un corazón con una cruz… Cuando desperté (del éxtasis) me vi con esta piedrecita en la mano. La puse en un vaso con agua y bebí a menudo de ella y me vi curada[275].
Otro día recibí de mi ángel un frasco
lleno de bálsamo. Era un licor blanquecino, semejante a un aceite
espeso. Me serví de él en una grave herida que me hizo un canasto lleno
de ropa blanca mojada que cayó sobre mí, y pude también curar con ese
bálsamo a otros pobres enfermos. El frasco tenía forma de pera con
cuello delgado y alargado. Su tamaño era como el de una botellita o
frasco de perfumes. Era de una materia muy transparente y lo tuve mucho
tiempo en mi armario.
En otra época recibí pequeñas
porciones de un alimento muy dulce al paladar, del cual comí durante
bastante tiempo y del cual daba a los pobres para curarlos. Habiéndolo
hallado la Superiora, me reprendió, pues yo no pude decir de dónde lo
había recibido[276].
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Ana Catalina amaba a la Iglesia católica
como la única Iglesia fundada por Cristo. Por eso sufría cuando veía a
sacerdotes que celebraban la misa por rutina o en pecado. Ella amaba a
los sacerdotes y rezaba por ellos, pidiendo siempre su bendición, que
para ella era un alivio en sus dolores.
Un día Brentano le dijo que para él la
Iglesia era la Comunidad de todos los hijos de Dios sin distinción de
denominaciones, pero ella inmediatamente lo refutó y dijo: Sólo hay
una Iglesia, la Iglesia católica. Aunque no hubiera en la tierra sino un
solo católico, ése sería la Iglesia única y universal… Pero muchos
sacerdotes no saben lo que son, muchos fieles desconocen su propio
carácter e ignoran lo que es la Iglesia de la que forman parte. Ninguna
potestad humana puede destruir la Iglesia. Mientras quede en la tierra
un solo sacerdote debidamente consagrado, vivirá Jesucristo como Dios y
como hombre en la Iglesia en el Santísimo Sacramento del altar; y el
que, habiendo sido absuelto de sus pecados por el sacerdote, reciba este
sacramento, estará verdaderamente perdonado y unido a Dios[277].
Ana Catalina le dijo a Brentano: Mi
guía espiritual me ha reprendido por haberme excedido en alabar a los
cristianos no católicos que son piadosos. Me dijo si no sabía quién era y
a quién pertenecía. Y recalcó que soy una religiosa consagrada a Dios y
a la Iglesia, ligada por santos votos; que debo alabar a Dios y a la
Iglesia, orando llena de compasión por los infieles; que debería saber
mejor lo que es la Iglesia, que es su Cuerpo místico, pero a los que se
han desprendido de su Cuerpo y le han causado profundas
heridas, a ellos debo compadecerlos y pedir a Dios que se conviertan, ya
que alabando a estos desobedientes me hacía partícipe de su culpa; que
esa alabanza no era caridad, porque con ella se enfría el verdadero celo
por la salvación de las almas.
Verdad es que entre ellos hay muchos
buenos, de los cuales me compadezco, pero veo que llevan el sello de su
origen: están separados de la Iglesia y divididos entre sí.
Cuando brota en ellos alguna
devoción, se levanta al mismo tiempo en sus almas un sentimiento de
arrogancia y desvío de su madre Iglesia. Quieren ser piadosos, pero no
quieren ser católicos.
Por esta razón, aun entre los
mejores, veo algo defectuoso, veo juicio propio, dureza y orgullo. Sólo
van por buen camino los infieles que, no conociendo a la única Iglesia
santificadora, viven tan piadosamente como pueden… Cuando en mis
visiones veía herejes bautizados que se unían con la Iglesia, me parecía
verlos salir de entre los muros de la iglesia y aparecer en el altar
ante el Santísimo Sacramento. Mientras lo no bautizados, los judíos,
turcos o paganos, que se convierten, los veía entrar por la puerta del
templo[278].
Ana Catalina vivía su fe católica en
plenitud, especialmente en el amor a Jesús vivo y presente en la
Eucaristía, amaba a María como Madre y a todos los santos como hermanos.
De muchos de ellos conocía su vida hasta los más mínimos detalles,
especialmente cuando le presentaban sus reliquias. Y ella sufría y se
ofrecía víctima por la Iglesia, por el Papa y hasta por el último
pecador para que todos pudieran salvarse y santificarse, cumpliendo la
voluntad de Dios.
Es interesante observar la familiaridad
que tenía con los santos, a quienes invocaba muy especialmente en el
momento de recibir a Jesús en la comunión, para que le acompañaran en su
acción de gracias.
Ella misma dice: Conozco con mayor
viveza que la luz del día que todos nosotros vivimos en la comunión de
los santos y constante relación con ellos[279]. Frecuentemente
tenía apariciones de algunos santos, especialmente de san Agustín, de
santa Rita y santa Clara de Montefalco, religiosas de la Orden[280].
Un día vi a san Agustín que estaba a
mi lado con todos los ornamentos episcopales, mostrándome mucho afecto.
Me hallaba conmovida y muy contenta en su presencia y me acusaba de no
haberle honrado especialmente. Pero él me dijo: “Te conozco y eres mi
hija”. Le pedí que me concediera alivio en mi enfermedad y él me dio un
ramillete en el que había una flor azul. Al punto sentí una fuerza y
bienestar por todo mi cuerpo[281].
Un día recibió la visita especial de dos santas del cielo. Clara Söntgen lo afirma en el Proceso: Entré
en su celda a primera hora (serían las 7 o las 8 de la mañana) para ver
cómo se encontraba, pues estaba muy enferma. Le pregunté quién le había
hecho la cama tan pronto y si no le había molestado que la despertaran a
una hora tan temprana. Extrañada, me respondió que la Reverenda Madre y
yo misma habíamos pasado a cambiarle la ropa de cama y que lo habíamos
hecho muy bien, pero que le había sorprendido nuestra diligencia y el
hecho de que estuviéramos vestidas de blanco, como en día de fiesta.
Pues bien, ni la Reverenda Madre ni yo habíamos entrado en su celda[282].
Ella se sentía agradecida por el don de
la fe cristiana y cuando la visitaba algún protestante, conocía
inmediatamente que lo era y le decía: No somos de la misma fe. Ella pudo decir: Ahora
comprendo lo que es la Iglesia, la Iglesia es infinitamente más que un
conjunto de hombres que piensan de la misma manera; es el cuerpo de
Cristo, que, como su cabeza, está esencialmente unido y se comunica
constantemente con ella. Ahora conozco el inmenso tesoro de gracias y
bienes que la Iglesia tiene de Dios; tesoro que sólo por ella y en ella
puede ser recibido[283].
Es admirable vivir en la tierra este
maravilloso dogma de la comunión de los santos, sabiendo que todos los
salvados formamos una sola Iglesia en Cristo: la Iglesia militante,
purgante y triunfante.
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CAPÍTULO OCTAVO. MÁS ALLA DE LA MUERTE
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1. ÚLTIMA ENFERMEDAD Y MUERTE
Los últimos dos años y medio de su vida
vivió en la casa de la hermana del padre Limberg, a donde la trasladaron
la noche del 6 al 7 de 1821. Su hermana Drüke dejó de cuidarla y desde
entonces la cuidó la señora Wissing. Ana Catalina era muy querida y
mucha gente iba a visitarla, especialmente las mamás, para que bendijera
a sus hijos y también los niños el día de su primera comunión, pues
ella los quería mucho.
Ya desde hacía algunos años sufría de
varias enfermedades como vómitos convulsivos, hepatitis, artritis,
hidropesía, tos y fiebres continuas… Un problema que le hacía sufrir
mucho era el de las escaras en la espalda. No podía ni siquiera volverse
de un lado a otro. No podía estar acostada sobre el lado derecho por
el dolor de la llaga del costado. Además, tenía los nervios muy
sensibles y el ruido de la calle le daba fuertes dolores de cabeza.
Algunas veces, cuando estaba mejor, se sentaba en la cama y podía
trabajar y coser. Su vida era orar, sufrir y trabajar.
Su última enfermedad fue una tisis
pituitosa que terminó en una parálisis de los pulmones. Todo el otoño
precedente a su muerte y durante el principio del invierno de aquel año
1824, sufrió también de inflamación de los ojos y todo fue en vano hasta
que terminó su tarea para Navidad como había anunciado previamente.
(Asumió esta enfermedad por un cardenal que estaba mal de los ojos y le
pidió oraciones)[284].
Empeoró gravemente el 27 de enero de
1824. Ese día pidió la unción de los enfermos. Pidió también que
llamasen a su antigua Superiora, para que la acompañase cuando le
administrasen el sacramento, pues quería morir como religiosa. El doctor
Wesener dice en su “Diario”: Por la tarde, encarga a su
confesor que haga venir a la madre Hackebram para que esté presente en
calidad de Superiora y de representante de su antigua comunidad cuando
le administre la extremaunción. Recibe los sacramentos con todo
conocimiento, y luego envía a la Superiora y al vicario Niesing a casa
del deán Rensing, para que, si en algo le ha ofendido, le pidan perdón
en su nombre, asegurándole que fue involuntariamente y sin saberlo.
Ellos lo hicieron así, pero el deán no se presentó[285].
Pide también a la madre Hackebram que le haga un favor de caridad hacia sus enemigos: Le
rogó que fuera a casa de algunos vecinos de la ciudad que en otro
tiempo habían hablado mal de ella, para que les pidiera perdón por si
les había escandalizado en alguna ocasión[286].
También pide que llamen a su hermana
Gertrudis (Drüke), que tanto le hizo sufrir, a su sobrina María y a su
hermano para despedirse de ellos.
Siguen los días con mucho dolor y
gravísimos problemas de salud. El 6 de febrero manda celebrar una misa
por su amado padre Lambert
El 9 de febrero dice el padre Limberg: Hoy
antes de amanecer he administrado otra vez a la enferma la comunión. A
los dos de la tarde empezaron a notarse las señales de su próxima
muerte. Como gimiera a causa de los dolores que padecía en la espalda,
quisieron disponerle las almohadas de otra manera; pero ella no lo
consintió diciendo: “Pronto se habrá concluido todo; entre tanto
permaneceré en la cruz”. Lo cual me conmovió extraordinariamente. Le di
la absolución general y recé las oraciones de los moribundos. Cuando las
hube terminado, me tomó la mano, me la estrechó entre las suyas, me dio
las gracias y se despidió de mí.
Pasado algún tiempo, entró su hermana
y le pidió perdón. Ana Catalina se volvió hacia ella, la miró fijamente
y me preguntó: “¿Qué dice?”. –“Pide perdón”, le respondí. A lo cual
contestó ella: “Nadie hay en la tierra a quien yo no haya perdonado”. Y
más tarde: “Creo que no puedo morir, porque muchas personas piadosas
juzgan erróneamente bien de mí. Diga Ud., pues, a todo el mundo que soy
una gran pecadora”. Como quisiera yo consolarla otra vez, añadió ella
con energía y como protestando: “¡Ojala pudiera declarar en voz alta
para que todos los hombres me oyeran, que soy una miserable pecadora!
Después se quedó más tranquila. Entre tanto había venido el vicario
Hilgenberg y había empezado a orar junto a ella. Este anciano sacerdote
permaneció de rodillas delante del lecho, orando por espacio de una
hora.
A eso de las cinco y media llegó el Peregrino
a la habitación de la moribunda, en el momento en que el confesor
decía: “Esto toca a su fin”. Se hallaban en la estancia la hermana, el
hermano y la sobrina de la moribunda, el vicario Hilgenberg, la hermana
del confesor y la dueña de la casa anterior, la señora de Clemente
Limberg. Todos estaban de rodillas en oración. Las puertas de la
antealcoba de la enferma estaban abiertas para que ella respirara más
fácilmente. Ya habían encendido el cirio de la agonía. Estaba la enferma
reclinada en su cama, y su respiración era muy rápida. Su rostro tenía
una expresión muy grave y profunda. Sus ojos elevados miraban al
crucifijo.
Pasado un momento, sacó la mano
derecha de debajo de las ropas del lecho y la puso sobre ellas. El
confesor la consolaba dándole a menudo a besar la cruz. Ella buscaba con
los labios los pies del crucifijo, y con gran humildad los retenía
entre los labios, sin tocar la cabeza ni el pecho. Entonces pareció que
quería comunicar alguna cosa al confesor. Hasta el fin le fue obediente,
contestándole siempre que él le preguntaba. Se salieron todos de la
estancia. Aquélla fue la última vez que la vio con vida el Peregrino.
Cuando volvió a la habitación inmediata donde los otros se hallaban
sentados o de rodillas en oración, estaban dando las ocho. El confesor
manifestó que la moribunda, después de haberse acusado de alguna cosa
insignificante, había dicho: “Ahora estoy tan tranquila y experimento
tal confianza como si nunca hubiera pecado”. Y besó otra vez la cruz.
El confesor rezó las preces de los agonizantes. Ella suspiraba diciendo
muchas veces: “¡Ayúdame, Señor; ayúdame, Jesús!”. Le puso el confesor en
la mano derecha la vela de la agonía y tocó una campanilla de Loreto
según era antigua costumbre en el convento de Agnetenberg siempre que
expiraba alguna religiosa, y dijo: “Ya se muere”. Eran las ocho y media.
El Peregrino se acercó a su
lecho; estaba inclinada hacia el lado izquierdo, con la cabeza caída
sobre el pecho y la mano derecha sobre las ropas del lecho. Su alma pura
fue al encuentro del esposo celestial, para cantar eternamente el himno
nuevo en el coro de las vírgenes que siguen siempre al esposo a
dondequiera que Él va[287].
Y afirma Brentano: Una buena señora,
que preparó su cuerpo para la sepultura el día 11, me contó: “Sus pies
estaban cruzados como están los pies en la imagen de un crucifijo. Las
cicatrices (de las llagas) estaban más rojas que de ordinario.
Cuando levantaron su cabeza, salió sangre de la nariz y de la boca.
Todos sus miembros conservaron su flexibilidad hasta en el ataúd”[288]. Fue enterrada el día 13 de febrero y sus funerales fueron apoteósicos.
El vicario Hilgenberg escribió en una carta a Clara Söntgen en febrero de 1824: A
pesar de que la bienaventurada había pedido que sus exequias se
celebraran sin pompa alguna, la concurrencia de los fieles fue tan
grande que nadie recuerda haber visto antes una multitud semejante, que
llenaba la iglesia como en la misa del domingo. Todos estaban
profundamente emocionados y todavía lamentan su muerte. Alegraos de
tener en el cielo una amiga más que intercede por vosotros, y que tanto
os amó durante su vida[289].
Muchos años después, uno de los asistentes declarará en el proceso informativo diocesano: Yo
asistí a las exequias de la sierva de Dios. Jamás he visto un entierro
semejante, ni siquiera los de miembros de la familia ducal. Una inmensa
multitud había formado una hilera (al paso del cortejo), desde la casa
mortuoria hasta la puerta de la ciudad, y las personas que seguían el
ataúd eran muy numerosas; personas de todas las condiciones, ricas y
pobres, clérigos y laicos, habían venido de Dülmen y sus alrededores
para encontrarse en un último homenaje a la difunta[290].
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La misma tarde del día 13 de febrero,
en que fue enterrada, vino un hombre rico a la casa del cura del pueblo
y le pidió el cuerpo de la difunta a cambio de mucho dinero por cuenta
de un médico holandés. La proposición fue desechada, pero parece que
corrió la voz en el pueblo de que habían robado el cadáver y los
habitantes fueron al cementerio a ver si habían profanado su sepultura[291].
Cinco semanas después, seguían hablando
del robo del cuerpo y Luise Hensel, su gran amiga, decidió comprobar la
realidad. Acompañada del vicario Niesing, del sepulturero y del
calderero Meiners, fueron al cementerio entre la una y las tres de la
madrugada.
Luise Hensel refiere: La luna, oculta
hasta entonces detrás de unos nubarrones, salió en aquel momento y
resplandeció con todo su brillo; estaba en lo más alto del cielo, casi
llena. Entonces vi entera a aquella persona querida, emocionante, sin
huellas de descomposición, allí, delante de mí, como si durmiera.
Desgraciadamente, estaba estrechamente envuelta en una sábana y vendada
como un bebé. Su rostro conservaba las huellas de los padecimientos que
había tenido hasta se quedó dormida para siempre, o, más exactamente,
eran las huellas de un luchador agotado; su expresión no era en absoluto
sombría, solo dolorida y fatigada… Le besé la frente, que estaba algo
húmeda, probablemente a causa de la tumba. No se notaba el olor de la
muerte, a pesar de que descansaba en la tierra desde hacía seis semanas…
Con las dos manos, levanté la cabeza querida, con objeto de que el
vicario Niesing deslizara debajo la placa de plomo. El cuello estaba
completamente flexible[292].
Luise Hensel aseguró con claridad que no había ni rastro de mal olor, a pesar del tiempo transcurrido y a pesar de haber hecho un tiempo lluvioso[293].
A los dos días, en la noche del 21 al 22
de marzo de ese año 1824, las autoridades civiles, alertadas al saber
que alguien había abierto la tumba, hicieron una exhumación oficial para
comprobar si habían robado su cuerpo. Esta nueva exhumación fue
ordenada por el presidente Wincke al burgomaestre Möllmann, y fue hecha
en presencia de siete testigos. También encontraron el cuerpo incorrupto
y sin mal olor.
La tercera exhumación tuvo lugar el 6 de
octubre de 1858 con autorización del obispo para erigir sobre su tumba
una cruz gótica de piedra, regalo de las damas de la nobleza romana
Odescalchi y Del Drago. Encontraron solamente su esqueleto. El ataúd
estaba totalmente destruido por la humedad. Los huesos fueron colocados
en un ataúd nuevo, y se construyó una nueva sepultura de ladrillos, que
fue bendecida. Al pie de la cruz, pusieron esta inscripción: Ana
Catalina Emmerick, de la Orden de san Agustín. Nacida el 8 de setiembre
de 1774. Murió el 9 de febrero de 1824. Los fieles de Roma edificaron
este monumento en 1858.
Junto a su tumba estaban ya enterrados
los cuerpos de su confesor padre Limberg, muerto el 23 de abril de 1854;
del vicario Niesing, muerto el 30 de junio de 1854; un poco más lejos,
la del doctor Wesener, muerto el 6 de marzo de 1832; y a la izquierda de
Ana Catalina, la del deán Rensing.
En 1936 se decidió construir una segunda
iglesia en Dülmen, a las puertas de la ciudad, en el terreno del
cementerio. Las tumbas que se encontraban en el lugar escogido para
construir la iglesia fueron desenterradas y los restos transferidos al
cementerio de Mühlenweg. La tumba de Ana Catalina quedó intacta. La
nueva iglesia debía servir de monumento funerario para Ana Catalina.
Cuando en 1945 casi toda la ciudad fue destruida por los bombardeos, la
tumba de Ana Catalina quedó indemne, aunque la iglesia quedó casi
totalmente destruida. A principios de los años sesenta, se colocó una
cruz de madera a imitación de la cruz de Koesfeld. La tumba de Ana
Catalina, a la sombra de la nueva iglesia reconstruida, es un lugar de
peregrinación y de oración para muchos fieles católicos. En 1975 los
restos de Ana Catalina se colocaron en la cripta de la iglesia de la
Santa Cruz para que sirviera, como en principio había sido diseñado,
como monumento funerario para ella.
Su tumba se abrió el 7 de febrero de 1975
y, después de ser limpiados sus huesos, fueron colocados en un ataúd de
zinc, revestido por dentro con seda blanca, y se colocó una placa de
plomo con la inscripción: Ana Catalina Emmerick muerta el 9 febrero de 1824.
Sobre el ataúd se colocó el epitafio:
Anna Katharina Emmerick
8 september 1774 – 9 februar 1824
Umgebettet am 7 februar 1975 durch
Bischof Heinrich Tenhumberg
(trasladada por el obispo H. Tenhumberg el 7 de febrero de 1975).
.
.
3. PROCESO DE CANONIZACIÓN
Después de su muerte la gente acudía a su tumba en demanda de ayuda. Y muchos hablaban de haber sido curados por su intercesión.
Sofía Heitkamp certifica en el Proceso: Sor
Martina, del convento de las Hermanas franciscanas, hace unos ocho años
me contó que sufría un mal incurable a la laringe y que sólo le habían
dado 15 días de vida. Hizo una novena con confianza a Ana Catalina, se
aplicó a la garganta una reliquia suya y se sintió curada, pudiendo
volver a trabajar inmediatamente[294].
Cincuenta años después de su muerte, el vicario de Dülmen dio el siguiente testimonio: Estoy
en condiciones de afirmar, después de 20 años de experiencia en Dülmen,
que en general las gentes de la localidad están convencidas de que
Emmerick ha ayudado a sus devotos de modo maravilloso en numerosos casos
de enfermedad y en otras necesidades. Y lo mismo en cuanto se refiere a
los alrededores de Dülmen. Nunca he oído hablar en contra de esta
opinión muy extendida entre el pueblo, que la honra e invoca como a una
santa. Muchos tienen la costumbre de dirigirse a ella como a su
protectora en las oraciones de la noche y de la mañana. Cuando se trata
de enfermedades, los fieles piden reliquias y, en el caso de necesidades
personales, los habitantes de Dülmen visitan su tumba confiando en su
intercesión. Y son muchos los extranjeros que vienen con la misma
confianza[295].
Debido a la fama de santidad que
ostentaba, a los pocos años de su muerte se pensó seriamente en comenzar
su Proceso de canonización, pero debido a la persecución de que eran
objeto los católicos de la región de Westfalia (donde está el obispado
de Münster), que desde 1815 pertenecía al Gobierno protestante de
Prusia, no fue fácil hacer los trámites. El Proceso se comenzó en 1892,
debido a la iniciativa del padre Pius Keller, provincial de los
agustinos alemanes. Fueron consultados 131 testigos. En 1899 se terminó
el Proceso y sus actas fueron enviadas a Roma. Los originales quedaron
en Münster y se incendiaron durante la guerra en 1945.
En 1973, e1 obispo de Münster pidió que
el proceso de beatificación fuese reabierto. Se pidieron otros estudios
sobre los escritos. Las visiones habían sido descartadas del Proceso en
1927. En 1979, sesenta obispos alemanes dirigieron una petición al Papa
Juan Pablo II para que el proceso siguiera su curso. Y después de más
estudios, por fin fue aprobado el Proceso. El 24 de abril del 2001 se le
concedió el título de Venerable, declarando la heroicidad de sus
virtudes. El 7 de julio del 2001, por otro decreto, se reconoció el
carácter milagroso de una curación atribuida a su intercesión. Fue
beatificada en la basílica del Vaticano por el Papa Juan Pablo II el día
3 de Octubre de 2004.
.
.
En la vida de Ana Catalina podemos
apreciar una inmensa capacidad de sacrificio y de amor al prójimo, hasta
el punto de ofrecerse a sufrir en lugar de otros. Toda su vida fue una
entrega total a la voluntad de Dios, que le pedía sufrimientos para
salvar a los pecadores y a las almas del purgatorio y así reparar por
tantos pecados que se cometen en el mundo. Su radio de acción no fue
solo su ciudad, sino el mundo entero.
Es tan extraordinaro el don de bilocación
de que estaba dotada que difícilmente puede encontrarse en la historia
de la Iglesia un santo que lo tuviese de forma tan clara y habitual.
Durante mucho tiempo viajaba en espíritu casi todos los días por la
noche, acompañada de su guía espiritual, que muchas veces era su ángel
custodio, y se iba, como ella misma refiere, hasta los más recónditos
lugares del planeta. En sus viajes ayudaba a cuantos encontraba en
necesidad, librándolos de peligros de muerte y de las asechanzas del
demonio. Corregía a los pecadores y aconsejaba a todos.
Tuvo también de modo extraordinario, como
nadie hasta ahora, el don de la hierognosis o conocimiento de lo
sagrado. Ella podía distinguir la hostia consagrada de la que no lo era,
un sacerdote ordenado del que no lo era, la bendición de un sacerdote
de la de un seglar, el agua bendita del agua corriente, al igual que las
reliquias verdaderas de las falsas.
Además tuvo el don de la inedia, al menos
durante tres años continuos (1813-1816), como prueba de que vivía por
puro milagro de Dios. Su conocimiento de las reliquias de los santos la
llevaban a conocer también la vida de los santos de quienes eran las
reliquias. Su unión con los santos del cielo fue tan estrecha que los
sentía cercanos y a muchos los veía junto a sí. Todos los santos eran
sus amigos. Y cada día invocaba y era ayudada de modo especial por el santo del día[296].
Padeció muchas enfermedades, y todas las sufría con paciencia y amor por los demás. Un día le dijo a Luise Hensel: “Si
los ángeles pudieran tener envidia, nos envidiarían por nuestra
capacidad de sufrir”. Ella tenía sed de sufrimientos y tomaba sobre sí
todos los sufrimientos de aquellos por quienes quería sufrir y esto lo
consideraba como un dulce botín[297].
Algo también digno de anotarse fue su
relación familiar con su ángel custodio, su amigo del alma, con quien
vivía continuamente y a quien acudía en todas sus necesidades.
Además, amaba mucho a la Iglesia
católica, por ser la única verdadera, y oraba continuamente por los
sacerdotes. Vivía la fe católica en plenitud. Su vida es una imagen viva
de lo que es la Iglesia católica y una clara demostración de que la
Iglesia católica es la Iglesia fundada por Jesús.
Dos famosos convertidos, Jacques y Raïssa Maritain, pudieron decir: Las
revelaciones de Ana Catalina nos dan una imagen densa del catolicismo
y, no obstante, viva y familiar. Nos enseñan muchas cosas innumerables a
nosotros que ignorábamos todas, sobre la historia, los dogmas, la
liturgia o la mística católica… Nuestra ignorancia tenía una gran
necesidad del apoyo de las imágenes de esa especie de retrato de la
Iglesia, trazado en las cuatro dimensiones[298].
Por todo ello, nosotros podemos concluir
este librito de su vida, diciendo: A través de su vida hemos contemplado
le esencia de la Iglesia católica. Hemos visto como en un cristal
transparente las maravillas de nuestra fe, de sus dogmas, de su doctrina
y de sus sacramentos. Ana Catalina ha sido el instrumento de Dios para
conducirnos de modo fácil y suave a comprender y recibir las inmensas
bendiciones que la Iglesia católica tiene para nosotros y que nos expone
a nuestra consideración. ¿Hasta cuándo dejaremos de ser católicos de
segunda categoría? ¿Cuándo aprovecharemos al máximo las bendiciones de
la presencia real de Jesús en la Eucaristía, de la presencia maternal de
María, de la amistad e intercesión de los santos, de la ayuda de
nuestro ángel custodio, de las bendiciones sacerdotales, de las
reliquias de los santos, del agua bendita y, especialmente, de la
confesión y de la comunión?
El Señor quiere que seamos católicos de
verdad y que seamos capaces de compartir nuestra fe con la alegría de
sentirnos orgullosos de ser católicos y de vivir en la verdad que Jesús
nos entregó por medio de la Iglesia.
.
.
Después de haber leído esta maravillosa
historia de fe, que es la vida de Ana Catalina Emmerick, podemos dar
gracias a Dios por el regalo de nuestra fe católica, que hemos recibido
sin merecerla.
La Iglesia es una institución humana y
divina. Existen malos sacerdotes, hay escándalos de malos católicos,
pero por encima de las bajezas humanas, la Iglesia siempre brillará con
la presencia de los santos. Para saber cómo es la iglesia, debemos mirar
la vida de los santos, que vivieron la fe católica en plenitud.
No nos avergoncemos de ser católicos,
sintámonos orgullosos de nuestra fe para poder compartirla sin descanso
con los demás. En el mundo hay demasiadas personas que viven tristes y
confundidas, y que necesitan la luz de Jesucristo. Vayamos a ellas en su
Nombre para hablarles de la bondad de Jesús y de tantos tesoros que nos
ha dejado en nuestra Iglesia católica.
Que la vida de Ana Catalina sea para
nosotros una guía y un estímulo para seguir sus pasos en la medida de lo
posible y aspirar a la santidad. Dios quiere que todos y cada uno de
nosotros seamos santos. ¿Alguna vez has pensado en serio en aspirar a la
santidad? Todavía estás a tiempo; mientras hay vida, hay esperanza.
Que seas santo. Ése es mi mejor deseo
para ti. Recuerda que Jesús Eucaristía te espera todos los días, que
María, como buena madre, vela por ti; y que un ángel bueno te acompaña.
Que Dios te bendiga. Saludos de mi ángel y saludos a tu ángel.
Tu hermano y amigo para siempre desde Perú.
P. Ángel Peña O.A.R.
Parroquia La Caridad
Pueblo Libre – Lima – Perú
Teléfono 00(511)4615894
***
Pueden leer todos los libros del autor en
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Adam Joseph Clemens Brentano, Emmerick Erlebnis, Herder, Freiburg, 1956.
Akten der Kirlichen Untersuchung über die stigmatisierte augustinerin Anna Katharina Emmerick,
Würzburg, 1929 (Actas de la encuesta eclesiástica de junio de 1813,
ordenada par Mons. Von Droste zu Vischering, vicario general de
Münster).
Akten der staatlichen Untersuchungskommission von August 1819 im Staatsarchiv Münster (Actas de la investigación estatal de 1819 del archivo estatal de Münster).
Bouflet Joachim, Ana Catalina Emmerick, Ed. Palabra, Madrid, 2005.
Das bittere Leiden unseres Herrn Jesus Christus (La Dolorosa pasión de Nuestro Señor Jesucristo), Christiana Verlag, Stein am Rhein, 1996.
Das Deben der heiligen Jungfrau Maria (La vida de la santa Virgen María), Christiana Verlag, 1992.
Emmerick Ana Catalina, Autobiografía, Ed. Guadalupe, Buenos Aires, 2004.
Emmerick Ana Catalina, Visiones y revelaciones, 3 tomos, Ed. Guadalupe, México, 1944.
Giovetti Paola, La monaca e il poeta, Ed. san Paolo, 2000.
Le rivelazioni di Anna Caterina Emmerick, 2 vol., 1960 y 1968; también en 1990.
Le visioni sulla Chiesa celeste e terrena, le povere anime del purgatorio, gli angeli custodi e la comunione dei santi, Cantagalli, 1995.
Positio super virtutibus, 3 volumenes, Roma, Tipografia Guerra ,1992.
Schmoeger, Vida y visiones de la venerable Ana Catalina Emmerick, Santander, 1979.
Schmoeger Carlos, Vida y visiones de la venerable Ana Catalina Emmerick, Ed. Sol de Fátima, Madrid, 1999.
Schmoeger Carlos, Vie D´Anne Catherine Emmerich, 3 volúmenes, Paris, Librairie Tequi, 1950.
Schmoeger Karl, Das Leben der gottseligen Anna Katharina Emmerick, Ed. Herder, Freiburg, 1867-1870, en 3 tomos.
Schmoeger K., Life of Anna Catherine Emmerick, Fresno, California, 1956, 2 vol.
Schmoeger K., Vita della serva di Dio Anna Caterina Emmerick, Ed. Marietti, Torino, 1869-1871, 3 vol.
Tagebuch Dr. Med. Franz Wilhelm
Wesener über die Augustinerin Anna Katharina Emmerick, Pattloch Verlag,
1973 (Diario del médico Wesener sobre la agustina Ana Catalina
Emmerick).
Wegener Thomas, Anna Katherina Emmerick, Christiana Verlag, Stein am Rhein, 1990.
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[1] Sch, tomo I, p. 48.
[2] Tagebuch Brentano, 8, p. 6 del 19 de julio de 1819.
[3] Sch, tomo I, p. 49.
[4] Sch, tomo I, pp. 49-50.
[5] Tagebuch Brentano X, 8, p. 4 del 7 de abril de 1823.
[6] Sch, tomo I, p. 50.
[7] Sch, tomo I, pp. 16-17.
[8] Tagebuch Brentano X, 8, p. 2.
[9] Sch, tomo I, pp. 50-52.
[10] Tagebuch Brentano X, 8, p. 2.
[11] Akten, pp. 418-419.
[12] Akten, p. 83.
[13] Sch, tomo I, pp. 13-15.
[14] Sch, tomo I, pp. 38-39.
[15] Sch, tomo I, p. 41.
[16] Tagebuch Wesener, p. 245.
[17] Akten, p. 205.
[18] Akten, p. 44.
[19] Akten, p. 206.
[20] Akten, p. 41.
[21] Akten, p. 81.
[22] Sch, tomo I, p. 58.
[23] Positio, tomo II, Summarium, parte 2, p. 431.
[24] Sch, tomo I, p. 58.
[25] Positio, tomo II, parte 2, p. 191.
[26] Sch, tomo I, p. 55.
[27] Sch, tomo I, p. 23.
[28] Ibídem.
[29] Ibídem.
[30] Akten, p. 49.
[31] Akten, p. 300.
[32] Akten, p. 103.
[33] Akten, p. 44.
[34] Akten, p. 81.
[35] Positio, tomo II, Summarium, parte 2, p. 432.
[36] Sch, tomo I, p. 68.
[37] Akten, p. 95.
[38] Akten, p. 94.
[39] Akten, pp. 208-209.
[40] Positio, tomo II, Summarium, parte 2, p. 194.
[41] Tagebuch Wesener, p. 120.
[42] Sch, tomo I, pp. 119-121.
[43] Akten, p. 89.
[44] Sch, tomo I, p. 112.
[45] Sch, tomo I, pp. 126-128.
[46] Positio, tomo II, Summarium, parte 2, p. 189.
[47] Akten, pp. 207-208.
[48] Sch, tomo I, p. 99.
[49] Sch, tomo I, p. 104.
[50] Tagebuch Wesener, p. 246.
[51] Sch, tomo I, pp. 143-145.
[52] Pueden verse los archivos del convento de Oelemberg en Alemania.
[53] Tagebuch Brentano X, 9, p. 1.
[54] Akten, p. 111.
[55] Tagebuch Wesener, p. 47.
[56] Positio, tomo III, Summarium, parte 2, p. 1363.
[57] Archivos de la Casa Cröy, Nº 36-37; Akten, p. 96, nota 2.
[58] Sch, tomo I, p. 184.
[59] Sch, tomo I, p. 180.
[60] Positio, tomo III, Summarium, parte 2, pp. 1399-1400.
[61] Luise Hensel, Positio, tomo I, Summarium additivum, p. 26.
[62] Akten, p. 277.
[63] Akten, pp. 220-221.
[64] Akten, p. 89.
[65] Tagebuch Wesener, p. 87.
[66] Akten, p. 91.
[67] Akten, pp. 72 y 86.
[68] Tagebuch Wesener, p. 260.
[69] Akten, p. 89.
[70] Akten, p. 88.
[71] Akten, pp. 191-192.
[72] Akten, p. 103.
[73] Akten, p. 88.
[74] Ibídem.
[75] Akten, p. 161.
[76] Akten, p. 91.
[77] Akten, p. 95.
[78] Akten, p. 163.
[79] Ibídem.
[80] Akten, p. 88.
[81] Akten, p. 101.
[82] Así le decía al doctor Wesener: Tagebuch Wesener, p. 377.
[83] Tagebuch Wesener, p. 249.
[84] Positio, tomo I, Summarium additivum, p. 360.
[85] Tagebuch Wesener, pp. 397-398.
[86] Positio, tomo III, Summarium additivum, p. 1118.
[87] Akten, pp. 191-192.
[88]
Overberg (1754-1826) será el confesor y director extraordinario de Ana
Catalina durante años y llegó a ser en Alemania un gran educador y
reformador de la enseñanza católica en Münster.
[89] Akten, p. 242.
[90] Positio, tomo III, p. 1065.
[91] Akten, p. 195.
[92] Positio, tomo III, Summarium, parte 2, p. 755; Tagebuch Wesener, pp. 204-205.
[93] Tagebuch Wesener, p. 207.
[94] Tagebuch Wesener, p. 215.
[95] Positio, tomo I, Summarium additivum, p. 345.
[96] Positio, tomo III, Summarium, parte 2, p. 758.
[97] Sch, tomo I, p. 76.
[98] Sch, tomo I, p. 62.
[99] Akten, pp. 91 y 101.
[100] Akten, p. 161.
[101] Positio, tomo III, Summarium, parte 2, p. 1396.
[102] Akten, p. 90.
[103] S, p. 187.
[104] Ana Catalina Emmerick, Autobiografía, Ed. Guadalupe, Buenos aires, 2004, pp. 30-31.
[105] Akten, p. 279.
[106] Tagebuch Wesener, p. 257.
[107] Akten, p. 305.
[108] S. p. 37.
[109] Sch, tomo III, p. 563.
[110] Sch, tomo I, p. 23.
[111] Positio, tomo III, Summarium, parte 2, p. 1415.
[112] Sch, tomo I, p. 128.
[113] Tagebuch Wesener, p. 281.
[114] Tagebuch Wesener, p. 187.
[115] Ib. 281.
[116] Akten, p. 367.
[117] Positio, tomo III, Summarium, parte 2, p. 1361.
[118] Ib. p. 1367.
[119] Visiones y revelaciones, tomo 3, Ed. Guadalupe, México, 1944, p. 171; Positio, tomo III, Summarium, parte 2, p. 1400.
[120] Sch, tomo I, p. 216.
[121] Positio, tomo I, Summarium additivum, p. 11.
[122] Positio, tomo II, Summarium, parte 1, p. 61.
[123]
Francisca Schervier (1819-1876), fundadora de las Hermanas pobres de san
Francisco, beatificada en 1974; de Pauline von Mallinckrodt
(1817-1881), fundadora de las Hermanas de la caridad cristiana,
beatificada en 1985; y de Klara Fey (1815-1894), fundadora de las
Hermanas del Niño Jesús, beatificada el 2003.
[124] Positio, tomo III, Summarium, parte 2, p. 1153.
[125] Positio, tomo I, Summarium additivum, p. 341.
[126] Positio, tomo II, Summarium, parte 2, p. 544.
[127] Luise Hensel, Positio, tomo I, Summarium additivum, p. 360.
[128] Positio, tomo II, Summarium, parte 1, p. 93.
[129] Positio, tomo I, Informatio super virtutibus, p. 179.
[130] Positio, tomo III, Summarium, parte 2, p. 1197.
[131] Positio, tomo I, Summarium additivum, p. 375.
[132] Sch, tomo I, p. 273.
[133] Positio, tomo II, Summarium, parte 2, p. 336.
[134] Positio, tomo II, Summarium, parte 2, p. 481.
[135] Ana Catalina Emmerick, Autobiografía, Ed. Guadalupe, Buenos Aires, 2004, p. 67.
[136] Ib. p. 153.
[137] Clemente Brentano, Positio, tomo III, Summarium, parte 2, pp. 1393-1394.
[138] Brentano, Semblanza de Ana Catalina, Autobiografía, Ed. Guadalupe, Buenos Aires, 2004, p. 155.
[139] Sch, tomo III, p. 140.
[140] S, p. 370.
[141] S, p. 365.
[142] Sch, tomo I, p. 60.
[143] Sch, tomo I, p. 224.
[144] Historia abreviada, Positio, tomo III, Summarium, parte 2, p. 1360.
[145] Tagebuch Wesener, pp. 119-120.
[146] Tagebuch Brentano X, 8, p. 10; del 2 de noviembre de 1819.
[147] Positio, tomo III, Summarium, parte 2, pp. 1127-1128.
[148] Positio, tomo III, Summarium, parte 2, p. 1163.
[149] Sch, tomo III, p. 171.
[150] Positio, tomo III, Summarium, parte 2, p. 1297.
[151] Positio, tomo III, Summarium, parte 2, p. 1301.
[152] Ib. p. 1143.
[153] Sch, tomo III, p. 235.
[154] Sch, tomo III, p. 236.
[155] Sch, tomo III, p. 261.
[156] Positio, tomo III, Summarium, parte 2, p. 1275.
[157] Ib. p. 1305.
[158] Ib. p. 1303.
[159] Positio, tomo II, Summarium, parte 1, p. 60.
[160] Sch, tomo III, p. 255.
[161] Sch, tomo III, p. 279.
[162] S, p. 530.
[163] Sch, tomo I, pp. 27-28.
[164] Visiones y revelaciones de Ana Catalina Emmerick, 3 tomos, Ed. Guadalupe, México, 1944, p. 401.
[165] Positio, tomo I, Summarium additivum, p. 7.
[166] Visiones y revelaciones, Ed. Guadalupe, o.c., p. 372.
[167] Sch, tomo I, p. 246.
[168] Sch, tomo I, p. 247.
[169] Ibidem.
[170] Sch, tomo III, p. 500.
[171] S. pp. 506-507.
[172] Sch, tomo III, p. 227.
[173] Sch, tomo III, p. 213.
[174] S. pp. 459-460.
[175] Sch, tomo II, p. 305.
[176] S. p. 482.
[177] S. pp. 479-480.
[178] Visiones y revelaciones, o.c., p. 377.
[179] S. p. 431.
[180] S. p. 436.
[181] Positio, tomo I, Summarium additivum, pp. 351-352.
[182] Ib. p. 352.
[183] Positio, tomo III, Summarium, parte 2, p. 1413.
[184] Giovetti Paola, La monaca e il poeta, Ed. San Paolo, 2000, pp. 67-68.
[185] Positio, tomo I, Summarium additivum, pp. 374.
[186] Visiones y revelaciones, tomo 3, Ed. Guadalupe, México, 1944, p. 55.
[187] Sch, tomo III, p. 498.
[188] Akten, p. 385.
[189] Tagebuch Wesener, p. 254.
[190] Positio, tomo I, Summarium additivum, p. 373.
[191] Tagebuch Wesener, pp. 241-242.
[192] Ana Catalina Emmerick, Leben der Hl. Jungfrau María, Aschaffenburg, Paul Pattloch Verlag, 1974, pp. 405-406.
[193] Akten, p. 98.
[194] Positio, tomo II, Summarium, parte 2, p. 188.
[195] Ib. p. 187.
[196] Positio, tomo III, Summarium, parte 2, p. 1368.
[197] Tagebuch Wesener, p. 207.
[198] Positio, tomo III, Summarium, parte 2, p. 1327.
[199] Ibidem.
[200] Akten, p. 89.
[201] Tagebuch Wesener, p. 565.
[202] Sch, tomo I, p. 22.
[203] Sch, tomo I, p. 21.
[204] Bouflet Joachim, Ana Catalina Emmerick, Ed. Palabra, Madrid, 2004, p. 266.
[205] Akten, p. 50.
[206] Positio, tomo II, Summarium, parte 2, p. 278.
[207] Positio, tomo I, Informatio super virtutibus, p. 171.
[208] Positio, tomo II, Summarium, parte 2, p. 17.
[209] Positio, tomo I, Informatio super virtutibus, p. 182.
[210] Positio, tomo I, Informatio super virtutibus, p. 174.
[211] Sch, tomo I, p. 57.
[212] Positio, tomo II, Summarium, parte 2, p. 269.
[213] Ibidem.
[214] Ibídem.
[215] Bouflet Joachim, o.c., p. 277.
[216] Akten, p. 376.
[217] Akten, p. 8.
[218] Brentano, Semblanza de Ana Catalina, Autobiografía, Ed. Guadalupe, Buenos Aires, 2004, p. 152.
[219] Akten, pp. 322-323.
[220] Positio, tomo I, Summarium additivum, p. 341.
[221] Ib. p. 351.
[222] Positio, tomo I, Summarium additivum, p. 356.
[223] Sch, tomo I, p. 229.
[224] Sch, tomo I, p. 231.
[225] Sch, tomo I, p. 233.
[226] Positio, tomo I, Summarium additivum, p. 357.
[227] Sch, tomo III, p. 25.
[228] S. pp. 383-384.
[229] Sch, tomo III, p. 4.
[230] Sch, tomo I, pp. 29-30.
[231] Sch, tomo III, p. 2.
[232] S. p. 302.
[233] Sch, tomo III, pp. 6-7.
[234] Positio, tomo III, Summarium, parte 2, p. 1193.
[235] Sch, tomo II, p. 66.
[236] Sch, tomo I, p. 10.
[237] Positio, tomo II, Summarium, parte 2, p. 310.
[238] Akten, p. 160.
[239] Positio, tomo II, Summarium, parte 2, p. 418.
[240]
¿Ha sido suprimido el limbo de las enseñanzas de la Iglesia católica? Lo
cierto es que nunca fue un dogma de fe, aunque durante algunos siglos
fue una opinión generalizada que los niños muertos sin bautismo iban al
limbo y que nunca irían al cielo. En el Catecismo de la Iglesia católica
se dice: En cuanto a los niños muertos sin bautismo, la
liturgia de la Iglesia nos invita a tener confianza en la misericordia
divina y a orar por su salvación (Cat 1283). Poco a poco, se fue
abriendo paso la idea de la salvación de estos niños y el año 2006 la
Comisión teológica internacional publicó un documento con la aprobación
del Papa Benedicto XVI en el que se decía: Además de la teoría
del limbo (que continúa siendo una opinión teológica posible) puede
haber otros caminos que integren y salvaguarden los principios de la fe
en la Eucaristía. No se descarta la existencia del limbo y, a la vez,
habla, como dice el titulo del documento, de La esperanza de
salvación para los niños que mueren sin bautismo (Ed. BAC, Madrid,
2007). Esto quiere decir que se pueden salvar estos niños y que podría
haber un limbo temporal, pues no necesariamente se salvan inmediatamente
después de su muerte.
[241] Visión del 31 de diciembre de 1820, en Visiones y revelaciones, tomo 3, Ed. Guadalupe, México, 1944, p. 511.
[242] Visión del 12 de abril de 1820; ib. p. 499.
[243] Visión del 29 de junio de 1821; ib. p. 513.
[244] Visión del 1 de julio de 1821; ib. p. 514.
[245] Visión del 12 de enero de 1820; ib. p. 489.
[246] S. pp. 279-280.
[247] S. p. 362.
[248] S. pp. 400-401.
[249] Sch, tomo II, p. 428.
[250] Sch, tomo I, p. 438.
[251] Positio, tomo II, Summarium, parte 2, p. 295.
[252] Akten, p. 88.
[253] Akten, pp. 85 y 95.
[254] Positio, tomo II, Summarium, parte 2, p. 309.
[255] Sch, tomo II, p. 430.
[256] Positio, tomo I, Summarium additivum, p. 18.
[257] Positio, tomo II, Summarium, parte 2, p. 437.
[258] Ana Catalina Emmerick, Autobiografía, Ed. Guadalupe, Buenos Aires, 2004, p. 113.
[259] Positio, tomo II, Summarium, parte 2, p. 310.
[260] S. p. 256.
[261] Akten, p. 47.
[262] Akten, p. 103.
[263] Akten, p. 79.
[264] Akten, p. 55.
[265] Positio, tomo II, Summarium, parte 1, p. 16.
[266] Sch, tomo I, p. 25.
[267] Positio, tomo III, Summarium, parte 2, p. 1396.
[268] Sch, tomo I, p. 92.
[269] Sch, tomo I, p. 68.
[270] Sch, tomo I, p. 67.
[271] Sch, tomo I, p. 91.
[272] Sch, tomo I, p. 112.
[273] Sch, tomo II, p. 430.
[274] S. pp. 75-76.
[275] Sch, tomo I, pp. 218-220.
[276] Sch, tomo I, p. 22.
[277] Sch, tomo I, pp. 527-528.
[278] Sch, tomo I, pp. 532-533.
[279] Ana Catalina Emmerick, Visiones y revelaciones, tomo 3, Ed. Guadalupe, México, 1944, p. 311.
[280] S. p. 402.
[281] S. p. 403.
[282] Akten, p. 162.
[283] Sch, tomo I, p. 527.
[284] Positio, tomo III, Summarium, parte 2, p. 1375.
[285] Tagebuch Wesener, p. 565.
[286] Ibídem.
[287] Sch, tomo III, pp. 574-576.
[288] Positio, tomo III, Summarium, parte 2, pp. 1431-1432.
[289] Akten, p. 183.
[290] Proceso ordinario, fol 40 v.
[291] Positio, tomo III, Summarium, parte 2, pp. 1431-1432.
[292] Positio, tomo I, Summarium additivum, p. 362.
[293] Positio, tomo I, Summarium additivum, p. 363.
[294] Positio, tomo II, Summarium, parte 1, p. 81.
[295] Positio, tomo I, Informatio super virtutibus, p. 221.
[296] Sch, tomo III, p. 541.
[297] Positio, tomo I, Summarium additivum, p. 358.
[298] Raïssa Maritain, Les Grandes Amitiés, Seuil, Paris, 1956, pp. 158-159.
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