Trevijano se
convierte con ello en el apasionado Lactancio - Filósofo y apologista cristiano de origen norteafricano, uno de los fundadores dentro de la Iglesia cristiana de la Patrística - de las "pastueñas" y
hebetadas Historias del Arte Contemporáneo que desde hace cien años
padecemos por una especie de locura insuflada desde el Poder, fundado
una vez más en una Tetrarquía- Sistema de gobierno de época romana en que el poder era ejercido por cuatro autoridades imperiales.- consensuada, en donde un nuevo Galerio - emperador romano y perteneciente a un tetrarquia -
lleva otra vez la voz cantante.
La degeneración inhumana del arte actual descansa en ese fenómeno cultural que se etiquetó como "modernismo".
El modernismo extendió el consenso a todos los sectores sociales que antes estaban dirigidos por la jerarquía de los saberes, desde la educación escolar, hasta la sanidad pública, pasando, naturalmente, por la justicia, la ciencia y el arte.
Bajo el imperio de las modas, la ingente masa adocenada carece de gustos estéticos, y estos dejan de responder a las divergencias de los temperamentos naturales y de refinamientos culturales. Y se uniforman por la efectividad de la propaganda de los fabricantes del gusto social.
Para justificar la legitimidad democrática de la igualación de la belleza humana, y el derecho individual o colectivo al mal gusto, se propaga la falsa vulgaridad de que el gusto es una cosa personal, tan libre y respetable como los colores, ajeno por completo a la educación escolar y académica.
La degeneración inhumana del arte actual descansa en ese fenómeno cultural que se etiquetó como "modernismo".
El modernismo extendió el consenso a todos los sectores sociales que antes estaban dirigidos por la jerarquía de los saberes, desde la educación escolar, hasta la sanidad pública, pasando, naturalmente, por la justicia, la ciencia y el arte.
Bajo el imperio de las modas, la ingente masa adocenada carece de gustos estéticos, y estos dejan de responder a las divergencias de los temperamentos naturales y de refinamientos culturales. Y se uniforman por la efectividad de la propaganda de los fabricantes del gusto social.
Para justificar la legitimidad democrática de la igualación de la belleza humana, y el derecho individual o colectivo al mal gusto, se propaga la falsa vulgaridad de que el gusto es una cosa personal, tan libre y respetable como los colores, ajeno por completo a la educación escolar y académica.
Pero la sensibilidad sólo puede igualarse rebajándola, y el
color, ensombreciéndolo. El daño causado por la demagogia de la igualdad
en la jerarquía de los valores estéticos, y en la libertad de elección,
no cuenta.
Pero lo bello ha sido siempre irreconciliable con el mal
gusto, aunque el modernismo haya derogado esa constante.
La corriente igualitaria del gusto se desliza cuesta abajo hacia las anchas praderas donde pastan las emociones de las muchedumbres. El pueblo olvida allí que en lugar de placer, tiene aturdimiento. Y, como le sucede a los poderosos, todo lo suyo lo encuentra bello. Vive tan alejado de las antiguas formas de la belleza, que ha tomado por costumbre admirar y someterse a lo que menos comprende.
La corriente igualitaria del gusto se desliza cuesta abajo hacia las anchas praderas donde pastan las emociones de las muchedumbres. El pueblo olvida allí que en lugar de placer, tiene aturdimiento. Y, como le sucede a los poderosos, todo lo suyo lo encuentra bello. Vive tan alejado de las antiguas formas de la belleza, que ha tomado por costumbre admirar y someterse a lo que menos comprende.
Pues “omne
ignotum pro magnifico est” (Tacitus, De Vita Iulii Agricolae, 30).
"Todo lo desconocido (se tiene) por magnífico"
El arte “modernitario” se detiene ante las puertas de lo bello. Y no por temor reverencial a lo clásico. El artista avanzado no las abre para no parecer antiguo o convencional. Como si fuera una rama de los saberes técnicos, la estética del “modernitarismo” ha pasado a ser cuestión de especialistas.
El arte “modernitario” se detiene ante las puertas de lo bello. Y no por temor reverencial a lo clásico. El artista avanzado no las abre para no parecer antiguo o convencional. Como si fuera una rama de los saberes técnicos, la estética del “modernitarismo” ha pasado a ser cuestión de especialistas.
El arte actual no representa otra absurdidad que la de sí
mismo. Puede expresar así algo de interés para la comprensión de una
vida social sin ideales colectivos, pero no la estética, ni la
sinceridad de las emociones naturales.
Libro imprescindible por sus penetrantes vislumbres y colosal erudición, nos deja claro que el modernismo trajo el dogma de que la belleza del arte está en el secreto de sus abstracciones. Cuanto menos inteligibles, más modernas. El espíritu de los tiempos actuales hace de estos vanguardistas de la esoteridad críptica en la expresión, los primeros demagogos del arte.
La maravillosa igualdad estética de la abstracción consiste en que nadie la comprende. Por eso es el arte predilecto de las pseudo-democracias. Todos lo pueden crear y disfrutar, y nadie entender.
Libro imprescindible por sus penetrantes vislumbres y colosal erudición, nos deja claro que el modernismo trajo el dogma de que la belleza del arte está en el secreto de sus abstracciones. Cuanto menos inteligibles, más modernas. El espíritu de los tiempos actuales hace de estos vanguardistas de la esoteridad críptica en la expresión, los primeros demagogos del arte.
La maravillosa igualdad estética de la abstracción consiste en que nadie la comprende. Por eso es el arte predilecto de las pseudo-democracias. Todos lo pueden crear y disfrutar, y nadie entender.
El nuevo arte de la postmodernidad, derivado de la popularidad del consenso, "la belleza está en lo que gusta al pueblo", alimenta de vanidad aldeana el cultivo artístico de lo grotesco.
El conceptualismo estético empieza donde la inspiración acaba, y la vulgaridad la anula si el criterio del gusto se democratiza.
La búsqueda de originalidad en la temática o en la fantasía, tan común en los artistas e intelectuales de la segunda mitad del siglo pasado, es signo de impotencia creadora. La única fuente de originalidad artística, y también del pensamiento, está en la invención de reglas o perspectivas inéditas con las que recrear o mirar los eternos temas. Así se fundan los paradigmas del arte y de las ideas. Sólo eso hace geniales a los autores de lo que antes de ellos no existía o se veía de otra manera.
Se ha dicho que el Renacimiento devolvió a los artistas libertad técnica e inspiración exótica, por lo que su arte tuvo una visión retrospectiva de la Antigüedad, sin incidir en la conciencia de la realidad, y sin influir en las preocupaciones de la sociedad de su tiempo. Hay algo de cierto en la creencia de que el arte del Renacimiento fue un hermoso sueño sin propósito moral. Pero esta afirmación no deja de ser una vaga generalidad. Pues el arte auténtico siempre ha sido tan inocente como la naturaleza.
Aquellos artistas forjaron las realidades del mundo sensible –morales, estéticas y eróticas-, con más fidelidad que los estadistas y filósofos las del mundo inteligible.
Salvo la ciencia, la técnica o la religión, ninguna otra manifestación del espíritu ha labrado tanta dicha a los hombres como el arte. Ya lo dijo Santayana, tan admirado por Trevijano:
"Cuando se considera el confuso estado actual del gobierno y la religión, sirve de gran consuelo apartarse de ellos hacia cualquiera de las artes, donde lo bueno es total y finalmente bueno, y donde lo malo al menos no es traicionero". Por eso, el arte "modernitario" ha devenido fraude y traición.
Finalmente, la irresistible atracción hacia las grandes obras maestras de las Bellas Artes por parte de los individuos sanos es siempre instintiva y no conceptual.
"¿Acaso ama, quien a la primera mirada no ama?" - se preguntaba Shakespeare.
El arte no se pondera ni se mide
con criterios democráticos.
La búsqueda de originalidad en la temática o en la fantasía, tan común en los artistas e intelectuales de la segunda mitad del siglo pasado, es signo de impotencia creadora. La única fuente de originalidad artística, y también del pensamiento, está en la invención de reglas o perspectivas inéditas con las que recrear o mirar los eternos temas. Así se fundan los paradigmas del arte y de las ideas. Sólo eso hace geniales a los autores de lo que antes de ellos no existía o se veía de otra manera.
Se ha dicho que el Renacimiento devolvió a los artistas libertad técnica e inspiración exótica, por lo que su arte tuvo una visión retrospectiva de la Antigüedad, sin incidir en la conciencia de la realidad, y sin influir en las preocupaciones de la sociedad de su tiempo. Hay algo de cierto en la creencia de que el arte del Renacimiento fue un hermoso sueño sin propósito moral. Pero esta afirmación no deja de ser una vaga generalidad. Pues el arte auténtico siempre ha sido tan inocente como la naturaleza.
Aquellos artistas forjaron las realidades del mundo sensible –morales, estéticas y eróticas-, con más fidelidad que los estadistas y filósofos las del mundo inteligible.
Salvo la ciencia, la técnica o la religión, ninguna otra manifestación del espíritu ha labrado tanta dicha a los hombres como el arte. Ya lo dijo Santayana, tan admirado por Trevijano:
"Cuando se considera el confuso estado actual del gobierno y la religión, sirve de gran consuelo apartarse de ellos hacia cualquiera de las artes, donde lo bueno es total y finalmente bueno, y donde lo malo al menos no es traicionero". Por eso, el arte "modernitario" ha devenido fraude y traición.
Finalmente, la irresistible atracción hacia las grandes obras maestras de las Bellas Artes por parte de los individuos sanos es siempre instintiva y no conceptual.
"¿Acaso ama, quien a la primera mirada no ama?" - se preguntaba Shakespeare.
miércoles 25 de junio de 2014, 17:32h
Martín-Miguel Rubio Esteban
Doctor en Filología Clásica
Todos los artículos de Martín-Miguel Rubio Esteban
No me guían en mi caso afinidades ideológicas, ni siquiera estéticas.
Si acaso, me consideraría más cercano a las teorías y ensayos de Simón Marchán Fiz, José Luis Brea, Valeriano Bozal o Jaime Brihuega en su reconocimiento de las vanguardias artísticas y las innovaciones plásticas.
Pero es precisamente en eso en lo que radica el tino del libro: remueve conciencias, sacude clichés, zarandea tópicos y cimenta sus ideas con una frescura y una agilidad literaria y argumental con la que no es difícil vaticinar que “Ateísmo Estético” será un volumen que en los años venideros va a hacer temblar primero y socavar después los cimientos mismos del arte contemporáneo.
Trevijano hace un repaso por la evolución de los criterios del gusto y de la belleza, la razón del arte, la expresión estética y el arte de mirar y de pensar. Descrita en trazo grueso, su tesis apunta como las vanguardias, guiadas por su afán en destruir un siglo plagado de desastres bélicos y atrocidades humanas, idearon una nueva forma de expresión que rompiera con el pasado y dibujara un futuro sobre nuevos presupuestos artísticos.
Fueron elitistas e incomprendidos pero a la larga lograron lo que no se proponían: que el acceso a la obra de arte se hiciera popular y masivo sin importar demasiado el canon anterior del gusto ni la necesaria preparación hacia el mismo.
Los impresionistas fueron los que tiraron la primera piedra y luego vendrían los demás, guiados por Picasso y los surrealistas y culminando con el “ready made” de Marcel Duchamp.
Perdida la referencia del arte clásico, el olvido de los Medicis o Donatello, el escultor que aún hoy conserva la esencia del esplendor de toda una época, sobreviene el cataclismo. Si algún día se diera a conocer el bajorrelieve en bronce con el retrato del hijo de Lorenzo de Medicis, obra inédita desvelada por J. A. Forte en su libro “Donatello modela la infancia” (Ed. El Viso), quizás pudiéramos apreciar esos viejos valores en los nuevos odres de la modernidad.
El autor repasa a clásicos y contemporáneos en arte y filosofía con la autoridad de quien los ha saboreado en toda su magnificencia. De hecho, uno descubre gratamente que este “Ateísmo Estético” es en realidad una antífrasis, pues no hay mayor creyente en la belleza que Trevijano y esta por fortuna alcanza también a Malevich, Moholy-Nagy o Francis Bacon en sus respectivos estilos y disciplinas.
Imposible reseñar brevemente lo mejor de su relación onomástico-artística, de la que carece el libro en un imperdonable yerro de sus editores, pero que ayudaría aún más como guía y consulta precisa para los que vamos a incorporarlo como volumen de cabecera.
Trevijano no es de este mundo ni de esta época, para desgracia de sus contemporáneos, cuyo establishment lo ignora o ningunea.
Me parece a mí que él prefiere dialogar en este libro con Nicolás de Uzzano o con Cosme de Medicis, de los que me atrevo a vislumbrar perfiles propios en su carácter indómito, autodidacta, soñador y hombre de acción, como pueden apreciar a diario sus oyentes en Radio Libertad Constituyente o los lectores de su Diario de la República Constitucional.
La República de Florencia en el siglo XV es el hábitat natural de este incombustible romántico que lee a Maquiavelo e intentó organizar una España a la que podría parecerse algún día tras la defunción –en la cama– del sistema opresor anterior. Al igual que le ocurrió al notario Trevijano en su juventud, Cosme de Medicis también padeció cárcel y sólo su guardián Federico Malavotti consiguió hacerle comer algo porque temía ser envenenado, como le había ocurrido al joven pintor Masaccio unos pocos años antes tras pintar “El Tributo”.
Trevijano, es uno de los pocos españoles que cree en sus principios y no tiene miedo a difundirlos, nos obsequia ahora en el Arte con la misma lozanía y renovación que pretende para la política.
Tengo para mí que, por su carácter, a Trevijano le persigue una kafkiana rémora de malentendidos de los que no se desembarazará nunca porque los propagan quienes no lo han conocido ni leído, que son la mayoría. O los que habiéndolo hecho, prefieren el refugio algo miserable del interés propio y el arte de lo posible. O simplemente discrepan. Se habla mucho de sus defectos humanos, que van del mesianismo –en el sentido menos peyorativo de la palabra– al egotismo o la grandilocuencia, pero nadie proclama sus virtudes, entre ellas –y no es baladí en estos días– la generosidad hacia el desvalido, la tolerancia hacia las ideas adversas, la educación en el trato y el civismo en los principios, de los que hace constantemente gala y bandera en deliciosa conversación.
Pero a mí lo que me ha enamorado de Trevijano no ha sido su ideario sino su “Ateísmo Estético” que, el día en que se lea en España y se desmoronen los prejuicios, le hará emerger no como excelente notario y jurista –que lo tiene acreditado–, ni siquiera como lúcido crítico político y “outsider” –uno de los pocos que dejan obra escrita de su puño y letra–, sino como el filósofo y teórico del Arte que no fue valorado en su tiempo en la justa medida en que sus textos lo encumbraban.
¿Un idealista? Quizás solo un hombre aseado en sus ideas durante unos sucios tiempos de confusión, cólera y consumismo.
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Leyendo “Ateísmo Estético, Arte del Siglo XX. De la Modernidad al Modernismo” (Ed. Landucci) creo no exagerar si defino a Trevijano como uno de nuestros grandes pensadores y teóricos del Arte de ese siglo que tan certeramente describe en su libro. No me guían en mi caso afinidades ideológicas, ni siquiera estéticas.
Si acaso, me consideraría más cercano a las teorías y ensayos de Simón Marchán Fiz, José Luis Brea, Valeriano Bozal o Jaime Brihuega en su reconocimiento de las vanguardias artísticas y las innovaciones plásticas.
Pero es precisamente en eso en lo que radica el tino del libro: remueve conciencias, sacude clichés, zarandea tópicos y cimenta sus ideas con una frescura y una agilidad literaria y argumental con la que no es difícil vaticinar que “Ateísmo Estético” será un volumen que en los años venideros va a hacer temblar primero y socavar después los cimientos mismos del arte contemporáneo.
Trevijano hace un repaso por la evolución de los criterios del gusto y de la belleza, la razón del arte, la expresión estética y el arte de mirar y de pensar. Descrita en trazo grueso, su tesis apunta como las vanguardias, guiadas por su afán en destruir un siglo plagado de desastres bélicos y atrocidades humanas, idearon una nueva forma de expresión que rompiera con el pasado y dibujara un futuro sobre nuevos presupuestos artísticos.
Fueron elitistas e incomprendidos pero a la larga lograron lo que no se proponían: que el acceso a la obra de arte se hiciera popular y masivo sin importar demasiado el canon anterior del gusto ni la necesaria preparación hacia el mismo.
Los impresionistas fueron los que tiraron la primera piedra y luego vendrían los demás, guiados por Picasso y los surrealistas y culminando con el “ready made” de Marcel Duchamp.
Perdida la referencia del arte clásico, el olvido de los Medicis o Donatello, el escultor que aún hoy conserva la esencia del esplendor de toda una época, sobreviene el cataclismo. Si algún día se diera a conocer el bajorrelieve en bronce con el retrato del hijo de Lorenzo de Medicis, obra inédita desvelada por J. A. Forte en su libro “Donatello modela la infancia” (Ed. El Viso), quizás pudiéramos apreciar esos viejos valores en los nuevos odres de la modernidad.
El autor repasa a clásicos y contemporáneos en arte y filosofía con la autoridad de quien los ha saboreado en toda su magnificencia. De hecho, uno descubre gratamente que este “Ateísmo Estético” es en realidad una antífrasis, pues no hay mayor creyente en la belleza que Trevijano y esta por fortuna alcanza también a Malevich, Moholy-Nagy o Francis Bacon en sus respectivos estilos y disciplinas.
Imposible reseñar brevemente lo mejor de su relación onomástico-artística, de la que carece el libro en un imperdonable yerro de sus editores, pero que ayudaría aún más como guía y consulta precisa para los que vamos a incorporarlo como volumen de cabecera.
Trevijano no es de este mundo ni de esta época, para desgracia de sus contemporáneos, cuyo establishment lo ignora o ningunea.
Me parece a mí que él prefiere dialogar en este libro con Nicolás de Uzzano o con Cosme de Medicis, de los que me atrevo a vislumbrar perfiles propios en su carácter indómito, autodidacta, soñador y hombre de acción, como pueden apreciar a diario sus oyentes en Radio Libertad Constituyente o los lectores de su Diario de la República Constitucional.
La República de Florencia en el siglo XV es el hábitat natural de este incombustible romántico que lee a Maquiavelo e intentó organizar una España a la que podría parecerse algún día tras la defunción –en la cama– del sistema opresor anterior. Al igual que le ocurrió al notario Trevijano en su juventud, Cosme de Medicis también padeció cárcel y sólo su guardián Federico Malavotti consiguió hacerle comer algo porque temía ser envenenado, como le había ocurrido al joven pintor Masaccio unos pocos años antes tras pintar “El Tributo”.
Trevijano, es uno de los pocos españoles que cree en sus principios y no tiene miedo a difundirlos, nos obsequia ahora en el Arte con la misma lozanía y renovación que pretende para la política.
Tengo para mí que, por su carácter, a Trevijano le persigue una kafkiana rémora de malentendidos de los que no se desembarazará nunca porque los propagan quienes no lo han conocido ni leído, que son la mayoría. O los que habiéndolo hecho, prefieren el refugio algo miserable del interés propio y el arte de lo posible. O simplemente discrepan. Se habla mucho de sus defectos humanos, que van del mesianismo –en el sentido menos peyorativo de la palabra– al egotismo o la grandilocuencia, pero nadie proclama sus virtudes, entre ellas –y no es baladí en estos días– la generosidad hacia el desvalido, la tolerancia hacia las ideas adversas, la educación en el trato y el civismo en los principios, de los que hace constantemente gala y bandera en deliciosa conversación.
Pero a mí lo que me ha enamorado de Trevijano no ha sido su ideario sino su “Ateísmo Estético” que, el día en que se lea en España y se desmoronen los prejuicios, le hará emerger no como excelente notario y jurista –que lo tiene acreditado–, ni siquiera como lúcido crítico político y “outsider” –uno de los pocos que dejan obra escrita de su puño y letra–, sino como el filósofo y teórico del Arte que no fue valorado en su tiempo en la justa medida en que sus textos lo encumbraban.
¿Un idealista? Quizás solo un hombre aseado en sus ideas durante unos sucios tiempos de confusión, cólera y consumismo.
Federico Utrera