Fustel de Coulanges y la religión
En La Ciudad Antigua (1864), Fustel de Coulanges, apoyándose en indicios, considera que la religión comenzó entre los indoeuropeos como un culto familiar a los muertos en línea paterna, y que fue imprescindible para la continuidad de la familia
En estos comentarios se enuncian dos hipótesis: 1) que la mayoría de las creencias desaparecen y sólo subsisten («darwinianamente») las que resultan favorecer la subsistencia y crecimiento de sus grupos sociales. Por eso es absurdo pensar en «extirpar» la religión. 2) Manteniendo sus raíces, la religión fue evolucionando debido a presiones que surgían en el seno de la sociedad (debidas principalmente al crecimiento demográfico y al aumento de la productividad).
La religión primitiva
En 1864 Numa Denys Fustel de Coulanges publicó su después famoso libro La ciudad antigua. El 90% de la historia humana fue anterior a la sedentarización e involucra al mayor de los inventos –el lenguaje hablado– y gran parte de las pautas de relación del individuo consigo mismo, con los demás y con la naturaleza. De esta etapa fascinante sólo es posible hacer conjeturas, apoyadas en los hallazgos de la etología (especialmente la de los primates). Las descripciones de Fustel, mucho más recientes (de unos 5.000 a 2.000 años) se basan en pruebas arqueológicas y literarias; están preñadas de sugerencias implícitas acerca de la evolución de las instituciones y de la permanencia de vestigios antiguos en nuestra vida actual.
«La religión de los muertos parece haber sido la más antigua de la raza humana porque antes de concebirse ni de adorar a Indra o a Zeus, el hombre adoró a los muertos, tuvo miedo de ellos y les dirigió súplicas y oraciones. (…) La casa de un griego o de un romano encerraba un altar y en él debía haber siempre un poco de ceniza y carbones encendidos. Era obligación sagrada del dueño de casa mantener el fuego día y noche, y ¡desgraciada aquella en que llegase a apagarse! (…) No dejaba de arder constantemente este fuego en el altar, sino cuando había perecido toda la familia; hogar extinguido y familia extinguida, eran palabras sinónimas para los antiguos.» (pág. 39.)
Probablemente la creencia en la existencia de espíritus, del alma inmortal, se base en la experiencia de soñar. En los sueños percibimos seres inmateriales y a menudo ya muertos. El ser humano nace mucho más dependiente que los demás animales, y los padres brindan los cuidados y la experiencia que permiten sobrevivir. Para los niños, sus padres son gigantes y sabios. La relación afectiva hace que los padres sean queridos y admirados, pero también temidos, porque su palabra y su voluntad son ley para el niño. (Cuando, a los doce o trece años, el niño se da cuenta de que sus padres no son tan sabios, busca otras figuras –deportistas, militares, sabios– para admirar e identificarse). Antiguamente la vida era mucho más breve que hoy, lo que también hacía imprescindible no desperdiciar los conocimientos penosamente acumulados por muchas generaciones.
Fustel destaca el carácter doméstico de la religión primitiva. El «hogar» era un fuego sagrado con el que se honraba a la sucesión masculina paterna de antepasados, a quienes periódicamente se hacían ofrendas y se entregaban alimentos. Esos muertos eran dioses particulares de cada familia. Luciano escribió (ref. 1, pág. 48) «El muerto que no ha dejado hijo no recibe ofrendas y está expuesto a sufrir un hambre perpetua».
Los indios llamaban Agni al dios del fuego. En India, Grecia y Roma –civilización indoeuropea–, se llamó «agnados» a los parientes que por la línea masculina compartían el fuego sagrado, la religión doméstica. Los que participaban de ella como esclavos o como clientes, eran cognados (de donde deriva cognate, cuñado).
«Lo que explican estas prácticas es que los antiguos creían que todo alimento preparado en el altar y repartido entre muchas personas establecía entre ellas un lazo indisoluble y una unión santa que no cesaba sino con la vida.» (pág. 117.)
Este sentimiento no desapareció; en la Edad Media se llamaba cum panis –compañero– a quien compartía el pan, y camarada a quien compartía la cámara o habitación. Aún subsisten estas palabras y vestigios de las pautas de relación que implican.
«La desposada no entraba por su pie en la nueva morada, sino que su marido la cogía en sus brazos simulando un rapto, mientras ella daba algunos gritos y las mujeres que la acompañaban simulaban querer defenderla.» (pág. 57.)
Esta costumbre evoca raptos que habrían sido habituales pero que ya habían desaparecido en la época a la que se refiere Fustel; sólo quedaba la pantomima. Pero aún hoy quedan vestigios de esta antiquísima tradición, pues sigue siendo habitual en los recién casados que la esposa entre por primera vez en su nueva morada (que también llamamos hogar) en brazos de su marido. Por otra parte:
«La palabra pater {que es igual en latín, griego y sánscrito} tenía otro sentido. En la lengua religiosa se aplicaba a los dioses y en la del derecho a todo el que tenía un culto y una heredad. Los poetas nos enseñan que se dirigía a todos aquellos a quienes se quería honrar y el esclavo y el cliente llamaban así a su amo. Era sinónima de rex, y llevaba en sí la significación no de paternidad pero sí de potestad, autoridad y dignidad majestuosa.» (pág. 92.)
Los dioses se multiplican
La gens era la familia misma (pág. 108); cierto número de familias formaron un grupo que se llamó fratría en griego y curia en latín (pág. 116) y muchas curias o fratrías formaron una tribu (pág. 117). «Este nuevo círculo tuvo también su religión, su altar y su divinidad protectora». Como los dioses «generales» no anulaban a los familiares, Roma tenía más dioses que habitantes.
El hombre actúa según sus creencias, independientemente de que éstas concuerden o no con la realidad.
«El estudio de las antiguas reglas del derecho privado nos ha permitido entrever más allá de los tiempos históricos un período de siglos, durante los cuales la familia fue la única forma de sociedad conocida.» (pág. 115.)
Es decir que la estructuración de la sociedad arranca de la familia (no de su división en clases, que están desapareciendo), de su crecimiento, y luego, de la integración de varias. El derecho de primogenitura mantuvo (pág. 88) la unidad durante la sucesión de las generaciones. Y fue, además, la primera jerarquización y discriminación de derechos. Por eso dice en pág. 214: «He aquí ya un principio de desigualdad en las constitución íntima de la familia. El primogénito es el privilegiado para el culto, para la sucesión y para el mando.» El enfoque idealista de la moral y el derecho llevan a algunos a abogar por la igualdad a ultranza. Sin embargo, lo que mantuvo a nuestra especie y la hizo crecer y progresar, es precisamente la desigualdad.
«Es evidente que la propiedad particular era una institución de todo punto necesaria para la religión porque, prescribiendo el aislamiento del domicilio y de las sepulturas, hacía imposible la vida común; y mandaba que el hogar estuviese siempre fijo en el suelo y que el sepulcro no pudiese destruirse ni variar de sitio, claro es que sin propiedad, el hogar se convertiría en errante, las familias se mezclarían y los muertos quedarían abandonados, sin culto. (…) El hombre de la antigüedad se excusó de ésta manera de resolver dificilísimos problemas, llegando sin discusión, sin trabajo, sin sombra de duda, de un solo paso y únicamente en virtud de sus creencias, a la concepción del derecho que forma la base de toda civilización, puesto que por él mejora el hombre la tierra y él mismo se mejora.» (pág. 74.)
«Fue la religión y no las leyes, lo primero que garantizó el derecho de propiedad».
Pero en este caso, igual que en los anteriores, los requisitos de la religión favorecen la subsistencia y el crecimiento (en número y en productividad) de los seres humanos. Y además sin discusión ni dudas: ahorrando tiempo y trabajo. En cuanto a la propiedad, es la mejor manera de asegurar el uso eficiente de los recursos. Un refrán medieval citado por Bartolomé de Albornoz (en ref. 2, pág. 57) dice: «Asno de muchos, lobos lo comen». Y otra cosa digna de destacar de este libro de Chafuen (Economía y Ética), es que trata de las «Raíces cristianas de la economía de libre mercado», así como antes Max Weber vinculó el desarrollo del capitalismo a la ética protestante.
Teocracias
Si quedara alguna duda acerca de la función de la religión, podemos leer en pág. 80:
«Este fue el antiguo principio establecido lo mismo por las costumbres de la India, de Grecia y de Roma. Los tres pueblos tuvieron las mismas leyes, no porque las tomasen unos de otros, sino porque las derivaron de las mismas creencias».
Pero, ¿por qué tenían las mismas creencias? Intentaré contestar esta pregunta después de mencionar otras consecuencias de ellas.
«(…) el hogar sagrado pasaba en virtud de la ley religiosa de padres a hijos, resultando que la casa era un bien hereditario.» (Fustel, pág. 176.)
Las palabras «hogar» y «heredado» son vestigios de la religión primitiva. El poeta argentino Carlos Guido y Spano (1827-1918) escribió en un famoso poema:
Bella es la vida que a la sombra pasa
Del heredado hogar.
Es también interesante lo que relata en pág. 187: «Régulo prisionero del enemigo, a quien la ley romana asimilaba a un desterrado, cuando el Senado le pide su opinión, rehúsa darla porque el desterrado no es Senador; y cuando su mujer y sus hijos corren a abrazarle, los rechaza, porque el desterrado no tiene hijos ni desposa.»
En la Unión Soviética hubieron casos similares. Comunistas rotulados por «error» como «enemigos del pueblo», al ser rehabilitados, increparon a su mujer e hijos tal como hizo Régulo. Había también otras analogías entre ambas sociedades. Vemos en pág. 205: «La ciudad estaba fundada sobre una religión y constituida como una iglesia. Este era el origen de su fuerza, de su omnipotencia y del imperio absoluto que ejercía sobre sus miembros».
«Nada había en el individuo que fuese independiente de este poder. Su cuerpo pertenecía al Estado, y estaba consagrado a su defensa, siendo obligatorio el servicio militar en Roma hasta los cincuenta años, en Atenas hasta los sesenta y en Esparta indefinidamente. Su fortuna estaba siempre a disposición del Estado, pudiendo la ciudad, cuando tenía necesidad de dinero, ordenar a las mujeres que le entregasen sus joyas, a los acreedores que le cedieran sus créditos; y a los que tenían olivares que entregasen gratuitamente el aceite que tuvieran almacenado. (...) El Estado tenía el derecho de impedir que sus ciudadanos fuesen deformes o contrahechos, y en su consecuencia ordenaba al padre que tuviera un hijo con tales defectos que lo matase.» (pág. 206.)
La falta de vida privada y la omnipotencia del Estado tenían probablemente razones similares, pero en las ciudades griegas esa dura disciplina trataba de asegurar su subsistencia, miraba al futuro, mientras que en la URSS era un regreso a la esclavitud.
Dice en pág. 98: «Hacía obligatorio el matrimonio, siendo el celibato un crimen a los ojos de aquella religión, que tenía por el primero y más santo de los deberes la continuación de la familia.»
Como hemos visto, las consecuencias de la religión familiar, son el mantenimiento, crecimiento y cohesión de la familia. (Todavía hay quienes quieren tener hijos varones «para que no se extinga el apellido».) El hogar y la tierra pasaban al primogénito, pero no tenía sentido pensar en «venderla»; el significado de «propiedad» era diferente del actual. Pero la religión fue la primera garantía de la propiedad que, cada vez más, se mostró como un derecho esencial.
El matrimonio obligatorio también tendía a aumentar la población y asegurar la continuidad de la familia. Seguramente la masturbación y la homosexualidad merecían en el medioevo tan duras críticas y castigos porque constituían un desperdicio de semen en una época en la que la mitad de los hijos morían antes de los cinco años y además había frecuentes y mortíferas epidemias. Hoy día sucede lo contrario, porque hay exceso de población.
Las religiones prohíben el incesto sin dar razones claras ni «lógicas». Sin embargo la genética prueba que la especie mejora con la diversidad y decae al disminuir la variedad genética.
Todo esto no puede ser casual. En pág. 124 escribe: «No puede decirse si el progreso religioso fue el que trajo el progreso social, pero lo cierto es que ambos surgieron al mismo tiempo y con un concierto notable.»
Eficacia
Fustel ve claramente la función social de la religión, sin dejar por eso de mencionar que «Las costumbres evolucionaban» y «el progreso de las ideas» (pág. 284). Pero en pág. 158 hay una frase clave: «Como todas estas fórmulas habían sido legadas por los antepasados que habían experimentado su eficacia, no había que innovarlas.»
Las «fórmulas» eran rituales que se reproducían mecánicamente aunque no se comprendieran o no tuvieran significado. Pero ¿cómo pudo haberse «experimentado» su eficacia? Supongo que los antiguos habrán visto languidecer y morir a muchas comunidades. Las que perduraron, se fortalecieron y crecieron, habrían sido las que adoptaron esos ritos y dogmas religiosos.. Todas las personas tienen ideas y creencias. Estas pueden ser falsas, irracionales o disparatadas. Independientemente de ello, algunas, al encontrar adeptos, pueden resultar perjudiciales para ese grupo humano, o pueden resultar beneficiosas, aunque no sepamos por qué. Las primeras serían descartadas en poco tiempo; las beneficiosas durarían al menos mientras lo fueran. Parece haber un proceso darwinista en la selección y en la muerte de las creencias. En los fenómenos sociales las cosas suceden sin haber pasado primero por cerebros. En España es muy frecuenta decir que una estación de radio, una pintura, un mueble, &c. «han sido pensados para…» Las cosas son creadas, desarrolladas, realizadas, más que «pensadas» (entre otras razones, porque no se piensan cosas sino ideas).
Las primeras religiones separaban a una familia de otra. Pero después se fueron entrelazando en fratrías y en ciudades, y se adoptaron también dioses «generales», de la ciudad. Cuando Roma efectuó la primera globalización, apareció la primera religión global (universal) siguiendo la misma tendencia: el cristianismo. La religión cumple varias e importantes funciones, por lo que es absurdo pensar en «extirparla». Cuando se la reemplaza por ideología, suele ser para peor.
Religiones ateas
Todos los pueblos tienen alguna religión. Robert Payne (ref. 3) da una viva imagen de los funerales de Lenin. Dice en págs. 548-550:
«Y desfilaban, hora tras hora, día tras día, y habrían seguido acudiendo continuamente durante meses y meses si los hubieran dejado. Una emoción religiosa, profundamente sentida, era lo que allí se expresaba. Era como si hubiese habido una necesidad sacramental de su muerte y él hubiera respondido a esa necesidad muriéndose y por eso le estuviesen agradecidos. Le honraron más en su muerte de lo que pudieron haberle honrado en vida. Y mucho después, seguían honrándole visitando su tumba. Esta súbita manifestación de veneración religiosa sorprendió a los dirigentes bolcheviques (…). A muchos les daba la impresión de que estaba naciendo una nueva religión en torno al cadáver de Lenin. (...) Los elogios de Zinoviev y Kalinin estaban en el lenguaje tradicional y mecánico del bolchevismo y, en resumidas cuentas, nada dijeron. El discurso de Stalin fue completamente distinto, pues había observado el significado religioso que el pueblo había dado a la muerte de Lenin y le interesaba presentarse a sí mismo como un humilde seguidor de un santo que, al abandonar esta vida, seguía estando aún más vivo y era más poderoso todavía. Con un fraseo casi bíblico, procedente de su antigua preparación eclesiástica, inventó una serie litúrgica y casi devocional de santos mandamientos seguidos de sus respuestas. Con estas palabras, Stalin se presentaba como el Gran Sacerdote del culto a Lenin, y el jefe de los fieles. Hasta pasados muchos años no se sabía que «al marcharse de nuestro lado», Lenin le había jurado a Stalin una eterna enemistad. Sin embargo, esto pesaba muy poco sobre la conciencia de Stalin; y la arrogancia, la duplicidad y el cinismo de esta extraña antífona era el adecuado preludio para la toma del poder. En este Segundo Congreso de los Soviets de Toda la Unión [26-1-1924] se tomó la decisión de elevar a Lenin a la condición de un dios.»
También Solzhenitsyn, según cita de Martín Amis (ref. 4, pág. 97) se refiere al enorme y terrible poder de las creencias cuando dice: «La imaginación y fuerza espiritual de los malvados de Shakespeare se detenía a la vista de una docena de cadáveres. Porque no tenían ideología.»
Las ideologías políticas son también religiones. Se trata de sistemas cerrados que no admiten discusión acerca de sus dogmas.
¿Por qué cambian las creencias?
Fustel dice (ref. 1, pág. 191): «Esta independencia absoluta de la antigua ciudad no pudo cesar sino después de haber desaparecido por completo las creencias en que se fundaba.» Como las ciudades pasaron a formar parte de países, debemos preguntarnos por qué desaparecieron las creencias. Y en pág. 239: «Se fue insensiblemente debilitando la fuerza individual de la familia, y desapareció el derecho de primogenitura, condición necesaria de su unidad.» Finalmente:
«Como quedaban por hacer algunas leyes, nombráronse nuevos decenviros, y entre ellos tres plebeyos. De este modo, después de haber proclamado con tanta energía que el derecho de hacer las leyes no pertenecía sino a la clase patricia, fue tan rápido el progreso de las ideas que en el breve transcurso de un año eran ya admitidos entre los legisladores los plebeyos. Las costumbres evolucionaban hacia la igualdad, porque se hallaba ya todo en una pendiente en que nada podía detenerse.» (pág. 284.)
Este párrafo puede interpretarse como que Fustel creía que son las ideas lo que mueve el mundo. Las ideas tienen cierta evolución autónoma, pero las implicadas en el derecho y la moral, reflejan generalmente la presión de fuerzas objetivas que se van gestando en la misma sociedad y son las que colocan «todo en una pendiente en que nada podía detenerse». En pág. 258 da una explicación inequívoca:
«Hacia el siglo VI antes de nuestra Era, Grecia e Italia vieron surgir un nuevo manantial de riqueza. Como no bastaba la tierra para todas las necesidades del hombre, como el gusto iba tomando la dirección de lo bello y del lujo, dando nacimiento a las artes, la industria y el comercio surgieron como una necesidad. Fue poco a poco formándose la riqueza mobiliaria, acuñóse moneda y apareció el dinero. (…) La religión había marcado la tierra con su sello, pero no tenía poder alguno sobre el dinero. Los individuos de las clases inferiores conocieron entonces otras ocupaciones distintas que la de cultivar la tierra, pudiendo dedicarse a artesanos, navegantes, industriales y comerciantes; y pronto hubo quienes se hicieron ricos. Cosa bien singular: antes los jefes de las gentes eran los únicos que podían ser propietarios, y ahora los antiguos clientes o los plebeyos se enriquecían y ostentaban su opulencia. Además, el lujo del hombre del pueblo empobrecía al eupátrida, y en muchas ciudades, especialmente en Atenas, se vio a parte de los miembros del cuerpo aristocrático quedar reducidos a la miseria. Ahora bien: en la sociedad en que cambia de manos la riqueza no pueden menos de trastornarse también los estamentos sociales.»
Muestra que la presión por cambios políticos (y del derecho y la moral) se origina en el crecimiento demográfico y económico. Y que la aparición del dinero, lejos de ser la causa de todos los males, posibilitó el comercio en beneficio de todos, el aumento de la riqueza y su redistribución. Por eso Fustel nos recuerda en pág. 305, que cada aristocracia tuvo un papel decisivo en su época:
«La nobleza sacerdotal de la época precedente había prestado grandes servicios, porque ella era la que por primera vez había establecido leyes y fundado gobiernos regulares, y la que había hecho vivir en calma y dignidad a las sociedades humanas durante muchos siglos. La aristocracia de la riqueza tuvo otro mérito, que fue haber dado a la sociedad y a la inteligencia un nuevo impulso. Al proceder del trabajo bajo todas sus formas, le honró y le estimuló, dando más valor político al hombre más trabajador, más activo o más hábil, y favoreciendo el desarrollo de la industria y del comercio, así como el progreso intelectual; porque la adquisición de la riqueza, que por lo común se gana o se pierde, según el mérito de cada uno, hacía de la instrucción la primera necesidad y de la inteligencia el más poderoso resorte para triunfar en los negocios humanos.»
Primero la nobleza sacerdotal, después la aristocracia de la riqueza; ahora, la aristocracia del conocimiento (sobre todo si incluye habilidad gerencial, o empresarialidad, como le llamaba el economista norteamericano Israel Kirzner). ¿Siempre una aristocracia? ¡Pues claro! La sociedad es como una masa de harina, que fermenta y crece por la acción de una pequeña cantidad de levadura. Por supuesto, la harina es imprescindible; la levadura sola sería inútil.
Creencias del conde Volney
El conde de Volney (1757-1820), anterior a Fustel de Coulanges, escribe:
«En otra parte, encaminándose al mismo fin por otros medios, abusaron de la credibilidad de los ignorantes unos impostores sagrados. En la oscuridad de los santuarios, tras el velo de los altares, fingieron que obraban y hablaban los dioses, dictaron oráculos, aparentaron milagros, prescribieron sacrificios, impusieron ofrendas, mandaron fundaciones; y fueron atormentados los pueblos por las pasiones del sacerdocio, con título de religión y teocracia.» (ref. 5, pág. 48.)
Hay un párrafo de Fustel (ref. 1, pág. 199) que parecería una respuesta a Volney: «Es desconocer absolutamente la naturaleza humana suponer que puede establecerse una religión sostenida por medio de imposturas.»
Probablemente Fustel tenga razón, pues para que una religión se propague, debe requerir comportamientos que de alguna manera (en general no evidente) responda a las necesidades del grupo humano, y ser transmitida con la vehemencia que da la convicción. Hitler ensayaba sus discursos ante el espejo, pero su destructividad era auténtica. Hay otros casos que hacen pensar que, al menos en algunos, había una parte de farsa. En las pirámides egipcias había «nilómetros», vasos comunicantes que permitían conocer las crecidas del Nilo. Al parecer (según Lancelot Hogben en Las matemáticas al alcance de todos), los sacerdotes decían a los campesinos que recibían ese conocimiento directamente de los dioses.
Volney parece también creer que toda acción es precedida por un pensamiento discursivo. Dice en pág. 37 (parodiando supuestas reflexiones de los cazadores-recolectores nómadas): «¿Por qué gastamos la vida en buscar frutos desparramados en una tierra avarienta? ¿Por qué nos cansamos en perseguir presas, que se nos marchan por los ríos y las selvas? ¿No es mejor tener a la mano los animales que nos sirven de sustento? ¿Por qué no tratamos de multiplicarlos y defenderlos? Sus crías nos darán el alimento, nos vestirá su vellón, y viviremos exentos de la fatiga de hoy y de los cuidados de mañana».
Como nuestros abuelos nómades no eran enciclopedistas, las cosas no deben haber sucedido así. Probablemente las familias o tribus errantes se habrán encontrado con que los alimentos recolectables o cazables, escaseaban (tal vez debido al aumento de población). El pasaje al sedentarismo debe haber ocupado un largo período y probablemente haya comenzado de manera temporal y circunstancial (v. gr. detención por algún herido). Debe haber sido precedido por acumulación de observaciones acerca de plantas y animales (conocimientos que sin duda tenían los sabios, quienes por el sabor «sabían» qué plantas son comestibles y cuales son venenosas). Sobre domesticación de animales, tenían experiencia con los perros, que fueron juguetes para los niños y ayudantes de caza para los hombres.
Volney dedica muchas páginas a una imaginaria discusión entre representantes de las principales religiones.. En el fondo dicen lo mismo, sin embargo se matan entre sí para imponer sus creencias y no cumplen entonces los preceptos religiosos de amor al prójimo. Parece mostrar la falsedad de todas las religiones, pero en pág. 48 asegura la existencia de la divinidad.
Habla de «los desvaríos de Pitágoras y Platón», lo que se encuadra en su concepción de que antes la gente tenía ideas equivocadas, y que el enciclopedismo es la cumbre del pensamiento. Por eso hipervalora su propia obra. Dice en pág. 181: «Si se aprecia un libro por lo que abulta, poca estimación merece éste; pero si se evalúa por lo que encierra, acaso será tenido por uno de los más importantes. (…) Ahora que se va haciendo adulto el género humano (…) es tiempo de demostrar que la moral es una ciencia físicomatemática, sujeta a las reglas y al cálculo de las demás ciencias exactas».
Sin embargo, tiene comentarios interesantes. En pág. 41 y en pág. 194 defiende el interés propio como la más firme columna de la sociedad. Adam Smith (1723-1790) ya formaba parte de las creencias generales. En la Unión Soviética (ref. 4, pág. 59) «la causa principal de los incendios domésticos eran los aparatos de televisión que explotaban espontáneamente». Los compradores no tenían opciones.
También muestra conocer la importancia de la higiene, antes de la teoría de Pasteur sobre los gérmenes patógenos. Dice en pág. 207: «Por eso vemos que por lo común las personas que se esmeran en la limpieza de su cuerpo y su habitación viven más sanas, menos expuestas a las enfermedades, que los que son parcos y desaliñados (…)»
Volney comprendió la importancia de la información:
«Lo general de la especie, sobre todo en algunos países, ha adelantado mucho; y no puede menos de ir en aumento esta mejora, porque al cabo se han removido los dos principales estorbos de ella, los mismos que hasta ahora habían sido la causa de que fuese tan lenta y no pocas veces retrocedía; a saber: la dificultad de transmitir y comunicar con prontitud las ideas.» (pág. 70.)
Es la imprenta, y seguramente también la generalización del Correo, lo que le hace percibir un aumento de velocidad en la transmisión de las ideas. Ahora que se pueden transmitir a la velocidad de la luz, originarán transformaciones imprevisibles que están apenas comenzando.
P.D.: En mi opinión, La ciudad antigua es la obra de un genio. Por eso mismo espero que los lectores que estén en desacuerdo con mis conclusiones, no culpen de ellas a Fustel de Coulanges.
Sigfrido Samet Letichevsky
Referencias
1. Numa Denis Fustel de Coulanges, La ciudad antigua (1864), EDAF, 1982.
2. Alejandro Chafuen, Economía y Ética (1986), Ed. Rialp, 1991.
3. Robert Payne, Vida y muerte de Lenin, Ed. Destino, 1965.
4. Martín Amis, Koba el Temible (2002), Ed. Anagrama, 2004.
5. Constantin Francois de Chasseboeuf, conde de Volney, Las ruinas de Palmira, EDAF, 1975.
sábado, 17 de marzo de 2012
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