miércoles, 20 de marzo de 2013

arquetipos - mitos - dioses - mitos - jung - simbolos

La consciencia arquetipal: redescubriendo a los dioses

Un recorrido ensayístico por la psicología junguiana y su concepción de la mente como un cónclave de arquetipos: Los dioses están dentro de nuestra psique como conjuntos de ideas “neuroespacios míticos“ o actitudes y perspectivas milenarias que nos informan.
No se puede hablar de los dioses sin los dioses.
Jamblico.
Una de las distinciones más profundas de nuestra forma de concebir la realidad y la del pensamiento antiguo es la tendencia de este último, enormemente diversificada, a interpretar el mundo en términos de principios arquetípicos.  

Desde los tiempos más remotos la humanidad ha creído en dioses: figuras numinosas que personifican fuerzas o atributos universales. Para todas las cosmovisiones chamánicas primitivas y para todas las filosofías esotéricas antiguas, desde el hermetismo al platonismo, del gnosticismo a la cábala, el cosmos era concebido como una manifestación dinámica de ciertas fuerzas o principios primordiales diversamente imaginados como deidades inmortales, Ideas universales, absolutos inmutables o arquetipos.
El universo griego pre-aristotélico estaba ordenado por una pluralidad de esencias intemporales que subyacían a la realidad concreta y le daban forma y significado.  
Estos principios arquetípicos comprendían las formas matemáticas de la geometría y la aritmética, los opuestos cósmicos, tales como la luz y la oscuridad, lo masculino y lo femenino, el amor y el odio, la unidad y la multiplicidad y las ideas de lo Bueno, lo Bello, lo Verdadero y otros valores morales y estéticos absolutos.

En el pensamiento griego prefilosófico, estos principios arquetípicos tomaron la forma de personificaciones míticas tales como Eros, Caos, Cielo y Tierra (Urano y Gaia), así como figuras de personificación más plena, tales como Zeus, Prometeo y Afrodita. En esta perspectiva, todos los aspectos de la existencia quedaban modelados e impregnados por estos fundamentos.

A pesar del continuo flujo de fenómenos, tanto en el mundo exterior como en la experiencia interna, era posible distinguir estructuras o esencias inmutables específicas, tan definidas y duraderas que se les atribuyó una realidad independiente. Precisamente sobre esta propensión de ver esclarecedores universales en el caos de la vida edificó Platón su metafísica y su teoría de conocimiento.(Richard Tarnas, La Pasión de la Mente Occidental, 2008).
Para comprender el pensamiento platónico, nos dice el historiador de la cultura Richard Tarnas, debemos comprender que, para Platón, los arquetipos no eran generalizaciones humanas o abstracciones conceptuales creadas arbitrariamente a partir de los objetos del mundo real, sino que tenían un grado de realidad superior al del mundo de las cosas, el cual derivaba de estos. Los arquetipos platónicos forman el mundo y también están más allá de él. Se manifiestan en el tiempo y, sin embargo, son intemporales. Constituyen la esencia oculta de las cosas. Platón consideraba que la mejor manera de entender lo que se percibe como objeto particular en el mundo es considerarlo una expresión concreta de una Idea más fundamental, de un arquetipo que da a ese objeto su estructura y su condición especiales. Una cosa particular es lo que es en virtud de la Idea que la informa. Algo es bello en la medida exacta en que el arquetipo de la Belleza está presente en él. Cuando alguien se enamora, lo que el enamorado reconoce y aquello a lo que se rinde es a la Belleza (o Afrodita), y el objeto amado es instrumento o portador de la Belleza. El factor esencial del acontecimiento es el arquetipo, y este nivel es el de significado más profundo. En consecuencia, el filósofo reconoce la Idea que subyace a todos los fenómenos bellos. Devela la auténtica realidad detrás de la apariencia. Si algo es bello, lo es porque participa de la Idea (absoluta) de Belleza. (Tarnas, 2008).
La filosofía aristotélica se libró de todo esto, dejando de lado los universales para enfocarse únicamente hacia lo particular y lo concreto, sentando las bases de un empirismo materialista.

Tras la caída de Imperio Romano y el ascenso monolítico del cristianismo, un único dios, monoteísta y trascendente, fue impuesto sobre la razón por el poder del dogma durante casi dos milenios.
Con la emergencia del cientificismo y el humanismo renacentista, el último de los dioses sería socavado.
En 1885, Nietzche escribía su acta de defunción: 
Dios ha muerto. Muertos están todos los dioses. El hombre estaba solo en un universo indiferente, vacío de significado trascendente más allá del que pudiera imponerle la arbitraria y trágicamente libre voluntad humana.
Setenta años después, mientras analizaba los sueños de un paciente esquizofrénico en la Clínica Psiquiatrica de la Universidad de Zurich, Carl Gustav Jung encontró el inconsciente colectivo.
Jung fue, junto con Freud, una de las principales figuras fundadoras de la psicología del inconsciente, a la cual dedicó prácticamente la totalidad de su vida. Uno de los descubrimientos centrales de Freud fue que nuestro inconsciente, en los sueños, se expresa en símbolos que pueden ser interpretados y que poseen un significado para nosotros. El modelo de Jung supuso la ampliación de esta idea a todas las producciones culturales de la humanidad.

Mientras estudiaba los sueños de sus pacientes, Jung comenzó a encontrar similitudes entre los símbolos surgidos del inconsciente de estos y símbolos antiguos de carácter mitológico, religioso o filosófico que los propios pacientes desconocían.

Los mismos temas que conformaban los mitos del pasado, despreciados por el pensamiento occidental como fabulas precientificas o falsedades de tiempos primitivos, estaban vivos en la psique.
Analizando de esta manera los símbolos oníricos y comparándolos con material similar de la historia cultural humana, Jung dio con una serie de motivos típicos o estructuras básicas que subyacían bajo todas las formas de la imaginación y el pensamiento humano, en todos los tiempos y en todas las culturas conocidas.

Recuperando la tradición platónica, Jung denominó a estos modelos simbólicos fundamentales arquetipos, los constituyentes básicos de lo inconsciente colectivo.  
El Héroe, La Madre, El Padre.  
El Anima y el Animus, el Anciano Sabio y el Paraíso Perdido son algunos de los principales arquetipos identificados por Jung.
La vasta y prolífica obra de Jung y de sus continuadores supuso la confirmación de esta hipótesis de un inconsciente colectivo, al evidenciar los arquetipos en todas las producciones culturales humanas, desde la mitología hasta los sueños del hombre moderno, desde la filosofía hasta el arte, desde el pensamiento religioso hasta la teoría científica.
Los arquetipos, invariantes fundamentales de la consciencia humana, habían estado presentes en toda la historia, configurando nuestra imaginación y nuestras experiencias y concepciones de la realidad desde la profundidad de la psique colectiva.
En otras palabras, los dioses no habían muerto, se habían trasladado al inconsciente.
Porque expresado en lenguaje simbólico, los arquetipos son dioses, son los dioses mismos (los motivos numinosos dominantes) de nuestra imaginación.
Suele entenderse erróneamente, en las interpretaciones superficiales de la teoría junguiana, el concepto de arquetipo como si se refiriese a una imagen o símbolo particular, e incluso se utiliza indistintamente la palabra arquetipo para referirse a estereotipos culturales.
Sin embargo, en la teoría jungiana, los arquetipos no tienen una forma definida o concreta, más bien son como un molde o patrón subyacente del inconsciente colectivo que, al llenarse con los contenidos del inconsciente personal o cultural, se expresa en una forma concreta. Si en la teoría junguiana los arquetipos son los moldes básicos de representación, los símbolos o imágenes arquetipales son el contenido que llena esos moldes.
Estas imágenes simbólicas aparecen en los sueños, en las religiones y en las mitologías, en las creaciones artísticas, y están atravesados por la cultura y por todas las anteriores representaciones simbólicas con las que esa cultura se ha ido enriqueciendo (consciente e inconscientemente) a lo largo del tiempo. Por esta razón, a diferencia del arquetipo, los símbolos no son inmutables. Los símbolos y sus particularidades contextuales pueden transformarse indefinidamente junto con la cultura que los produce, pero el arquetipo que los hace existir permanece siempre, como un núcleo último de sentido inmutable.
La imagen arquetipal de Zeus en la mitología griega, por ejemplo, refiere al arquetipo del Padre, que en la mitología nórdica toma la forma de Odín, y en la mitología judeocristiana recibe el nombre de Jehová.
Junto con el concepto de arquetipo, existen en la psicología junguiana los llamados complejos psicológicos, los cuales son considerados agrupaciones de ideas con una intensa carga emocional que forman parte del inconsciente personal de cada individuo.

Cuando un complejo, por diversas razones, se activa, se convierte en una fuerza del inconsciente semi-autonoma que tiene el poder de avasallar y desplazar a la conciencia. Cuando un complejo emocional se apodera de alguien, el yo queda fuera de combate. La persona puede no ser conscien­te o estar ciega ante lo que está sucediendo mientras la gente al­rededor suyo reacciona de formas diferentes. Puede que le sigan la corriente, le eviten, le teman o que su complejo provoque en los demás un complejo inconsciente equivalente. O que la perso­na luche contra ese complejo al sentir que su reacción es exage­rada o que se comporta de modos que no son propios de él. Tan­to en la psicoterapia como en la vida, se puede evocar el complejo y llegar a conocerlo. El mero acto de observarlo trasla­da la energía al ego y paulatinamente, a medida que el yo ve lo que está sucediendo y se resiste a dejarse llevar por el complejo, éste pierde energía e influencia y retrocede (Jean Shinoda Bolen, Los Dioses de Cada Hombre, 1989).
Ahora bien, en psicología junguiana, la energía emocional de todo complejo refiere, en última instancia, a un arquetipo. Todo complejo, de hecho, esconde en su núcleo a un arquetipo revestido emocionalmente (es decir, una pauta emocional universal de la psique humana). Expresado simbólicamente un dios forma nuestra visión subjetiva para que veamos el mundo según sus ideas. En este sentido, no es cierto que nosotros tengamos ideas, sino que más bien las ideas nos tienen a nosotros
Tenemos que saber qué ideas, qué dioses nos gobiernan para que no gobiernen nuestros puntos de vista y nuestras vidas sin que seamos conscientes de ello. (Patrick Harpur, El Fuego Secreto de los Filósofos, 2006)
Desde el punto de vista de la psicología arquetipal, un dios es simbólicamente, una perspectiva mítica, una actitud hacia la vida y un conjunto de ideas. Los dioses están dentro y están dentro de nuestros actos, ideas y sentimientos. No tenemos que aventurarnos a lo largo de los espacios estrellados, el cerebro de los cielos, o sacarlos de su ocultamiento con fármacos alucinógenos. Están ahí en las precisas maneras en que uno siente y piensa y experimenta sus humores y síntomas. Aquí está Apolo, aquí mismo, haciéndonos distantes y deseando formar ingeniosas ideas claras, distintas; aquí está el viejo Saturno, aprisionado en sistemas de juicio paranoides, maniobras defensivas, conclusiones melancólicas; aquí está Marte, teniendo que enrojecer el rostro y matar a fin de establecer un punto; y aquí está la ninfa del bosque Dafne-Diana, retirándose hacia el follaje, el camuflaje de la inocencia, suicida a través de la naturalidad. (James Hillman, Puer Papers, 1979).
Al edificar una psicología basada en el reconocimiento de las estructuras arquetipales de la psique, Jung no estaba solamente elaborando un modelo teórico para su aplicación en psicoterapia, sino que estaba trazando un mapa del alma humana; esto es, un mapa de nuestra realidad psíquica.

Pero nos equivocaríamos si interpretáramos esa realidad psíquica como una dimensión interior en contraposición a la del mundo externo.
El sentido epistemológicamente revolucionario de la psicología junguiana surge en toda su magnitud cuando descubrimos que nuestra realidad psíquica ES la realidad.
En el sentido en que toda nuestra experiencia de lo que llamamos real es primeramente un proceso psíquico y en el sentido en que no podemos conocer nada que no sea primariamente un proceso psíquico, nos vemos forzados a reconocer que estamos tan irremediablemente envueltos en nuestra experiencia psíquica que no podemos siquiera postular la existencia de una realidad no-psíquica fuera de la psique. A los que creen haber dicho algo empleando la palabra materiaL señaló Jung“, conviene hacerles reflexionar que lo que han hecho es sustituir la X por una Y, y que nos hallamos en el mismo punto en que nos hallábamos antes (Recuerdos, Sueños, Pensamientos, 1973).
Dado que todo punto de vista y toda idea que tengamos depende de configuraciones arquetipales y dado que estos procesos psíquicos constituyen nuestra realidad más primaria, el mapa arquetipal que propone la psicología junguiana recupera así la tradición platónico-hermética para convertirse en una autentica cartografía del Kosmos, de la realidad psíquica que constituye nuestra misma existencia.
En palabras del psicólogo arquetipal James Hillman: Siempre estamos en una u otra metáfora-raíz, fantasía arquetipal, perspectiva mítica
 Todo lo que sabemos sobre el mundo, sobre la mente, el cuerpo, sobre cualquier cosa en absoluto, incluyendo el espíritu y la naturaleza de lo divino, viene mediante imágenes y se organiza por fantasías en un patrón u otro. Puesto que estos patrones son arquetipales, siempre estamos en una u otra configuración arquetipal, una u otra fantasía, inclusive la fantasía del alma y la fantasía del espíritu. El inconsciente colectivo, que abarca los arquetipos, significa nuestra inconsciencia de la fantasía colectiva que domina nuestros puntos de vista, ideas, conductas, mediante los arquetipos (Hillman, 1979).
 
Las tradiciones herméticas, platónicas y neoplatónicas, consideraban que los dioses están presentes en cada aspecto de nuestro mundo, nuestro carácter y nuestra vida. Todo, según los antiguos, desde Tales a Plutarco, está lleno de dioses. Dado que las cosmovisiones antiguas no establecían una división dualista entre psique y cosmos, las fuerzas arquetipales de la psique eran consideradas las propias fuerzas arquetipales del cosmos actuando en todas las cosas, desde los fenómenos más lejanos de los cielos hasta las profundidades recónditas del alma humana. Como es arriba es abajo, rezaba el principio hermético.
Desde esta perspectiva, todas las mitologías primitivas, todas las religiones paganas y todas las cosmovisiones politeístas esotéricas pueden comprenderse como un mapa simbólico del cosmos. En nuestra cultura occidental, el equivalente de estos mapas es la psicología junguiana. En palabras de James Hillman:
La mitología es una psicología de la antigüedad, 
la psicología es una mitología de la modernidad.
Lectura recomendada:

Robin Robertson – Introducción a la Psicología Junguiana: una guía para principiantes (versión en línea)    (i got it 




"SILENCIO: UN ACERCAMIENTO SEMIÓTICO A LA TEORÍA DE LOS SÍMBOLOS DE LO INCONSCIENTE COLECTIVO DE C. G. JUNG"


Leonardo Alejandro Hincapié

Filólogo de la Universidad Nacional de Colombia (Bogotá), hizo anteriormente estudios de Psicología en la Universidad de Antioquia. Miembro de ADEPAC. Este documento es la primera parte de su trabajo de grado en filología, presentada en el año de 2000. E-mail: lluviapurpurat@yahoo.com.




PREFACIO

Este trabajo surgió de un sueño. De un sueño soñado. Esto ocurrió siendo yo estudiante de psicología de la Universidad de Antioquia hace más o menos dieciséis años. Soñé que le decía a mi profesor de psicoanálisis que “mi teoría” era que los símbolos de Jung permitían la comunicación directa con eso “real” de lo que tanto hablaba Lacan. Él me respondió “escríbalo”. Y, diez años después, eso fue lo que hice. Éste fue mi trabajo de grado para obtener el título de Licenciado de la Universidad Nacional, aunque esta última versión tiene algunas modificaciones.

Pasó algún tiempo después del sueño mencionado y en uno de los cursos tuve que leer un artículo sobre hermenéutica. Así conocí la teoría de Paul Ricoeur y Mircea Eliade. Me di cuenta que estos dos autores habían pasado gran parte de su vida estudiando los símbolos, su funcionamiento y su estructura.

Pasó un tiempo más largo y siendo estudiante de filología de la Universidad Nacional, en el curso de Teoría Literaria, el profesor supo que yo estaba interesado en Jung y me recomendó leer “Semiótica y Filosofía del Lenguaje” de Umberto Eco, en el cual trabajaba también el problema de los símbolos y hacía una que otra mención al concepto junguiano. Así quedó plasmado en el transcurso del tiempo el contenido de este trabajo.

Estudiar la semántica de los símbolos en Jung me hacía enfrentar con varias dificultades. La primera de ellas era hacer una diferenciación clara sobre el tipo de símbolos a los que me estaba refiriendo. Como se verá en el primer capítulo el término símbolo ha sido utilizado con las más variadas y contradictorias acepciones. La lectura de Todorov fue una guía bastante eficaz. Pero sobre todo fue Eco quien me facilitó el trabajo (En el primer capítulo se verá por qué). Escoger a Eliade y a Ricoeur era como decir “este es el terreno en el que me estoy moviendo”. La escogencia de Eco tuvo causas diferentes. Él funcionaba como una especie de abogado del diablo, era algo así como el escéptico secular frente a tantos “creyentes” comprometidos. Sin embargo, había una ambigüedad implícita en su concepción del símbolo, como un especial respeto por todo lo que éste había significado para la historia del espíritu.

Otra de las dificultades era el estudio de una teoría psicológica tan poco trabajada en nuestro medio. A raíz de esto tuve muy pocos interlocutores (por no decir que ninguno). Pero bueno, para eso están los libros ¿no? Así que la inclusión de Eliade, Ricoeur y Eco subsanó un poco esta falta, además de aportar un terreno conocido para un tema tan álgido y de permitir ver el problema de una manera mucho más amplia, por medio de los ojos del antropólogo, del filósofo y del lingüista.

La última de las dificultades, y quizás la más importante, era personal.

El hecho de dilatar tanto el momento de sentarme a escribir denunciaba un miedo específico. El miedo de encontrar en los símbolos, más que una información teórica general, una información personal particular que cambiara mi ser. Pues bien, el temor, como todo lo natural, nació, creció, se desarrolló y murió.

Ah... y en efecto, el estudio de los símbolos cambió muchas cosa en mí, y espero que lo siga haciendo por el resto de mi vida...


INTRODUCCIÓN


Como es bien sabido, en este último siglo la mayoría de los estudios sobre el lenguaje han desembocado en una concepción o estudio sobre el hombre, en el sentido de que es su capacidad de comunicación y representación lo que lo hace precisamente humano, es decir, lo que le da su característica esencial. Se ha terminado por considerar que su capacidad representacional del mundo es lo que especifica su ser. De ahí la importancia en el saber contemporáneo de los estudios lingüísticos y de aquellos que de alguna manera han derivado de éstos, como la semiótica. La relación que establece el hombre con el mundo por medio del lenguaje implica los más variados aspectos del ser humano, desde la biología, pasando por la psicología hasta el constructo social. Debido a esto, el análisis que hacen la lingüística y la semiótica de los conceptos básicos con los cuales han construido sus respectivas teorías se convierte en un punto clave en cualquier intento de acercamiento a las relaciones que el hombre establece como ser pensante, como ser que se comunica de una manera específica consigo mismo, con los otros y con el mundo, en últimas, como ser que tiene una capacidad de abstracción, de análisis y de sueños.

Tanto la teoría lingüística como la teoría semiótica se han preocupado por establecer las diferencias que existen entre conceptos como los de signo y símbolo, y esta preocupación ha trascendido a otros campos como el de la filosofía, el estudio comparado de las religiones y en el caso de Jung a la llamada psicología analítica o teoría de lo inconsciente colectivo.

Por esta razón, cualquier estudio sobre el símbolo vendría a agregarse a esta preocupación contemporánea por el hombre, por su lenguaje, por su condición específica de interacción con el mundo, por la relación característica que sostiene con la realidad.

Este trabajo que he llevado a cabo pretende insertarse en esta preocupación contemporánea, haciéndolo desde una teoría que no ha tenido mucho auge en nuestro país. De esta manera pretendería dar a conocer una concepción del símbolo desde la psicología de lo inconsciente colectivo, es decir, partir de esta mirada psicológica para hacer un análisis semántico (y en última instancia semiótico) y poder interrelacionar dos campos del saber uniéndolos desde una visión simbólica de lo psíquico.


“Cuanto más escuchaba, más claramente podía distinguir voces singulares. Pero no eran voces humanas, sino que sonaba como si cantaran el oro, la plata y todos los demás metales. Y entonces aparecieron como en segundo término voces de índole totalmente diferente, voces de lejanías impensables y de potencia indescriptible. Se hacían cada vez más claras, de modo que Momo iba entendiendo poco a poco las palabras, palabras de una lengua que nunca había oído y que no obstante entendía. Eran el sol y la luna y todos los planetas y las estrellas que revelaban sus propios nombres, los verdaderos. Y en esos nombres estaba decidido lo que hacen y cómo colaboran todos para hacer nacer y marchitarse cada una de esas flores horarias”

“Momo”
Michael Ende.



“Hay un gran silencio dentro de mí. Y ese silencio ha sido la fuente de mis palabras y del silencio ha venido lo que es más precioso que todo: el propio silencio”.

“Diario Intimo”.
Clarice Lispector.



“No podemos permitirnos ser ingenuos al tratar de los sueños. Se originan en un espíritu que no es totalmente humano sino más bien una bocanada de naturaleza, un espíritu de diosas bellas y generosas pero también crueles”

“El hombre y su Símbolos”
Jung.

1. APROXIMACIONES Y EXCLUSIONES

Para poder comenzar a hablar del símbolo se hace necesario definir qué se entiende por este término. Esta definición es una tarea bastante ardua y complicada; ¿Alguien la ha realizado de una manera cabal? Parece que no, y esto es debido a que se ha utilizado esta denominación para numerosos – e incluso contradictorios – fenómenos lingüísticos, desde las concepciones aristotélicas hasta las teorías de la semiótica moderna. “Llamamos símbolo al circulito blanco o negro que sirve para indicar las lunaciones sobre los calendarios y a la imagen llameante que emerge desde el fondo oscuro de la poesía de Blake; llamamos símbolo a la tenue trama lineal de una fórmula de estructura y llamamos símbolo a la escalera angélica del sueño de Jacob, la sonrisa evasiva y vertiginosa de una estatua gupta, la vitalidad teomórfica de un canto de Lautrémont y la perspectiva engañosa y perfecta de un cuadro del siglo XV”. (Trevi 1996, pág. 1). Es sin embargo inevitable intentar hacer una restricción de este concepto a un solo campo semántico para poder saber con qué clase de mirada será trabajado.

Para comenzar, podríamos hacer una primera definición general de lo que vamos a entender en este trabajo por signo y lo que vamos a entender por símbolo: signo sería una cosa que sirve como representación de otra (en su ausencia); Umberto Eco lo expresa más claramente cuando dice que “Signo es cualquier cosa que pueda considerarse como substituto significante de cualquier otra cosa. Esa cualquier otra cosa no debe necesariamente existir ni debe subsistir de hecho en el momento en que el signo la represente” (Eco 1985, pág. 31). Símbolo sería aquello que expresa algo diferente de lo que designa, “...el símbolo es así la dimensión que adquiere cualquier objeto (artificial o natural) cuando éste puede evocar una realidad que no es inmediatamente inherente” (Trevi 1996, pág. 2), es decir, cuando existe una relación de doble sentido.

Detengámonos un poco en esta definición de símbolo. Esta concepción permite dos posibilidades de acercamiento a éste término: en el primero de los casos, la realidad que va más allá de lo designado expresada por el símbolo es una realidad cuyo sentido es fácilmente asequible, es decir, no es inmediatamente inherente pero su significado nos llega de una manera directa o a través de un rodeo interpretativo que no presentaría mayores dificultades. En el segundo caso, esta realidad evocada se nos presenta en forma de enigma. A esta última situación es a la que se refiere Jung (1964) cuando opina que el símbolo es la mejor expresión posible de algo en sí desconocido (Este concepto será ampliado en el capítulo 5). Un criterio parecido es el que utiliza Eco (1990) cuando piensa que el significado de las expresiones simbólicas es siempre una “nebulosa de contenido”, o sea, su significado parece inabarcable y se muestra de una manera borrosa e imprecisa (Este concepto será ampliado en el capítulo 4). En conclusión, esta segunda posibilidad de acercamiento al símbolo nos remite siempre a un enfrentamiento con un sentido “misterioso”, o por lo menos velado e impreciso. Es exclusivamente en esta última acepción en la que será tomado el término símbolo a lo largo de este trabajo.

Intentemos ahora hacer una diferenciación parecida en cuanto al sentido en el cual serán tomadas las expresiones “lo semiótico” y “lo simbólico”. Se entenderá por semiótico “...la actividad mediante la cual el hombre explica la complejidad de la experiencia organizándola en estructuras de contenido a las que corresponden sistemas de expresión” (Eco 1990, pág. 236). En última instancia, creando signos como mediación entre el hombre y el mundo. “La semiótica se ocupa de cualquier cosa que pueda CONSIDERARSE como signo” (Eco 1985, pág. 31). Desde este punto de vista, éste es el registro que nombra y organiza la experiencia haciéndola pensable y comunicable. Por el contrario, se entenderá por simbólico el orden en el cual la significación se presenta de una manera enigmática y misteriosa, o por lo menos velada e imprecisa.

Jung también ha hecho esta diferenciación entre lo semiótico y lo simbólico: “Digo ‘semiótico’ frente a ‘simbólico’. Lo que Freud llama símbolos no son otra cosa que signos de procesos instintivos elementales. Ahora bien, símbolo es la mejor expresión posible de un estado de cosas que no puede ser expresado de otra manera que por una analogía más o menos aproximada”. (La diferencia entre Freud y Jung en cuanto al símbolo será analizada con más detalle en el capítulo 5).

Vamos ahora a hacer una reseña (siguiendo a Eco en su libro “Semiótica y Filosofía del Lenguaje” [1990] capítulo IV, “El Modo Simbólico”, págs. 229-257) de las principales teorías que han estudiado “lo simbólico” pero que, según Eco, hacen más bien un análisis del orden de “lo semiótico” (entendido como se ha definido más arriba), o le dan al término símbolo sólo la primera de las acepciones que vimos, a saber, un juego de doble sentido en el cual el segundo sentido es asequible:

1.1 El Estructuralismo de Lévi Strauss: “Toda cultura puede considerarse como un conjunto de sistemas simbólicos en el que, ante todo, destacan el lenguaje, las reglas matrimoniales, las relaciones económicas, el arte, la ciencia, la religión” (Lévi Strauss. 1950,pág. XIX, citado por Eco 1990, pág. 237). La antropología se encargaría de estudiar estos sistemas simbólicos que se organizan en estructuras y que terminan por evidenciar, en últimas, una capacidad más general del espíritu humano, es decir, la capacidad de crear sistemas de significación (o semióticos).

1.2 El Psicoanálisis Lacaniano: En la teoría lacaniana, el orden de lo simbólico lo podríamos casi asimilar al orden de lo semiótico. En su aseveración de que el inconsciente es la huella que ha dejado el paso de lo simbólico por el animal humano, lo que quiere decir realmente es que el hombre es tal en cuanto ha obtenido una capacidad representacional específica, que Lacan considera como orden simbólico: “Cómo sostener una hipótesis como la del inconsciente –si no se ve que es la manera que tuvo el sujeto, si es que hay algún otro sujeto que aquel que está dividido, de estar impregnado, podría decirse, por el lenguaje” (Lacan 1988, pág. 124). Este orden se expresa gracias a la lógica interna de los significantes que, en última instancia, no es más que la lógica de un orden sígnico no pensado desde la relación expresión - contenido.

1.3 Ernst Cassirer: En su texto “Filosofía de las formas simbólicas” (1923) Ernst Cassirer sostiene que la ciencia (y otras formas de conocimiento del ser humano) construye sus objetos y de alguna manera al mundo circundante, como símbolos intelectuales creados libremente: “... la actividad simbolizadora (que se ejerce ante todo en el lenguaje verbal, pero también en el arte, la ciencia y el mito) no sirve para nombrar un mundo ya conocido, sino para producir las propias condiciones de cognoscibilidad de lo que se nombra” (Eco 1990, pag. 239). El símbolo, en este caso, es lo mismo que el signo, o sea, el posibilitador de la cognoscibilidad del mundo.

1.4 La Semiótica de Julia Kristeva: Julia Kristeva contrapone lo semiótico a lo simbólico, pero de una manera que sólo permite un cambio terminológico del fenómeno. Para esta autora lo semiótico “es un conjunto de procesos primarios, descargas energéticas, pulsiones” (Eco 1990, pág. 239), o sea, “una especie de umbral inferior de la semiótica (ámbito de una semiótica celular, de una semiótica animal)” (Ibid, pág. 240), mientras que lo simbólico es el ámbito del lenguaje, y por ésta vía el mismo ámbito del significante del que nos habla Lacan.

1.5 Algunas ciencias como la matemática y la lógica, la física y la química, han utilizado el término símbolo para designar aquellas expresiones que han sido creadas para posibilitar las explicaciones y demostraciones de sus teorías; es el caso de los símbolos químicos o algebraicos; o sea, en este contexto el término símbolo tiene un sentido completamente convencional.

1.6 Es el mismo caso de la teoría de Peirce. Este “define como símbolo a todo signo cuya relación con el objeto se basa en una convención” (Eco 1990, pág. 241) Peirce considera que existen diferentes clases de signos: En primer lugar tenemos el ícono , el cual se constituye como representamen gracias a una relación con los rasgos propios del objeto, o sea, gracias a una semejanza: “Cualquier cosa, sea lo que fuere, cualidad, individuo existente o ley, es un ícono de alguna otra cosa, en la medida en que es como esa cosa y en que es usada como signo de ella” (Peirce 1986 {“La Ciencia de la Semiótica}, pág. 30). Pero no podemos quedarnos con una mirada ingenua frente al ícono, ya que no sólo instancias que obviamente entrarían en esta categoría, como una pintura o una fotografía, están catalogadas como tal, sino también otras como las expresiones algebraicas, debido a que el ícono también representaría las relaciones de las partes de ese algo representado mostrándonos de alguna manera ciertas propiedades de su objeto. En segundo lugar tenemos el índice, el cual se relaciona con su objeto gracias a una causalidad física: “Veo un hombre con un andar balanceado, lo cual es probablemente una indicación de que se trata de un marinero. Veo un hombre de piernas algo curvadas, con pantalones de pana, polainas y chaqueta. Son probablemente indicaciones de que es un jinete o algo parecido. Un reloj de sol, o un reloj cualquiera, indican qué hora del día es... Unos golpecitos en una puerta cerrada son un índice” (Peirce 1986, pág.50). Por último tenemos el Símbolo: “Un Símbolo es un signo que se refiere al Objeto que denota en virtud de una ley, usualmente una asociación de ideas generales que operan de modo tal que son la causa de que el símbolo se interprete como referido a dicho Objeto” (Ibid 1986, Pág. 30). Vemos cómo el símbolo para Peirce es básicamente de carácter convencional. “Todas las palabras, oraciones, libros y otros símbolos convencionales son símbolos” (Ibid 1986, pág. 55). Es interesante ver cómo además de ser general el símbolo en sí mismo, o sea, de generar relaciones con las cosas gracias a una ley, el objeto al que se refiere no es concreto, es también de naturaleza general. Esto lo distingue del índice, ya que en el símbolo no es necesaria una relación física con el objeto, por ejemplo, en el caso de las palabras que son conectadas con las ideas de las cosas y no con las cosas mismas. Hay que tener en cuenta también que los símbolos pueden encerrar en sí índices e íconos; sin embargo, la principal diferencia entre éstos y aquél es que los íconos y los índices no aseveran nada: “Si un ícono pudiera ser interpretado por una oración, dicha oración debería estar en ‘modo potencial’, vale decir, diría simplemente: ‘Suponga que una figura tiene tres lados’, etcétera. Si, en cambio, interpretáramos así un índice, el modo debería ser imperativo, o vocativo, como: ‘¡Vea eso!’ o ‘¡Cuidado!’ “. (Ibid 1986, pág. 54). Por lo tanto, son prerrogativas del símbolo las cualidades que caracterizan la capacidad lingüística del ser humano: Aseverar, afirmar, declarar, ordenar, etc.

1.7 Lenguaje indirecto y retórico: Una mujer le dice a una de sus amigas, la cual ha tenido una vida afectiva bastante conflictiva y no puede dejar de desear tener una pareja, las siguientes palabras: “Los hambrientos hacen malas compras”. Este comentario ejerce un fuerte efecto en su destinataria. Con este ejemplo podemos ver cómo el lenguaje puede decir ciertas cosas enunciando otras, es el caso de quien se queja de tener mucho calor cuando ve un ventilador pero no está en un espacio que le permita encenderlo sin ser tachado de mal educado y desea que su interlocutor reaccione. También es el caso de algunas utilizaciones literarias del lenguaje: “Cuando tus pies besan la tierra”. A este tipo de expresiones se les ha dado muchas veces el nombre de “simbólicas”, y de alguna manera, atestiguan la flexibilidad del lenguaje, su carácter acomodaticio, por así decirlo. Si analizamos un poco más a fondo estos enunciados, en los dos primeros casos nos damos cuenta que la información que conllevan puede ser casi que fácilmente comprensible (teniendo en cuenta cada uno de los contextos): El hambre remite a la ansiedad de tener una pareja, las malas compras remiten a las malas escogencias de compañero, así como el tener calor remite a una orden. Estos casos de utilización del lenguaje han sido estudiados por la pragmática, y es esta disciplina la encargada de develar su funcionamiento. En el tercer ejemplo, el significado también puede ser develado aunque por otro camino. Éste forma parte de la materia de estudio de la retórica, disciplina que tuvo un gran auge en diferentes momentos de la historia cultural de Occidente. Si tomáramos la expresión “cuando tus pies besan la tierra” en su sentido denotativo o literal, tendríamos que considerarla de alguna manera como absurda, ya que los pies no pueden besar porque no tienen boca; “por eso, dice Eco, se le aplica un proceso de interpretación basado en reglas retóricas” (Ibid. 1990, pág. 247), de esta manera nos damos cuenta que esta expresión es una especie de perífrasis del verbo caminar.

En estos tres ejemplos vemos que existen para estas expresiones diferentes maneras de transformar su lenguaje indirecto en directo, de encontrar detrás de su ambigüedad una información clara y concisa, por lo cual, en última instancia, este lenguaje llamado “simbólico” tampoco es analizado desde el punto de vista de la acepción tomada en este trabajo. Este tipo de utilización de los enunciados no nos habla de una entidad diferente al signo o de una nueva categoría sígnica, sino más bien nos muestran la flexibilidad del lenguaje verbal: “El signo siempre permite conocer algo más a través de la actividad de interpretación, imprescindible para activar el contenido de toda expresión. Toda palabra siempre está abierta a un segundo sentido porque entraña numerosas connotaciones, a menudo contradictorias. Toda expresión lingüística transmite descripciones de hechos y estos hechos pueden convertirse en signo de algo distinto a través de complejos mecanismos de inferencia” (Ibid, pág 245).

1.8 Estos mismos mecanismos lingüísticos que acabamos de mencionar son los que Freud llamó “simbólicos” en su interpretación de los sueños. Para Freud, la fuerza propulsora de la creación del sueño es un deseo reprimido. El primer paso en la formación del sueño es la existencia de un pensamiento (o contenido latente), el cual conlleva una realización de deseo. El segundo paso es el trabajo del sueño, el cual, gracias a la censura, transforma y deforma el pensamiento original. El último paso es la construcción del contenido manifiesto o relato del sueño tal como aparece en nuestra conciencia (este último paso es llevado a cabo por la “elaboración secundaria”). Freud llamó condensación y desplazamiento a los mecanismos que participan en la transformación y deformación del contenido latente; muchos autores –entre ellos Lacan- han visto acertadamente en estos dos mecanismos la metáfora y la metonimia. En última instancia, los sueños son para Freud imágenes que representan otras cosas (la realización encubierta de un deseo), por lo cual, no son más que un trabajo de retórica, es decir, se comportan como un texto literario que ha de ser descifrado por el mismo soñador y, al igual que todo el lenguaje indirecto o figurado, su significado “verdadero” puede ser descubierto.

Este mecanismo onírico que acabamos de describir es lo que se ha llamado el “Lenguaje simbólico del sueño”; sin embargo, Freud se encontró con un fenómeno específico en su trabajo de interpretación onírica, fenómeno al cual denominó “Los símbolos oníricos” de una manera más estricta. Un análisis más detallado de esto se hará en 5.3.

1.9 Para terminar esta reseña, vamos a ver someramente una visión que se acerca bastante al concepto de símbolo adoptado por los autores que trabajaremos en los capítulos posteriores: El símbolo romántico. Esperamos que sirva de puente para las teorizaciones que tendremos en cuenta más adelante.

Eco comienza este parágrafo haciéndonos recordar que en la estética la relación entre sentido directo y sentido indirecto es más importante de lo que se cree, o sea, casi que se podría decir que es esta relación la que justifica toda creación estética, llamando la atención, de esta manera, sobre su propia estructura ; “ Este parece ser el efecto del mensaje estético, que de alguna manera vive y prospera por la continua confrontación del significante con el significado, del denotante con el connotado, del sentido directo con el sentido indirecto, y de éstos con las expresiones físicas que los transmiten” ( Eco 1990, pág. 251).

La estética romántica utilizó el término símbolo para designar esta unidad (la no arbitrariedad) de significante y significado en la obra de arte. (Eco 1990). De esta primera idea, por un desplazamiento lógico, llegamos a la de “coherencia interna”, o sea, el arte es un “todo cumplido en sí”, no necesita ninguna justificación externa ; mas, sabiendo que el arte tiene una justificación, ¿cómo puede no remitir a otra cosa ? (Característica sine qua non de toda significación). Ahora bien, la obra de arte (el símbolo) es intransitiva, pero ¿cómo? : “...es lo que se realiza mediante el acuerdo de las partes entre sí y con el todo, mediante la coherencia interna” (Todorov 1991, pág. 231). “Los jeroglíficos y las letras son signos arbitrarios que designan por convención. Lo que después se llamará símbolo es un signo motivado, pero esto sólo quiere decir que existe una “relación ordenada” entre sus diferentes planos, así como entre sus partes. Y esta armonía interna se convierte a su vez en una forma de significación, la significación intransitiva, que el arte hace vivir pero que ninguna palabra puede traducir /.../La significación en el arte es una interpretación del significante y el significado: toda distancia entre ellos queda anulada” (Ibid, pág, 232).

De estas aseveraciones de los románticos se desprende la idea de que ninguna forma lingüística puede decir lo que el arte (símbolo) dice. Hay algo indecible en el centro de esta forma de expresión, mas gracias a esta misma razón se generan una infinidad de asociaciones marginales que rodean ese centro. De ahí que la idea estética sea interminable (Ibíd.). “Los símbolos son signos, representantes de elementos que nunca son representables en sí mismos” (Friedrich Schlegel XVIII, v. 1197, citado por Todorov 1991, pág. 273). Con esta aseveración Schelegel se acerca bastante a la teoría de Jung. “En cuanto se refiere al símbolo -nos dice Todorov- se encuentra la panoplia de las características destacadas por los románticos: el símbolo es productor, intransitivo, motivado; logra la fusión de los contrarios: es y a la vez significa, su contenido escapa a la razón: expresa lo indecible” (Todorov 1991, pág. 289).

Eco le critica a los románticos el hecho de que describen muy bien el efecto que produce la obra de arte ( y por extensión el símbolo ) , pero no explican cómo lo produce ; “En este sentido, no explica [La estética romántica] el ‘misterio’ del arte, sino que cuenta la experiencia del que se considera subyugado por el misterio del arte” ( Eco 1990, pág. 253 ). De la misma manera, no comparte el hecho de reducir la experiencia simbólica a la experiencia estética, porque quedarían por fuera los símbolos religiosos, mistéricos, etc.

Como hemos visto en esta reseña, estas teorías (exceptuando la estética romántica) trabajan con un concepto de símbolo diferente al propiamente adoptado por C. G. Jung. Esto se debe a que mientras el símbolo no sea tomado en la segunda de las acepciones mencionadas al comienzo de este capítulo, a saber, como expresión que nos remite siempre a un sentido enigmático, para Jung se estaría hablando simplemente del mundo de los signos y de las diversas formas de mediación representacional. El símbolo nos remite siempre, en este autor, a una forma de conocimiento que va más allá de cualquier interacción consciente o de cualquier enmascaramiento de la realidad que nos lleve a hacer rodeos frente al acceso de la significación. El símbolo se erige como camino nublado e inseguro, como el borde de un acantilado o como sendero que asciende hasta los lugares más inhóspitos de la montaña; el símbolo nos demarca una pauta que siempre estará envuelta en un halo de misterio, pero que no por ello no nos permita atravesarlo y descubrir una forma de reconocimiento de una realidad contradictoria y a la vez contundente.


2. EL CONCEPTO DE SÍMBOLO EN MIRCEA ELIADE


Quisiera comenzar este análisis del símbolo con la teoría del antropólogo rumano Mircea Eliade, ya que su concepción sirve de apertura y de introducción a los conceptos que los otros autores trabajarán más a fondo.

Este autor, con su Historia de las Religiones, pretende hacer un recorrido por todas las expresiones culturales que han sido dadas a lo sagrado, desde los más remotos ejemplos (pueblos premodernos que aún son nómadas) hasta las manifestaciones de las civilizaciones actuales que se erigieron alrededor de una de las grandes religiones del mundo (El judaísmo, el cristianismo, el islamismo, el budismo, el hinduismo, el taoísmo). En esta búsqueda de interpretación de ese sentimiento que ha marcado al hombre en el transcurso de su historia, de esa relación con lo sagrado que ha dejado huella en el ser humano, Eliade se encuentra con un fenómeno capital: el símbolo.

Es así como este autor, en su intento de clarificar el recorrido y el significado de las diferentes religiones de todos los tiempos, tiene que emprender a su vez una explicación del funcionamiento del símbolo, al constatar que lo sagrado siempre se expresa al hombre por medio de éste.

El punto verdaderamente importante para Eliade en su estudio de los símbolos, los mitos y los ritos de las diversas religiones, no es llegar a una descripción y análisis histórico-cultural de cada uno de ellos, es decir, de su especificidad o “individualidad” cultural, su evolución o expresión histórica particular, sino la posibilidad de que estas instancias construidas por el espíritu humano, independientemente de sus propias coordenadas, “...peuvent nous révéler la condition humaine en tant que mode d`existance propre dans l`Univers” (Eliade, 1952), esto quiere decir, puedan revelarnos al hombre como tal. Vamos a seguir a Eliade en su elucidación de este interesante fenómeno.


2.1 CARACTERISTICAS DEL SIMBOLO

2.1 .1 Los símbolos son capaces de revelar una estructura del mundo que no se hace evidente por ninguna otra forma de representación (Esta característica la desarrollarán más exhaustivamente Paul Ricoeur y C. G. Jung). Esto significa que el mundo nos “habla” a través de los símbolos, y éstos son portadores de una realidad más profunda y más fundamental, “(...) digamos que los símbolos religiosos que atañen a las estructuras de la vida revelan una vida más profunda, más misteriosa que lo vital captado por la experiencia cotidiana” (Eliade 1969, pág. 262). Las imágenes, los símbolos, los mitos, no son construcciones arbitrarias de un psiquismo infantil, desequilibrado o poético.

Los símbolos – y todas estas construcciones que están por fuera de la razón y del lenguaje discursivo - están ahí para algo específico, tienen una importante función; por lo tanto son, de alguna manera, necesarios: Este algo específico es mostrarnos las características más secretas y escondidas del Ser. Esta constatación que parece tan rimbombante, pero que en el fondo es bastante simple, nos lleva a darnos cuenta que los símbolos, y sus “allegados”, nos muestran un camino de conocimiento del hombre, simplemente el hombre -como nos dice Eliade- esto quiere decir, del ser humano concebido antes de su articulación en las condiciones históricas. (Eliade, 1952) Estas construcciones (imágenes, símbolos, mitos) existen precisamente para poder mostrar y transmitir “la réalité ultime des choses” (Eliade 1952, pag. 17), realidad que no puede ser expresada por medio de conceptos, ya que se presenta al espíritu de una manera contradictoria. “...c`est le pouvoir et la mission des Images de montrer tout ce qui demeure réfractaire au concept” (Ibid, pag. 24).

2.1.2 Los símbolos son multivalentes. Esto quiere decir, tienen la capacidad de significar simultáneamente realidades heterogéneas y articularlas en un mismo sistema, y más aun, tienen la capacidad –como su función más importante según Eliade- de articular situaciones paradójicas. Esta función será, como veremos más adelante, primordial en la teoría junguiana. “El simbolismo de la luna, por ejemplo, revela una solidaridad connatural entre los ritmos lunares, el devenir temporal, las aguas, el crecimiento de las plantas, las mujeres, la muerte y la resurrección, el destino humano, el oficio de tejedor, etc.” (Eliade 1969, pág 263). Esta yuxtaposición y articulación de fenómenos aparentemente heterogéneos, no se presenta a la reflexión y a la razón de una manera inmediata. Aunque algunas de estas relaciones parecen tener una explicación racional, el simbolismo de la luna no se agota con este tipo de causalidad: “Es un orden de conocimiento completamente distinto el que revela, por ejemplo, el ‘destino lunar’ de la existencia humana, el hecho de que el hombre está ‘medido’ por los ritmos temporales solidarios de las fases de la luna, que está abocado a la muerte, pero que, como la luna, que reaparece en el cielo después de tres días de tinieblas, puede también recomenzar su existencia”. (Ibíd., pág 263). En el caso del simbolismo lunar, ¿cómo estas diferentes significaciones pueden formar un sistema? Tenemos que tener en cuenta que se está trabajando con diferentes registros: El cosmológico, el antropológico y el espiritual. En este caso lo que el símbolo articularía en común de los tres registros sería las existencias que están sometidas a la ley del tiempo, pero en un devenir cíclico, o sea, a una vida que implicaría en sí misma la posibilidad de la muerte y el renacimiento (Eliade, 1969).

En cuanto a la articulación de las situaciones contradictorias, lo que el símbolo le presenta al hombre es la posibilidad de asumir un mundo real que se escapa a su entendimiento. En efecto, el hombre se vio abocado a un mundo “misterioso”, a un mundo de contrastes contundentes y aparentemente inabarcables: la vida, la muerte, el bien, el mal, el ser, la nada, la creación, la destrucción, la angustia, la plenitud, entre otras. Estas fueron las características que el hombre premoderno encontró en eso que denominó “lo sagrado”. Era la coexistencia en la divinidad de principios polares y antagónicos, reflejo directo de un mundo asimismo polar y antagónico. Todo esto se dio como el presentimiento de una realidad que podía ser concebida como un “Todo”, como una “Unidad”. De una forma bella y sencilla Eliade lo expresa en sus propias palabras: “Uno de los mayores descubrimientos del espíritu humano fue espontáneamente presentido el día en que, a través de ciertos símbolos religiosos, el hombre adivinó que las polaridades y los antagonismos pueden ser articulados e integrados en una unidad” (Ibid, pág 267). La Oscuridad entonces también fue parte de Dios.

Es por esto que cuando se abordan los símbolos, debe tenerse en cuenta que están conformados por un abanico de significaciones, que sólo se les debe enfrentar como totalidades, no en relación a una sola de sus significaciones. Eliade piensa que traducir una de estas imágenes (o símbolos) sólo a uno de sus marcos de referencia es asesinarla, obstruirla, “l`annuler comme instrument de connaissance” (Eliade 1952, pág. 18)

2.1.3 El símbolo siempre revela en cualquier contexto “la unidad fundamental de varias zonas de lo real” (Eliade 1981, pág. 404). Esta es una continuación de la característica anterior, algo así como su consecuencia más inmediata. En efecto, al articular fenómenos heteróclitos, lo que hace el símbolo es mostrar la posibilidad de su unificación. Los símbolos transforman sus objetos en algo diferente de lo que la experiencia ordinaria y cotidiana nos hace percibir, y estos objetos, al devenir símbolos, derogan sus límites como realidad concreta, trascienden las fronteras que se les han impuesto como entes físicos aislados y dejan de existir como simples fragmentos del mundo para integrarse en todo un sistema. Pero no sólo hasta este punto extremo de articulación llegan los símbolos. En el camino que trazan de un deseo insaciable de resignificación de la realidad, llegan también a un punto extremo de condensación: Terminan encarnando en sí mismos todo el sistema en cuestión. “En última instancia, un objeto que se convierte en un símbolo tiende a coincidir con el todo, del mismo modo que la hierofanía tiende a incorporar lo sagrado en su totalidad, a agotar, ella sola, todas las manifestaciones de la sacralidad”. (Ibid., pág. 404).

Así, esta característica parecería a la vez causa y consecuencia de la anterior. El símbolo es multívoco y por esto tiende a unificar los diferentes planos de la realidad, pero, a la vez, condensa en sí mismo los fenómenos y objetos más heterogéneos haciendo de la multivocidad la base de su estructura.

Vemos aquí, entonces, la cualidad anexionista del símbolo -según Eliade. Esto quiere decir que éste intenta integrar y unificar la mayor cantidad de zonas y experiencias de lo humano y de lo cósmico, identificando consigo mismo todas estas realidades. Pero esta característica no lo convierte en un objeto de conocimiento inextricable. No debemos confundir la multivocidad con el embrollo, como en un cuarto de san Alejo, en el cual, por el hecho de tener guardados desde una máquina de escribir electrónica hasta una muñeca de trapo, no significa que las cosas no estén cada una en su lugar. El símbolo integra los diferentes planos de la realidad, no los confunde ni los fusiona, y los caminos que llevan de uno a otro, que permiten recorrer los diferentes niveles en toda su extensión, dando paso a su reconocimiento, siguen abiertos para quien los quiera transitar. Esto queda claro cuando se habla de “sistema”. Al decir el “todo”, lo que se muestra es la tendencia a reducir la multiplicidad a una situación única y, por lo tanto, la tendencia a convertirla en algo transparente.

El símbolo no habla de todo y de nada a la vez, el símbolo nos aporta un conocimiento riguroso sobre una realidad del mundo y nos lleva a conocimientos consecuentes partiendo de sí mismo. Debido a esto, Eliade piensa que definitivamente existe una lógica del símbolo, ya que no importa en que plano se manifiesten, los símbolos siempre son coherentes y sistemáticos.

2.1.4 Un símbolo “se refiere siempre a una realidad o a una situación que compromete la existencia humana”. (Eliade 1969, pág. 268). El símbolo no nos habla solamente de una determinada forma de ser del mundo, también nos muestra el lugar del hombre en ese engranaje, en ese escenario de lo real, dándole una significación a ese existir. Lo que hace el símbolo es manifestar una solidaridad entre la forma de ser del hombre y la forma de ser del cosmos (Eliade 1969). Bañando a toda realidad de significación.

Todos estos símbolos mágico-religiosos de los pueblos premodernos revelan una posición existencial, una conciencia del lugar correspondiente del hombre frente al cosmos y frente a su ser. Por esto Eliade subraya que allí donde algunos no ven más que una superstición, hay ya implícita una metafísica; y aunque su forma de expresión son los símbolos y no un encadenamiento lógico de conceptos, es, al fin y al cabo, una metafísica, o sea, según este autor, una concepción global y coherente de la realidad. (Eliade 1952).



Podríamos pensar que, en definitiva, desde este punto de vista el símbolo existe como posibilidad de comunicación del hombre con todos esos registros que parecen excederlo y de esta manera lo conduce a un diálogo con realidades para las cuales cualquier tipo de lenguaje convencional se queda corto. Lo verdaderamente importante es que este diálogo surge y utiliza como mediación al ser del hombre en su totalidad, convirtiendo al hombre mismo en un símbolo, y como tal, en un puente de comunicación con el orden del cosmos. Por esta razón Eliade asevera que el hombre que se ha transformado a sí mismo en símbolo deja de estar solo, ya que encuentra las conexiones necesarias, conscientes o inconscientes, con el mundo que lo rodea y comienza a formar parte de un sistema del cual es, en adelante, un sujeto actuante. El símbolo es, pues, una forma de conocimiento e interacción con el mundo, una forma de reconocimiento del ser del hombre más allá de cualquier accidente histórico o racial.

Es la concepción del símbolo de Eliade como representación posible de fenómenos que exceden la razón del hombre, o que exceden incluso su capacidad de justificación, la que nos permite enmarcarlo en la acepción del presente trabajo; es su capacidad de anexar de alguna manera extraña o intrincada los diferentes planos de la realidad y de hacer concebir al hombre como un todo en relación de unidad con el mundo lo que nos permite abrirnos paso a las teorizaciones subsiguientes.




3. EL CONCEPTO DE SÍMBOLO EN PAUL RICOEUR


Vamos a continuar con la mirada teórica del filósofo francés Paul Ricoeur, el cual, además de hacer un acercamiento ontológico al símbolo, nos da unas primeras pautas de explicación semántica.

3.1 EL LENGUAJE PRIMIGENIO

Para Ricoeur, existe un lenguaje “primitivo” que está en una escala menor, por así decirlo, que el lenguaje mítico; es decir, más allá de la existencia de un lenguaje que pretende “analizar” los orígenes de las cosas y del hombre (el que podemos ver en los mitos), está la existencia de otro lenguaje que es aún más primordial. Pero, ¿Cómo es este lenguaje o de qué manera se manifiesta? Para este autor, este lenguaje es por excelencia simbólico, y se manifiesta en lo que él ha querido llamar “el lenguaje de la confesión”. Le ha dado este nombre debido a que nos expresa, según la filosofía, la Falta y el Mal en el hombre (esto quiere decir, el pecado). Así, este lenguaje nos transmitiría los símbolos primarios: la mancilla, el pecado y la culpabilidad (Es de anotar que este autor se basa en las tradiciones y mitologías judeo-cristianas para su análisis de los símbolos primarios). De esta manera, la primera experiencia simbólica del hombre sería la del pecado y de la falta.

Este lenguaje, como cualquier otro, nos transmite una experiencia, sólo que en este caso la experiencia transmitida está encerrada en una calidad de emoción (por ejemplo el miedo o la angustia). Sin embargo, esto no impide que sea precisamente la emoción la que empuje a la experiencia a objetivarse en un discurso. Así la confesión (la sensación primera del hombre, en su relación con el mundo y la divinidad, de estar “mancillado” o de ser “innoble”, constatada en los diferentes ritos de purificación o en las ideas de salvación) termina por expresar la emoción, la cual, sin esta posibilidad de expresión, no pasaría de ser sentimiento y, por lo tanto, formar parte de una esfera extralingüística, en la cual se encerraría en sí misma “comme une impression de l’âme” (Ricoeur 1960.b, pág. 15).

Retomando la idea del lenguaje primigenio ( “el lenguaje de la confesión”), encontramos una circunstancia bastante interesante del pensamiento de este autor: la confesión siempre es palabra, y ya que es ésta la que permite transmitir la emoción de esa experiencia primigenia, el autor asevera que “le langage est la lumière de l’émotion” ( Ibíd., Pág. 15), porque sin él, las emociones no podrían ser llevadas hasta una articulación de sentido y quedarían perdidas como una simple “impression de l’âme”. Así, el hombre continúa siendo palabra “jusque dans l’experiénce de son absurdité, de sa souffrance, de son angoisse” (Ibíd., Pág. 15), esto quiere decir, hasta las experiencias extremas de su emoción.

Si tuviéramos que hacer entonces una especie de camino “evolutivo” del lenguaje, desde sus comienzos en la historia de la cultura, éste se perfilaría más o menos así: tenemos como primera instancia el lenguaje primigenio (de la confesión), que es por excelencia simbólico; después encontramos el lenguaje mítico, que no es más que una reelaboración del primero y, por lo tanto, también simbólico; a continuación está, según Ricoeur, el lenguaje de la gnosis, o la especulación; por último, tenemos el lenguaje lógico, característico de un pensamiento discursivo, analítico y formal.


3.2 DIMENSIÓN ONÍRICA, CÓSMICA Y POÉTICA DEL SÍMBOLO


Con base en la idea de que este “lenguaje de la confesión” es por excelencia simbólico y que está basado en las relaciones primordiales del hombre con el mundo, Ricoeur postula que todo símbolo auténtico lleva consigo una dimensión cósmica, una onírica y una poética. Pero, ¿Cómo se realiza este engranaje al interior del símbolo? La respuesta es: partiendo desde lo sagrado. Bien es sabido, gracias a la historia de la humanidad, que una de las relaciones primordiales que el hombre siempre tuvo con la realidad que lo rodeaba fue su comunicación con lo divino. Pues bien, el primer lugar sobre el cual el hombre lee lo sagrado es el mundo (el cielo, el sol, la luna, las aguas, la vegetación), y es por esto, según Ricoeur, que estas realidades cósmicas son los primeros símbolos. Este aspecto cósmico del símbolo no lo convierte en algo anterior ni extraño al lenguaje. Por el contrario, estas realidades cósmicas guardarían dentro de sí “dans un noeud de présence” (Ibíd., Pág. 18) un conjunto de intenciones significativas que antes que hacer pensar hacen hablar. O sea, estas realidades (que Ricoeur llama símbolos-cosa) son matrices de innombrables símbolos hablados, “la manifestation par la chose est comme la condensation d’un discours infini” (Ibíd., Pág. 18). Esto estaría más claro: la “cosa” cósmica sería la posibilitadora de la expresión de un discurso infinito, de un sentido que es inagotable.

Como ejemplo pone Ricoeur el cielo, matriz de innumerables sentidos: sería la misma cosa decir que el cielo manifiesta lo sagrado y decir que el cielo significa lo alto, lo elevado e inmenso, lo poderoso y ordenado, lo clarividente y sabio, lo soberano, lo inmutable (Ricoeur, 1960.b). El autor aclara que en estas realidades cósmicas, la manifestación y la significación que llevan consigo se dan al mismo tiempo, son recíprocas, lo que quiere decir que la manifestación está también en el ámbito de un fenómeno del lenguaje: es, desde un comienzo, lenguaje.

Estas características sagradas de lo cósmico son las que nos permiten el paso a la dimensión onírica del símbolo. El sueño es el puente que comunica la función “cósmica” con la función “psíquica” de los símbolos. Pero Ricoeur piensa que manifestar lo sagrado en el “cosmos” y manifestarlo en la “psique” es la misma cosa: “Cosmos et Psyché sont les deux pôles de la même “expressivité” “; je m’exprime en exprimant le monde; j’explore ma propre sacralité en déchiffrant celle du monde” (Ibid, pag. 20).

A estas dos dimensiones del símbolo, se le agrega la dimensión poética. El símbolo poético, a diferencia de la modalidad hierofánica y onírica, nos muestra la expresividad en estado de nacimiento y, más que un relato, la imagen poética es verbo.




3.3 ESTRUCTURA DEL SÍMBOLO


Ya hemos visto cuáles son las dimensiones del símbolo, lo que podríamos llamar las formas que lo constituyen. A continuación, Ricoeur intenta hacer una aproximación a la esencia del símbolo para reconocer su estructura:

3.3.1 Como primera instancia, los símbolos son signos, ya que es en el ámbito de la palabra en el cual existen como expresiones que vehiculan un sentido. Según Ricoeur, incluso en las situaciones en las cuales los símbolos son elementos del universo o cosas, su calidad de signos queda intacta y con ella su pertenencia a un ámbito lingüístico, ya que la dimensión simbólica de estas realidades es adquirida precisamente en el universo del discurso (p. e.: palabra de consagración, de invocación, palabra mítica) (Ricoeur, 1960.b). Algo parecido sucede con los sueños, los cuales muestran su proximidad a la palabra en el hecho de que pueden ser contados y comunicados en la vigilia. En cuanto a la poesía, este autor ha aclarado ya que la imagen poética es esencialmente verbo.

3.3.2 Pero no todos los signos son símbolos. En el símbolo encontramos una intencionalidad doble: toda expresión significante apunta a una intencionalidad primera o literal, en los símbolos este funcionamiento es aún más complejo, ya que a partir de esta intencionalidad primera se vislumbra una segunda; el sentido literal y manifiesto apunta más allá de sí mismo. Los signos técnicos nos entregan generalmente un significado directo, por lo que son perfectamente transparentes y no dicen sino lo que quieren decir. Por el contrario, los signos simbólicos son opacos, porque el sentido primero literal apunta analógicamente a un sentido segundo que no es dado de otra manera que en sí mismo, esto quiere decir, en el sentido literal habita resguardado el sentido simbólico. Ricoeur nos da un ejemplo: tenemos la expresión simbólica “el mancillado”, “el impuro”, aquí el sentido literal sería la mancha, el estar manchado; pero este sentido literal y manifiesto apunta más allá, a algo que es como una mancha, esto quiere decir, a través de este sentido de la suciedad física apunta a cierta situación del hombre dentro de lo sagrado, que es el ser “mancillado”, “impuro”. “Cette opacité fait la profondeur même du symbole, inépuisable comme on dira”.

3.3.3 El sentido simbólico es constituido en y por el sentido literal, hay un lazo analógico entre los dos. Pero no es una analogía convencional del tipo A es a B lo que C es a D, ya que “C’est en vivant dans le sens premier que je suis entrainé par lui au-delà de lui-même” (Ibíd., Pág. 22). Ricoeur piensa que la analogía del símbolo es interna, esto quiere decir que la comparación analógica no se hace desde afuera, sino que nos es dada en el movimiento del sentido literal que nos hace participar en el sentido latente y así nos asimila a lo simbolizado sin que nosotros podamos dominar intelectualmente la similitud. “C’est en ce sens que le symbole est donnant; il est donnant parce qu’il est une intentionnalité primaire qui donne analogiquement le sens second” (Ibid, pag. 22).

3.3.4 Existe una diferencia entre la alegoría y el símbolo. Esta diferencia radica en que, primero, en la alegoría hay una relación más directa hacia lo exterior, o sea, el significado segundo o sentido simbólico es directamente accesible, porque es suficientemente exterior y, segundo, el significado primario o sentido literal es contingente. La relación que une estos dos sentidos, en este caso sería una especie de traducción, y una vez hecha esta traducción la alegoría se convierte en algo inútil. “Ce que l’allegorie montrait en le cachant peut être dit dans un discours direct qui se substitue à elle” (Ibid, pag. 155). La alegoría sería entonces una forma de interpretación (tratar como alegorías los mitos, por ejemplo) “Interpréter c’est alors percer le déguisement et par là même le rendre inutile” (Ibíd., Pág. 23). En cambio el símbolo entrega su sentido de otra manera diferente a la traducción, más bien él lo evoca, lo sugiere, “Il le donne dans la transparence opaque de l’enigme et non par traduction” (Ibíd., Pág. 23) .

3.3.5 El símbolo del lenguaje primario es diferente al así llamado en la lógica simbólica, ya que éste es absolutamente formalizado. Como en el caso de los símbolos químicos o algebraicos, éstos son completamente convencionales: p es una proposición cualquiera, q es otra proposición cualquiera. Podemos decir que p ? q es verdadero (independientemente de cuál sea el contenido de p y de q ) si, por ejemplo, p y q son verdaderas ambas. En este tipo de lenguaje los símbolos p y q interesan sólo como las expresiones que representan una proposición posible.

3.3.6 Ricoeur piensa que también existe una diferencia entre el símbolo y el mito, y la clave de esta diferencia estaría dada en la comparación que se podría hacer en la cualidad de primigenio de sus lenguajes respectivos: en un sentido mucho más primitivo, los símbolos son las significaciones analógicas espontáneamente formadas e inmediatamente dadoras (“donnantes” ) de sentido; así la mancilla análoga de la mancha o mugre, el pecado análogo de la desviación, la culpabilidad análoga de la carga. En este sentido el símbolo es más radical y primigenio que el mito, ya que éste es como un símbolo desarrollado en forma de relato y articulado a un tiempo y a un espacio diferentes de los de la historia y la geografía.


3.4 EL SÍMBOLO: LA SIGNIFICACIÓN EN UN GRADO SUPERIOR.


Ricoeur intenta hacer una aproximación a las características semánticas del signo y del símbolo.

En cuanto al primero, muestra cómo su dualidad está dada por el orden significante y el orden designativo, es decir, cada signo aporta una significación (vista, por ejemplo, desde la interacción significante-significado en Saussure) y, a la vez, designa una cosa u objeto. “Le mot signifier couvre ces deux couples de l’expression et de la designation” ( Ricoeur 1965, pag. 22).

El símbolo no tendría la misma dualidad del signo, ya que la relación aquí es de un sentido a otro sentido, o sea, es de un grado superior, pero es inseparable de esa primera dualidad que acabamos de describir, ya que simplemente se le agrega y se le superpone. El símbolo tiene siempre como base un signo con un sentido primario, literal y manifiesto (y por tanto una relación de significante-significado y de designación de un objeto o cosa), pero por medio de este primer sentido envía y remite a un sentido segundo.

Esta característica del símbolo parece ir en contradicción con el hecho de que su contenido es vehiculado por realidades naturales, llámense cósmicas (como el sol y la luna), oníricas (como las pulsiones, instintos y deseos) o poéticas (como la imagen). Aquí llegamos a un punto clave en la concepción de Ricoeur sobre el símbolo, punto en el que insiste constantemente en su teoría: los símbolos no se hallan por fuera del lenguaje.

En cuanto a esto, dice Ricoeur, estos símbolos-cosa (así llamados por él) no se inscriben en un registro que está al margen del lenguaje “comme des valeurs d’expression immédiate, des physionomies directement perceptibles” (Ibíd., Pág. 23). Por el contrario, es en el universo del discurso en el cual esas realidades obtienen su verdadera dimensión simbólica. Incluso, nos dice el autor, cuando son elementos del universo los que vehiculan el símbolo (como el Cielo, la Tierra, el Agua, la Vida, etc.), es la palabra (en este caso la palabra de consagración, o de invocación, o el comentario mítico) la que nos comunica la expresividad cósmica gracias al doble sentido de las palabras tierra, cielo, agua, vida, etc. “L’expressivité du monde vient au langage par le symbole comme double sens” (Ibid, pag. 23). Desde este punto de vista, la ruptura que puede existir entre un lenguaje unívoco (el signo ) y un lenguaje multívoco ( el símbolo ) pasa indefectiblemente a través del imperio del lenguaje: “Il n’y a pas de symbolique avant l’homme qui parle, même si la puissance du symbole est enracinée plus bas, dans l’expressivité du cosmos, dans le vouloir-dire du désir, dans la variété imaginative des sujets. Mais c’est chaque foi dans le langage que le cosmos, que le désir, que l’imaginaire, viennent à la parole. Certes le Psaume dit : “Les cieux racontent la gloire de Dieu” ; mais les cieux ne parlent pas; ou plutôt ils parlent par le prophète, ils parlent par l’hyme, ils parlent par la liturgie; il faut toujours une parole pour reprendre le monde et faire qu’il devienne hiérophanie” (Ibid, pag. 25).

Volvamos a la diferenciación entre símbolo y signo. Ricoeur piensa que la relación significante que existe al interior del símbolo es primordial e indefectible, y no tiene el carácter instituido y arbitrario que encontramos en los signos “técnicos” “qui ne veulent rien dire d’autre que ce qui y est posé” (Ibid, pag. 39 ). También piensa que el símbolo está ligado en un doble sentido: De un lado está ligado a sus significaciones primarias, literales y sensibles, “C’est ce qui fait son opacité” (Ibid, pag. 39). De otro lado la significación literal está ligada por el sentido simbólico que reside en ella, lo que el autor ha llamado el poder revelante del símbolo, que hace su verdadera fuerza a pesar de la opacidad. Todo esto opondría al símbolo del signo técnico, que puede ser vaciado, formalizado y reducido. Esto lleva a Ricoeur a pensar que “Seul le symbole donne ce qu’il dit” (Ibid, pag. 39).


4. EL MODO SIMBÓLICO EN UMBERTO ECO

Veamos ahora la concepción “secular” de este autor, quien no ve en el símbolo más que un uso específico de los signos.

Eco concibe la existencia de un modo simbólico más que la aparición exacta de una entidad llamada símbolo. Sin embargo, como ya ha sido detallado, muchas tradiciones lingüísticas, filosóficas, teológicas, etc., han trabajado con el concepto de símbolo como una entidad específica, reconocible y aislable. Esta debe ser una de las razones por las cuales Eco comienza su capítulo sobre el modo simbólico (en “Semiótica y Filosofía del Lenguaje”) con su etimología: el término símbolo viene del griego “arrojar con”, “juntar”, “hacer coincidir”. Símbolo sería originariamente un modo de reconocimiento de una moneda dividida cuyas dos partes deben coincidir. “Aun cuando de las dos mitades una remita a la otra... esas dos mitades de la moneda sólo alcanzan la plenitud de su función en el momento en que vuelven a juntarse para reconstruir la unidad” (Eco 1990, pág. 229). Es por esto que Eco hace la comparación entre esta explicación del símbolo y la dialéctica del significante y el significado en el signo: en éste último la remisión es siempre incompleta, no se cierra, ya que al interpretar un signo siempre estamos construyendo uno nuevo, mientras que el símbolo parece implicar una remisión que llega a su término, “la conjunción con el origen”.

Pero esta concepción del símbolo no es precisamente la de Eco, sino más bien la que ha sido transmitida tradicionalmente.

Para este autor el modo simbólico es un uso específico que se le da a los signos. Esto significa que existen “experiencias semióticas” intrincadas, que aparecen oscuras, en las cuales la expresión es correlacionada con una “nebulosa de contenido”, ya sea por el emisor o por el destinatario, es decir, el contenido está relacionado con una cantidad impresionante de campos diferentes que son difícilmente estructurables, y cada cual puede reaccionar de manera diferente, interpretar esta nebulosa de contenido según el campo que le parezca más adecuado, sin que haya un código que lo restrinja obligatoriamente (Eco 1990).

Eco nos da un ejemplo de esto: una rueda de carroza. ¿A qué nos puede remitir? Para comenzar puede ser un ejemplo de la clase de las ruedas (la insignia de un carretero), puede referirnos al mundo rural arcaico, o como “estilización” (según Eco) puede indicarnos la sede del “Rotary Club”. Veamos ahora qué otras características tiene que le permitan trascender aún más en su contenido: la circularidad, la capacidad de avanzar tendencialmente hasta el infinito, la simetría de su forma. Son estas propiedades las que permiten la construcción de una nebulosa de contenido, ya que pueden existir otras entidades de contenido que no son fáciles de representar con los signos convencionales : “por ejemplo, el tiempo (que es circular y avanza), la divinidad (en la que todo es simetría y proporción), el eterno retorno, el carácter cíclico del proceso vida/muerte, la energía creadora en virtud de la cual desde un único centro se engendran armónicamente las perfecciones circulares de todos los seres... La rueda puede remitirnos a todas estas entidades en conjunto, y en la nebulosa de contenido que ellas constituyen también podrán coexistir entidades contradictorias como vida y muerte. Pues bien, esto significa usar la rueda conforme al modo simbólico” (Ibíd. Pág. 286).

Veamos otras características del modo simbólico. En el ejemplo que nos da Eco la rueda no se elimina como presencia física, “porque más bien todas las entidades evocadas parecen vivir en la rueda y con la rueda” (Ibíd., pág. 286), por lo cual los significados literales no son eliminados. Esto se acerca a la idea de Ricoeur de que es con base en el significado literal que el símbolo puede ir más allá, puede cargarse de un nuevo sentido.

Otra de las propiedades del modo simbólico es una reconocible analogía entre simbolizador y simbolizado (También trabajada por Ricoeur). Claro está que esta característica es mucho menos importante que la de la existencia de un significado vago o impreciso. En algunos casos esta analogía es realmente débil, por ejemplo, el símbolo del Sagrado Corazón: la remisión de la expresión al contenido tiene una relación analógica bastante dudosa, ya que hace bastante tiempo que la ciencia reconoce que el corazón biológico no es el lugar que controla las emociones. Es la vaguedad del contenido lo que lo erige como símbolo. “Sin duda el contenido de /Sagrado Corazón/ no es una serie de proposiciones teológicas sobre el amor divino, sino una serie bastante incontrolable de asociaciones mentales y afectivas que cada creyente (sobre todo si es lego en teología) podrá proyectar en el símbolo cardíaco” (Ibíd., pág. 260).

La última característica que designa este autor para el modo simbólico es la del consenso social, es decir, no hay un acuerdo sobre lo que el símbolo quiere decir con exactitud, pero todos reconocen la carga de sentido del símbolo; el consenso social existe como un reconocimiento de la fuerza intrínseca al símbolo: “La bandera es un emblema, su sentido está codificado. Pero se la puede vivir conforme al modo simbólico ; cada uno verá en ella algo distinto : en la bandera italiana, el verde de los prados, la sangre de los mártires, el sentido de la tradición, el sabor de la victoria, el amor hacia los padres, la sensación de seguridad derivada de la unidad, la concordia de los espíritus... Lo importante es reunirse en torno a la bandera porque se sabe que quiere decir algo” (Ibíd., pág. 273).

Ahora nos surge una pregunta importante, ¿en cuales campos del saber es más común encontrar el modo simbólico? Según Eco, son los siguientes: La teoría de los arquetipos de Jung (que es parte central de este estudio). La mística, representada por medio de las visiones y sentimientos de los santos de la cultura occidental. Algunas tendencias de la hermenéutica moderna. Las exégesis rabínicas de La Torá, las cuales ven en Las Escrituras un texto inagotable, el cual, como palabra de Dios, no puede ser nunca completamente dicho. Las exégesis bíblicas de los padres de la Iglesia, los cuales piensan que el texto divino debe ser descifrado. Y, por supuesto, el arte, “...donde el símbolo se vuelve un modo particular de disponer estratégicamente los signos para que se disocien de sus significados codificados y puedan transmitir nuevas nebulosas de contenido” (Ibíd., pág. 275); esto nos hace recordar la descontextualización que llevaban a cabo los surrealistas para hacer decir a las realidades, objetos o palabras cosas nuevas, pero en especial nos hace recordar el concepto de “epifanía” de Joyce. Al comienzo, Joyce considera que la epifanía es posible en el arte cuando el poeta, en un momento de gracia, descubre la realidad íntima de algo, o sea, su peso real más allá de las apariencias: “El poeta es la persona que, en un momento de gracia, descubre el alma profunda de las cosas; no sólo, es quien, una vez postulada el alma, la puede llevar a la existencia gracias a la palabra poética. La epifanía, pues, es una manera de descubrir lo real y al mismo tiempo una manera de definirlo a través del discurso” ( Eco 1993, pág. 48, la cursiva corresponde al presente trabajo) Después, este escritor considera que el poeta no sólo es el descubridor de las epifanías sino su productor, “Para que se epifanice [un objeto] es necesario que sea colocado estratégicamente en un contexto que, por una parte, lo pone de relieve y, por la otra, lo presenta como no pertinente con respecto a los guiones que registra la enciclopedia” (Eco 1990, Pág., 277). Las epifanías funcionarían sólo como símbolos privados, o sea, sólo tienen un valor en el contexto específico en el que fueron descubiertas o producidas, y esto es precisamente lo que caracteriza al modo simbólico en el arte.

Es interesante comprobar cómo Umberto Eco, a pesar de dar una definición bastante técnica y pragmática del modo simbólico, no puede dejar a un lado la realidad de la fuerza metafísica del símbolo (por no decir de su extrema carga de sentido) No es gratuito que haya comenzado su capítulo con una intervención etimológica que parece sentar las bases del concepto general. Escuchémoslo entonces : “Haciendo abstracción de toda metafísica o teología subyacente, que confiere una verdad específica a los símbolos, podemos decir que el modo simbólico no caracteriza un tipo particular de signo ni una modalidad especial de producción sígnica, sino sólo una modalidad de producción o de interpretación textual” (Ibíd., pág. 285, la cursiva es del presente trabajo). Fijémonos cómo Eco tiene que abstraer la metafísica o la teología subyacente, como quien dice separarlas de su definición aunque en realidad existan, y veamos también cómo su definición pragmática parece estar yuxtapuesta a las siguientes aseveraciones: “Para que el símbolo en sentido estricto pueda vivirse como natural e inagotable es necesario considerar que alguna Voz Real hable a través de él” (Pág. 260). “Desde un punto de vista crudamente semiótico, una expresión cuyo correlato es una nebulosa no codificada de contenidos puede parecer la definición de un signo imperfecto y socialmente inútil. Pero para quien vive la experiencia simbólica -que siempre es, de alguna manera, la experiencia del contacto con una verdad (ya sea trascendente o inmanente) - el que parece imperfecto o inútil es el signo no simbólico, que siempre remite a algo distinto en la fuga ilimitada de la semiosis. Para quien la vive, la experiencia del símbolo parece distinta: es la sensación de que lo que la expresión transmite, por nebuloso y rico que sea, vive en ese momento en la expresión” (Pág. 263) “El símbolo sugiere que hay algo que podría decirse, pero ese algo nunca podrá decirse definitivamente, porque si no el símbolo dejaría de decirlo” (Pág. 282).

A pesar de este problema de dos cabezas, la concepción del significado del símbolo como nebulosa de contenido se articula perfectamente con las teorías de los otros autores de este trabajo; al fin y al cabo, Eco no desecha la idea de la inevitable presencia de lo “sagrado” detrás de todo símbolo : “Es indudable que detrás de toda estrategia del modo simbólico hay una teología que la legitima, aunque sólo sea esa teología negativa y secularizada que es la semiosis ilimitada” (Ibíd. Pág. 287).

5 JUNG Y EL CONCEPTO DE SÍMBOLO

Para comenzar a analizar la teoría sobre la estructura y funcionamiento del símbolo que encontramos en este psicólogo suizo, vamos a articular primero su pensamiento en el saber más amplio que condujo al descubrimiento del inconsciente.

5.1 EL PSICOANÁLISIS

Al contrario de lo que la mayoría de personas piensan, Freud no fue el primer científico en postular una instancia inconsciente en el hombre. Antes que él, tres pensadores alemanes ya lo habían hecho: Leibniz, C. G. Carus y E. von Hartmann. Sin embargo, estos pensadores abordaron el problema desde un punto de vista estrictamente filosófico; por esto, el verdadero mérito de Freud consistió en articular un saber sobre el inconsciente trabajado de una manera empírica.

Freud, como neurólogo, comienza sus investigaciones con el doctor Josef Breuer, haciendo tratamientos a pacientes histéricas por medio del método de la hipnosis. Gracias a este método, estos dos investigadores descubrieron que el verdadero problema de las histéricas radicaba en un tipo específico de pensamientos que no formaban parte de su conciencia y, por esta misma condición de relegados, inervaban determinadas partes del cuerpo generando así los supuestos síntomas físicos. Esto explicaba el por qué las histéricas no tenían realmente ningún daño en su sistema nervioso.

Por supuesto una hipótesis de tal magnitud permitió a Freud intuir un campo impresionantemente amplio de investigaciones con respecto al psiquismo.

Una de las características de estos pensamientos específicos que llamó la atención de los dos investigadores era que pertenecían al campo de las experiencias sexuales.

Con esta corroboración, Freud da un nuevo paso en la concepción del inconsciente: lo articula con la vida sexual. Otra de las características de esta transposición de unos pensamientos por fuera de la conciencia a una “representación” corporal era el auxilio que les prestaba la construcción de un lenguaje simbólico, es decir, el síntoma físico era la representación “plástica” del pensamiento inconsciente.

Poco a poco Freud fue transformando su método hipnótico en un método dialéctico discursivo; lo que antes conseguía por medio del artificio de la hipnosis (o sea llevar a la conciencia de los pacientes esta información relegada), ahora lo conseguía por medio de una conversación profunda (lo que una de sus pacientes llamó “Talking Cure”), sentando las bases de la terapia psicoanalítica.

Una de las principales preguntas que surgieron para Freud en ese descubrimiento de un funcionamiento inconsciente en el psiquismo fue la siguiente: ¿Cuál es la razón para que determinados pensamientos, ideas o sentimientos sean relegados de la conciencia? Partiendo del hecho de que estos pensamientos rechazados tenían una estrecha relación con la vida sexual, y en especial aquella vivida en la infancia, la deducción lógica era entonces que todos aquellos sentimientos e ideas que iban en contra de la moral cultural eran desalojados, y para llevar a cabo este penoso trabajo se erigía en la conciencia una fuerza que Freud llamó represión.

Pero el inconsciente era una realidad de un alcance tal que no se limitaba a las producciones sintomáticas de los enfermos neuróticos; así, Freud también descubrió que los sueños, las fantasías diurnas, los actos fallidos de la vida cotidiana, algunas construcciones culturales como el arte y la religión, eran asimismo productos más o menos “camuflados” del inconsciente. Lo que tenían en común todas estas producciones tan diversas surgidas de una misma instancia psíquica era la utilización de un lenguaje simbólico para su expresión.

Pues bien, en conclusión, para Freud el inconsciente es la instancia psíquica en la cual son relegados todos los contenidos reprimidos por ser incompatibles con la conciencia, especialmente por su carácter inmoral o inadecuado a las exigencias éticas culturales o individuales y cuya principal expresión son las pulsiones sexuales nacidas desde la infancia, a cuya energía Freud llamó libido, y entre ellas principalmente la tendencia al incesto, que se convirtió, con el nombre de complejo de Edipo, en el punto central de la dinámica del funcionamiento de los procesos inconscientes.

Entre 1903 y 1905, Jung, quien se había especializado en psiquiatría, lleva a cabo sus experimentos sobre asociaciones de palabras. Estos consistían en escoger una persona, enferma o no, darle una lista de palabras a las cuales ésta tenía que reaccionar con otra, mientras el investigador cronometraba el tiempo en el que la palabra-respuesta era emitida. De esta manera, Jung descubrió que en algunas palabras el tiempo de respuesta era mucho mayor, deduciendo que esto se debía a que tocaban un punto específico de representaciones que no eran completamente conscientes para el individuo. Así surgió su teoría de los complejos, o sea, de una constelación de representaciones cargadas afectivamente y con una relativa autonomía, las cuales no eran completamente conscientes. En el transcurso de sus investigaciones, específicamente en 1906, Jung se topó con los trabajos freudianos, que para aquel entonces ya eran considerables, entre ellos una de sus principales obras, “La Interpretación de los Sueños” (1900). Conoció a Freud personalmente en 1907, y a partir de ese momento se entabló una gran amistad y un gran trabajo investigativo compartido.

Jung se acogió a la teoría freudiana sobre el inconsciente, no sin cierta reticencia frente a su inexorable base sexual. Fue precisamente esta duda frente a la sexualidad como explicación etiológica de las enfermedades mentales y, aún más, como pulsión que desencadenaba la dinámica del inconsciente en su conjunto, la que llevó a Jung a concebir la posibilidad de una libido no exclusivamente sexual sino energética en general. Esta fue la hipótesis de un texto que marcó definitivamente la ruptura con Freud en 1912, llamado “Transformaciones y Símbolos de la Libido” (ampliado y corregido en 1952 y publicado bajo el nombre de “Símbolos de Transformación”).

5.2 LA PSICOLOGÍA ANALÍTICA.

Así pues, la publicación de este texto configuró la bifurcación de un camino investigativo que había sido hasta ese momento común. Pero no era sólo la hipótesis de la libido como energía psíquica en general y no sólo sexual la que se postulaba en este escrito; existía otra pregunta directriz: ¿Por qué las producciones del inconsciente son tan parecidas en los síntomas de los enfermos mentales, en los sueños, los mitos y las diferentes religiones? Freud ya había notado este asunto en el transcurso de sus investigaciones, pero su explicación había sido que estos fenómenos eran simplemente contenidos de las relaciones individuales infantiles con los padres proyectados en las producciones culturales (la mitología, la religión, el folklore, las leyendas, los cuentos tradicionales, etc. ) ; incluso pensaba que los pueblos primitivos eran la infancia de la humanidad, y de esta manera su forma de pensamiento (la plasmada en los mitos por ejemplo) era completamente infantil. Jung, sin embargo, no se sintió satisfecho con esta explicación y vio en esta similitud la existencia de una instancia que era igual en todos los individuos y cuya prueba de realidad eran precisamente las construcciones culturales. De esta manera postuló su hipótesis de lo inconsciente colectivo, hipótesis que fue corroborada en su trabajo terapéutico personal y en sus investigaciones comparativas de la psicología de los pueblos y de la historia de los mitos. Un poco para contestar al concepto “infantilista” de Freud, Jung considera que si bien, en efecto, los pueblos primitivos son la infancia de la humanidad y su forma de pensamiento es arcaica, esto no significa que sea infantil. El pensamiento arcaico (como el de los mitos o los sueños) es una forma de conocimiento completamente estructurada y, aunque es más típico verlo en la infancia y en los pueblos premodernos, existe también en el hombre adulto civilizado. “Aquellos antepasados del hombre provistos de bronquios, en modo alguno eran embriones, sino animales plenamente desarrollados, y así también el hombre que vivía y pensaba en el mito era una realidad adulta y no un niño de cuatro años. El mito, en efecto, no es un fantasma infantil, sino un importante requisito de la vida primitiva” (Jung 1962, pág, 49). Y, para ser consecuentes con su teoría, de la vida del hombre civilizado.

Así, el camino de investigación de Jung se separaba cada vez más del camino freudiano. Gracias a la experiencia que tuvo como médico y después director, por tantos años, de la clínica psiquiátrica Burghölzli de Zurich, Jung reafirmó su idea de que las producciones mentales de los enfermos no eran un simple constructo simbólico de las relaciones individuales infantiles con sus padres ; por el contrario, hablaban de realidades que los excedían con mucho ; además, algo parecido sucedía en algunos sueños, en los cuales después de agotar el material individual, surgían contenidos frente a los cuales los pacientes no tenían ningún indicio, no había nada en su vida personal que los pudiera develar, y fue precisamente en este vacío, o mejor dicho, en este exceso de sentido, en el cual Jung acudió a las construcciones simbólicas de la historia de la humanidad.

Como ejemplo de estas realidades psíquicas que se imponen en algunos casos, veamos las imágenes y opiniones del gran poeta francés Gerard de Nerval, hombre alucinado con su realidad interior, el cual nos dejó en su último texto llamado “Aurelia”, además de la hermosa descripción de las imágenes fantásticas del alma humana, un diario de su enfermedad: “En la pareja formada por el padre y la madre es fácil concebir determinada analogía con las fuerzas eléctricas de la naturaleza. ¿Pero cómo plantear los centros individuales emanados de ellos, y de los que ellos mismos emanan, a la manera de una formación anímica colectiva cuya posibilidad de combinación resultaría a la vez múltiple y acotada? Sería tanto como pedir cuenta a la flor por el número de sus pétalos o de las divisiones de su corola... o al suelo por las figuras que en su superficie se dibujan, o al sol por los colores de los que es causante”. “En definitiva, y cualesquiera que sean las respuestas, considero que la imaginación humana no puede inventar nada que no sea verdadero, bien en este mundo, o bien en los demás”. “Estaba muy mojado y fatigado, así que me cambié de ropa y me tumbé sobre su cama. Durante el sueño que siguió tuve una visión maravillosa. Me pareció que la diosa de otras veces se me volvía a aparecer, diciéndome: - Soy la misma que María, la misma que tu madre, la misma también que aquella a la que, bajo diversas apariencias, has amado siempre. Según se iban sucediendo las pruebas que has padecido, me he ido quitando las máscaras con las que velaba mis rasgos, y pronto podrás verme tal y como soy”.

Retomando un poco el hilo de nuestras ideas, tenemos que tener en cuenta que Jung nunca negó la existencia de un inconsciente personal, más bien lo que hizo fue adicionarle lo inconsciente colectivo. Esto lo explica claramente una de sus discípulas, Jolande Jacobi : “Mientras que el llamado inconsciente personal comprende contenidos que proceden de la historia vital del individuo, es decir, todo aquello que fue reprimido, rechazado, olvidado, percibido de un modo subliminal, etcétera, el inconsciente colectivo abarca contenidos que representan el sedimento de los modos típicos de reacción de la humanidad, desde sus orígenes más remotos - sin consideración a diferencias históricas, étnicas o de cualquier otro tipo - , a situaciones como angustia, lucha contra el poder, relaciones de los sexos, de los hijos con los padres, figuras paternas y maternas, actitudes de odio y amor, frente al nacimiento y la muerte, al dominio del principio de la luz y la sombra, etc.” (Jacobi 1963, pág, 37)

Es decir, al lado de la psique individual, del abanico de contenidos que es la consecuencia de las experiencias personales, encontramos también una “psique objetiva”, como la llamó Jung, o sea, un abanico de contenidos que es la consecuencia de las experiencias de la historia de todos los seres humanos.

Pero ¿Cómo llegamos a conocer esos sedimentos “de los modos típicos de reacción de la humanidad”? En esto Jung es bastante tajante: sólo a través de los símbolos que produce esa misma psique objetiva, a los cuales denominó arquetipos.

Así surgió la Psicología Analítica, encargada de dilucidar la relación natural que establece el ser humano con los arquetipos de lo inconsciente colectivo. Teniendo en cuenta que el objetivo de este trabajo es exclusivamente la concepción de Jung sobre los símbolos, el estudio del desarrollo y la práctica de la ya mencionada psicología no serán tomados en cuenta.



















5.3 LOS ARQUETIPOS

Freud instituyó como primera regla en el proceso de interpretación de los sueños el llevar a cabo una “asociación libre”, es decir, sus pacientes debían, con cada trozo de sueño, hacer asociaciones mentales sin importar su trivialidad o su no pertinencia, y de esta manera hacer un rodeo hasta llegar al verdadero significado engañando así a la resistencia (la fuerza que no deja aparecer los contenidos reprimidos). Pues bien, en el transcurso de este proceso, este investigador se encontró en algunos casos con que sus pacientes, frente a un trozo específico del sueño, permanecían en el más absoluto silencio. Al comienzo Freud pensó que esto era un efecto de la represión, pero después de hacer todos los rodeos posibles, de llevar a cabo toda clase de intentos vanos, en efecto parecía que el paciente no sabía nada en relación a esas partes del sueño, o era, por lo menos, el silencio lo que se imponía. A estos contenidos que excedían las relaciones personales del individuo Freud los llamó símbolos oníricos.

Vimos ya en el capítulo 1 la descripción del simbolismo en Freud, el cual no es más que una utilización indirecta y figurada del lenguaje ; sin embargo, su concepción “estricta” de símbolo es la que acabamos de enunciar, o sea, representaciones que no dependen de factores individuales, y cuyas demás características son: sus contenidos son temas inconscientes reprimidos, tienen una significación fija, son arcaicos, existe una conexión lingüística primitiva entre simbolizado y simbolizante, tienen paralelos en los campos del mito, el folklore y la poesía. En conclusión, los símbolos son figuras sustitutivas. Quizás la característica primordial de todas las que enunciamos sea la existencia de conexiones lingüísticas arcaicas, por ejemplo, la hipótesis de una identidad primitiva entre el lenguaje sexual y el lenguaje del trabajo; considero que esta es la característica primordial, ya que fue la que le permitió a Freud pensar que los símbolos tienen una significación fija, además de ser la que explica más convincentemente el hecho de que sean suprapersonales. Todo esto permitió que el fundador del Psicoanálisis creara un “código” mediante el cual los símbolos podrían ser interpretados y encontrara (¿cómo no?) su verdadero sentido sexual oculto. En adelante, por ejemplo, todo objeto convexo o punzante sería símbolo del falo y todo objeto cóncavo o receptivo lo sería de la vagina. De esta manera vemos cómo Freud redujo la fuerza significativa del símbolo al mecanismo más simple de la alegoría, ya explicado por Ricoeur en el capítulo 3 del presente trabajo, es decir, lo redujo a esas representaciones que “enmascaran” su verdadero contenido, en las cuales, en el trabajo de desenmascaramiento, muere su importancia significativa.

No ha de extrañarnos el hecho de que, investigando en un mismo campo, Jung se haya encontrado con el mismo fenómeno. A estas representaciones frente a las cuales se imponía un definitivo silencio, Jung las llamó arquetipos (símbolos de lo inconsciente colectivo). Son diversos los puntos frente a los cuales este autor difiere de la teoría freudiana. En el primero de ellos, siendo consecuente con su teoría de la libido no exclusivamente sexual, Jung rechaza la reducción a una explicación exclusiva en ese ámbito, viendo en los símbolos significados que trascienden las pulsiones sexuales. Otro de los puntos es el considerar la imposibilidad de hacer un “código” de significaciones de los símbolos. A pesar de que los arquetipos son realidades simbólicas que se repiten en individuos de diferentes razas y en pueblos de diferentes orígenes, su expresión siempre está dada en el marco de una psique individual o de una cultura específica, por esto, su significado sólo puede ser hallado en la articulación con una posición consciente individual (en la terapia) o con unos hechos culturales específicos (en el análisis de un pueblo). Hacer un código de los símbolos es absurdo, porque en la gama infinita de posibles significados de todo símbolo (recordemos “el modo simbólico” de Eco), la actualización de uno o varios de esos significados sólo es posible con base en una relación específica a algo en particular (sea ésta psíquica o cultural). El último de los puntos -que yo considero el principal- es el hecho de que los arquetipos no derivan simplemente de unas relaciones lingüísticas arcaicas, ya que testimonian una fuerza (afectiva, significativa, simbólica) que va mucho más allá de las palabras, característica que Jung denominó como efecto “numinoso” del arquetipo.

Pues bien, la pregunta lógica que aparece sería ¿qué es específicamente el arquetipo? Para Jung, el arquetipo es un esquema de conducta innato que se expresa en forma de imágenes, o sea, a nivel psíquico. Veamos el ejemplo del arquetipo del Edipo (del incesto): “Edipo le proporciona a usted un excelente ejemplo de la conducta de un arquetipo. Siempre se trata de una situación global. Hay una madre; hay un padre; hay un hijo; existe toda una historia de cómo se desarrolla una situación así y a qué fin conduce. Eso es un arquetipo” (Jung en Evans 1968, pág. 60). Otro ejemplo sería el arquetipo de la Madre, el cual contiene en sí todas las posibles reacciones frente a ese fenómeno psíquico llamado Madre. Notemos que, si bien para Jung la madre y el padre real comienzan siendo los objetos sobre los cuales se proyectan los arquetipos de la Madre y el Padre, en el fondo éstos no son más que realidades psíquicas, así, todos llevamos dentro, gracias a los arquetipos, una madre, un padre, un hijo, un héroe, una heroína, etc., es decir, toda una mitología en nuestra alma.

Pero continuemos con el análisis de la esencia del arquetipo. “A ningún biólogo se le ocurrirá afirmar que cada individuo que nace vuelve a adquirir nuevamente su modo de comportamiento. Antes bien, es probable que si el pájaro tejedor, una vez llegado a determinada edad, construye siempre su nido, eso se debe a que es un pájaro tejedor y no un conejo. Del mismo modo, también es probable que un hombre nazca con un modo humano de conducta y no con el de un hipopótamo o con ninguno. De su conducta característica también forma parte su fenomenología psíquica, que es diferente de la de un pájaro o de la de un cuadrúpedo. Los arquetipos son formas típicas de conducta que, cuando llegan a ser conscientes, se manifiestan como representaciones, al igual que todo lo que llega a ser contenido de conciencia” (Jung 1970, pág. 173) De esta afirmación se deducen varios puntos importantes característicos del arquetipo : Primero, el arquetipo no es más que una forma inconsciente, es decir, de alguna manera, una forma vacía : “El arquetipo es un elemento formal, en sí vacío, que no es sino una facultas praeformandi , una posibilidad dada a priori de la forma de la representación” (Ibíd., pág. 74) Segundo, como forma innata, pertenece al ámbito de los instintos: “Podríase asimismo llamarlo intuición del instinto en sí mismo o autorretrato del instinto…” (Jung 1982, pág, 159), sería algo así como el factor psíquico del instinto (Esta relación arquetipo-instinto será profundizada en el parágrafo siguiente). Tercero, los arquetipos no son representaciones heredadas, pensar lo contrario ha sido la base de una crítica contundente que se le ha hecho a la teoría junguiana: “No afirmo con esto, en modo alguno, la herencia de las representaciones, sino solamente de la posibilidad de la representación cosa que es muy distinta” (Jung 1992, pág. 83), es decir, lo que Jung afirma es la herencia de las formas que pueden servir de base para determinadas representaciones. Cuarto, el arquetipo es una forma vacía que es “llenada”, por un lado, con la representación, y por otro, con libido (energía básica del organismo vivo): “Así, estas imágenes nos las hemos de figurar como exentas de contenido y, por ende, inconscientes. El contenido, la influencia y el estado consciente no lo alcanzan sino luego, al tropezar con hechos empíricos que, al dar en la predisposición inconsciente, le infunden vida.” (Jung 1950, Pág., 156).

En conclusión, los arquetipos “Son en cierto sentido los sedimentos de todas las experiencias de la serie de antepasados, pero no son estas experiencias mismas” (Ibid, pág, 156)

La hipótesis de una instancia psíquica que es igual en todos los seres humanos permite la explicación de los más diversos fenómenos de la historia de la humanidad. ¿Por qué el hombre siempre se ha ocupado de los mismos temas, ha sido atravesado por las mismas pasiones, se ha hecho una y otra vez las mismas preguntas? ¿Qué hace que los individuos de las más diferentes culturas se sientan unidos por un mismo lazo que trasciende sus discrepancias reales para hacerlos coincidir en una hermandad de especie que no puede explicarse sólo por la biología? ¿Por qué el convencimiento de que el ser humano más ajeno a mí guarda en su corazón los mismos miedos y las mismas alegrías que han cruzado mi vida? Concebir la existencia de los arquetipos es darse la oportunidad de descubrir en lo humano la constancia de lo humano. Si Freud nos permite ver en el inconsciente personal la posibilidad de explicación de toda pasión individual dirigida hacia toda clase de individuos, Jung nos permite ver en su teoría de los arquetipos la unificación de toda pasión hacia la humanidad entera. Esta teoría nos posibilita además recobrar al hombre como sujeto, es decir, recobrarlo como fuerza vital, recobrarlo en su valor de naturaleza hecha por y para la naturaleza, no concebirlo solamente como el resultado de la intersección de las más diversas variables culturales o de aquellas creadas por convención, sino que, en su característica de estructura psíquica innata, el arquetipo permite la unión en el hombre de su carácter más animal con lo que tiene de más elevado: su propia humanidad.



5.4 LA SEMÁNTICA DEL SÍMBOLO EN JUNG

Antes de comenzar con este tema, quisiera hacer una aclaración con respecto a lo que es el concepto de símbolo y el concepto de arquetipo en Jung. Como vimos en el parágrafo anterior, el arquetipo es sólo una forma inconsciente, y por esto es de alguna manera irrepresentable y sólo cognoscible a través de sus efectos: “Todo lo que decimos de los arquetipos son ilustraciones o concretizaciones que pertenecen a la conciencia. Pero sólo en esta forma podemos hablar de arquetipos. Hay que tener siempre conciencia de que lo que entendemos por ‘arquetipo’ es irrepresentable, pero tiene efectos merced a los cuales son posibles sus manifestaciones, las representaciones arquetípicas” (Jung 1970, pág. 158). Es decir, más claramente “[el alma] Crea símbolos cuya base es el arquetipo inconsciente, y cuya figura aparente proviene de las representaciones adquiridas por la conciencia” (Jung 1962, pág. 245). Así, el símbolo se apuntala en la forma innata llamada arquetipo, aportándole una representación consciente y un quantum de libido. Símbolo sería la denominación del momento en el cual el arquetipo obtiene una representación consciente.

Para hacer más claro este proceso arquetipo-símbolo vamos a seguir la elucidación de Jolande Jacobi en su texto “Complejo, Arquetipo y Símbolo”, en el cual intenta dividir por etapas el curso de la acción de este fenómeno:
a) El arquetipo reposa en lo inconsciente colectivo como una forma o elemento que puede ser potencialmente cargado de significación.
b) Por situaciones o avatares psíquicos individuales o colectivos, el arquetipo recibe un suplemento de energía que comienza a hacer eficaz su actividad.
c) Con su nueva carga energética el arquetipo ejerce una fuerza de atracción sobre la conciencia que no es en un principio reconocida y que puede expresarse como una actividad emocional indeterminada, llegando en algunos casos a ser efectivamente percibido por la conciencia y entrando así en el ámbito propiamente psíquico.
d) Al entrar el arquetipo en contacto con la conciencia tiene dos posibles caminos: puede manifestarse en el plano biológico o puede expresarse en el plano espiritual como imagen o idea. Es en este último caso en el que surge lo que ha sido llamado específicamente el símbolo, por el proceso de unírsele al arquetipo una materia prima imaginaria y una configuración de sentido.

En conclusión, símbolo y arquetipo son dos pasos en el transcurrir de un mismo fenómeno psíquico, por lo cual serán utilizados como sinónimos en las elucidaciones que vienen a continuación.

Jung considera que existen dos formas de pensamiento. Al primero lo llama pensamiento dirigido, o lógico, o verbal; éste tiene una relación más fuerte con el afuera y se apuntala en la capacidad verbal, en el lenguaje analítico. El otro pensamiento es el sueño o fantaseo, el cual, en última instancia, es una sucesión de imágenes, se aparta de la realidad, es subjetivo y motivado interiormente, en él cesa el pensamiento verbal. Se podría sacar la conclusión, incluso, de que se apuntala en otro tipo de lenguaje (Jung 1962). El símbolo formaría parte de este último tipo de pensamiento. Haciendo una analogía con Eco, podríamos pensar en una primera relación sígnica con el mundo, y una segunda relación que surge con el uso simbólico de los signos (capítulo 4).

Jung también hace una diferenciación entre signo y símbolo: “Según mi modo de ver las cosas, debe establecerse una rigurosa diferenciación entre el concepto de símbolo y el concepto de un mero signo. La significación simbólica y la significación semiótica son cosas completamente distintas” (Jung 1964, pág. 552). Nos da un ejemplo: en la costumbre de ofrecer un poco de tierra cuando se ha vendido un terreno se ha querido ver una relación simbólica, cuando de hecho es simplemente semiótica. “El puñado de hierba es un signo supuesto para el terreno todo” (Ibíd., pág. 553). “En cambio, el símbolo presupone siempre que la expresión elegida es la mejor designación o la mejor fórmula posible para un estado de cosas relativamente desconocido, pero reconocido como existente o reclamado como tal” (Ibíd. Pág. 553) De esta manera Jung se acerca a lo que ya había sido mencionado por Eliade (capítulo 2), en el sentido de que el símbolo es la representación adecuada de todo aquello que no puede ser representado por el concepto. “La declaración de la Cruz como símbolo del amor divino es semiótica, pues la expresión ‘amor divino’ designa el hecho que quiere expresarse mejor y más certeramente que una cruz, que puede tener muchos otros significados. Es, en cambio, simbólica la declaración de la Cruz que, allende todas las explicaciones imaginables, ve en ella la expresión de un hecho ignoto aún, de un hecho místico o trascendente incomprensible, es decir: de un hecho psicológico por de pronto” (Ibíd., pág. 553).

Jung considera, igual que Eco, que existen casos en los cuales el carácter simbólico es dado gracias a la disposición de la conciencia de quien juzga y se enfrenta a los hechos, y esto es posible ya que ese algo que está siendo objeto de discriminación, puede ser visto no sólo como tal, como lo que es, sino expresando un hecho en sí desconocido. Eco lo explicaba como la decisión del emisor o el receptor de interpretar de acuerdo al “modo simbólico”, es decir, como un “voy a interpretar simbólicamente”. Sin embargo, Jung también encuentra casos en los cuales el carácter simbólico no depende de nadie; simple y llanamente el símbolo se impone. Y de esta manera es la mejor expresión posible de una realidad que en esencia es inexpresable.



En contraposición al significado fijo del signo (ya que éste es una abreviatura convencional para una cosa conocida (Jung 1962), el símbolo tiene una plurivocidad que en algunos casos es asombrosa. Esta característica la mencionó claramente Eliade (capítuo 2), y se relaciona también con el concepto de “nebulosa de contenido” de Eco. Veamos un largo ejemplo dado por Jung: “El arquetipo de la madre tiene, como todo arquetipo, una cantidad casi imprevisible de aspectos. Citando sólo algunas formas típicas tenemos: la madre y abuela personales; la madrastra y la suegra; cualquier mujer con la cual se está en relación, incluyendo también el aya o niñera; el remoto antepasado femenino y la mujer blanca; en sentido figurado, más elevado, la diosa, especialmente la madre de Dios, la Virgen (como madre rejuvenecida, por ejemplo: Demeter y Ceres), Sophia ( como madre-amante, a veces también del tipo Cibeles-Atis, o como hija [madre rejuvenecida]- amante); la meta del anhelo de salvación (Paraíso, reino de Dios, Jerusalén celestial); en sentido más amplio la iglesia, la universidad, la ciudad, el país, el cielo, la tierra, el bosque, el mar y el estanque; la materia, el inframundo y la luna; en sentido más estricto, como sitio de nacimiento o de engendramiento: el campo, el jardín, el peñasco, la cueva, el árbol, el manantial, la fuente profunda, la pila bautismal, la flor como vasija (rosa y loto); como círculo mágico (mandala como padma) o como tipo de la cornucopia; y en el sentido más estricto la matriz, toda forma hueca (por ejemplo, la tuerca); los yoni; el horno, la olla; como animal, la vaca, la liebre y todo animal útil en general”(Jung 1970, pág. 74). Vemos cómo el símbolo hace una circunvolución de sentido alrededor del simbolizado, para atraparlo sin atraparlo. Esta característica parece similar a la de la “semiosis ilimitada” de Peirce o a la “cadena significante” de Lacan: un significante siempre nos remite a otro significante. Pero su diferencia radica en que, mientras que en estas dos clases de significación el sentido se desplaza en una cadena infinita hablando de infinidad de cosas, en el símbolo el sentido, con su infinidad de aspectos, nos habla de una y la misma cosa: “El símbolo… tiene numerosas variantes análogas, y de cuántas más disponga tanto más completa y exacta es la imagen que esboza de su objeto” (Jung 1962, pág. 137).

Una característica que aparece como consecuencia de la anterior, es el contenido muchas veces contradictorio del símbolo (enunciado también por Eliade) “Naturalmente el juicio intelectual trata siempre de establecer su univocidad y pierde de vista así lo esencial, pues aquello que, por ser lo único que corresponde a su naturaleza, hay que establecer ante todo, es su plurivocidad, su abundancia de relaciones casi inabarcable, que hace imposible toda formulación unívoca. Además son constitutivamente paradójicos, así como el espíritu es entre los alquimistas senex e iuvenis simul”. El símbolo es por excelencia una conjunción de opuestos. De un lado, gracias a la forma, expresa algo inconsciente, del otro lado, gracias a la representación, expresa algo consciente; es a la vez sentimiento y pensamiento ; conlleva un contenido racional por un lado e irracional por el otro; sus raíces colindan con los instintos y sus ramas con las ideas. El símbolo es el tertium non datur (tercero desconocido) que une una cosa con su opuesta.

El símbolo remite siempre a una totalidad. Siguiendo la idea de Mario Trevi (1996), vemos cómo su etimología nos deja vislumbrar esta cualidad. El símbolo, como esa parte de una moneda que ha sido escindida, remite a su otro “pedazo” como condición de su totalidad. “Símbolo, originariamente, es lo que se remite a una parte, de la que ha sido separado, para aparecer como un todo” (Trevi 1996, pág. 40). Esto significa que ese otro que está conectado con él forma parte asimismo de un orden de lo completo, de lo unificado, de lo total. El símbolo nos habla de esta unión. “Evoca el todo del que ha sido substraído y de cuya reunificación él adquiere sentido. Un número finito (o incluso transfinito) no evoca la totalidad de los números, como tampoco una perla evoca la totalidad de las perlas. Para que eso ocurra es necesario que se cumpla el proceso de la formación del concepto capaz de inferir lo universal de lo particular. Por el contrario, el proceso que evoca el símbolo es el de una inserción dentro del orden que lo completa, al incluirlo en la totalidad originaria”. (Trevi 1996, pág. 41). Esta tendencia a la unificación, a la totalidad, Jung la descubrió en un fenómeno psíquico natural al cual llamó proceso de individuación y a cuyo arquetipo central denominó el sí-mismo.

Existe una pregunta que ha sido el hilo conductor de todas estas elucidaciones: ¿A qué se refiere eso “inexpresable” del símbolo? Bueno, pues si es inexpresable, la misma palabra nos lo advierte, ¿cómo hablar de ello? Sin embargo, un camino es abierto –aunque oscuro- desde el momento en que se toma en consideración la relación símbolo-instinto: “El problema de la formación de símbolos no puede tratarse en absoluto sin traer a colación los procesos instintivos, puesto que de éstos proviene la fuerza motriz del símbolo” (Jung 1962, pág. 241). En efecto, los símbolos tienen una relación directa con los instintos; incluso, Jung va más allá cuando dice: “En tanto los arquetipos intervienen regulando, modificando o motivando la configuración de los contenidos conscientes, se comportan como instintos. Resulta entonces obvio suponer una relación entre estos factores y los instintos y plantear el problema de si las imágenes situacionales típicas, que parecen representar a esos principios formales colectivos, no se identifican en última instancia con los patrones instintivos, o sea con los patrones de conducta. Debo confesar que hasta ahora no he encontrado ningún argumento que obligara a excluir esta posibilidad” (Jung 1970, pág. 149, el subrayado pertenece al presente trabajo).

Freud se encontró con el mismo fenómeno al relacionar inevitablemente los contenidos del inconsciente con los instintos. Para esto creó el concepto de pulsión. Esta es la representación psíquica de una necesidad corporal. “Si ahora, desde el aspecto biológico, pasamos a la consideración de la vida anímica, la ‘pulsión’ nos aparece como un concepto fronterizo entre lo anímico y lo somático, como un representante [Repräsentant] psíquico de los estímulos que provienen del interior del cuerpo y alcanzan el alma, como una medida de la exigencia de trabajo que es impuesta a lo anímico a consecuencia de su trabazón con lo corporal” (Freud 1976b, pág. 117) Entiéndase bien, la pulsión es un representante, y es por esto que rompe su vínculo natural con lo representado. Pareciera que Jung llega a la misma conclusión, sin embargo, existe una diferencia sutil, y a la vez profunda, entre las dos concepciones. En efecto, los arquetipos son la imagen psíquica de los instintos, pero no olvidemos que Jung habla de una identificación entre unos y otros, es más, cuando habla de arquetipos y de instintos está hablando de dos aspectos de una misma cosa, como si fueran las dos caras de una misma moneda, los dos rostros del dios Jano, las dos posibles manifestaciones de un mismo fenómeno: “… todo instinto tiene dos aspectos, por un lado se lo vivencia como dinámica fisiológica, por el otro sus múltiples formas aparecen en la conciencia como imágenes y conexiones de imágenes y desarrollan efectos numinosos, que están o parecen estar en rigurosa oposición con el impulso fisiológico. Para el conocedor de la fenomenología religiosa no es ningún secreto que la pasión física y la religiosa, aunque enemigas, son hermanas y que a menudo sólo se necesita un momento para que una se convierta en la otra. Ambas son reales y constituyen un par de opuestos que es una de las fuentes más fecundas de energía psíquica. No corresponde derivar la una de la otra para conceder el primado a una u otra. Aun cuando al principio sólo se conozca una y sólo mucho después se advierta la existencia de la otra, eso no demuestra que la otra no existiera desde mucho tiempo atrás. No se puede derivar lo frío de lo caliente ni el arriba del abajo. Una oposición o es una relación bipartita o no es nada, y un ser sin oposición es totalmente inconcebible, pues su existencia no podría comprobarse” (Ibíd. Pág. 156, el subrayado pertenece al presente trabajo). Si se analiza a fondo las aseveraciones de la cita anterior, uno puede deducir que las consecuencias teóricas que se desprenden son insospechables. La primera conclusión es que el arquetipo es a la vez psíquico y no psíquico. Esto terminó por hacer considerar a Jung, ya casi al final de sus años de investigación, que el arquetipo era un fenómeno psicoide. Esto lo expresa claramente la investigadora de la teoría junguiana, Marta Cecilia Vélez Saldarriga: “… las representaciones psíquicas constituyen energía vital altamente diferenciada. No se trata, pues, de dos energías, la energía física o material y la energía psíquica o del alma, (anímica), sino de una misma energía que asciende hasta el nivel de las representaciones. Y los elementos que constituyen este paso de la energía física a la energía psíquica son los Arquetipos cuya característica esencial es su aspecto psicoide, es decir, que no son totalmente físicos ni totalmente psíquicos (sino psicoides)” (Vélez Saldarriaga, 1995 pág. 4). Esto quiere decir que esa relación que siempre nos ha parecido misteriosa entre materia y psique, no es un corte sino un continuum (no menos misterioso, dicho sea de paso). En cuanto a esto, Jung es de una contundencia asombrosa: “La psique no es diferente del ser vivo. Es el aspecto psíquico de dicho ser. Es, incluso, la dimensión psíquica de la materia. Es una cualidad” (Jung en Evans 1968, pág. 115). Esto ya ha sido considerado por la psicología experimental y cognitiva, de tradición materialista dialéctica. Fue expresado como que la psique es, primero, un reflejo de la realidad y, segundo, la cualidad de la materia altamente evolucionada. Esta concepción es claramente materialista, concibiendo a la psique como fenómeno simplemente concomitante de la existencia de la materia viva. Téngase en cuenta que la concepción de Jung es diferente: “Lo psíquico merece ser considerado como un fenómeno en sí, pues no hay motivo alguno de reducirlo a un mero epifenómeno, aunque esté ligado a la función cerebral. En efecto, tampoco es posible considerar la vida como un epifenómeno de la química del carbono” (Jung 1982, pág. 19).

La realidad simbólica (llámese representacional o utilícese cualquier otro término) es a la vez realidad física. La psique y la materia son dos fenómenos interrelacionados que no pueden ser reducidos el uno al otro.


Hagamos un pequeño recorderis sobre la teoría semiótica moderna (sobre todo la de tradición peirciana), para hacer una comparación entre su concepción de la significación y el concepto de símbolo en Jung.

Parece ser que el concepto de referente ha sido “superado” en la ya mencionada teoría semiótica, desde el momento en que “un signo es ‘anything which determines something else (its interpretant) to refer to an object to which itself refers (its object) in the same way, the interpretant becoming in turn a sign, and so on ad infinitum…’ “ (Peirce, citado por Eco 1992, pág, 364). Nótese que en esta tríada de la semiosis, el signo, su objeto y su interpretante, no tienen nada que ver con un referente “real”, en el sentido en que el objeto y el interpretante también son signos: el objeto no representa realmente una “cosa real”, porque ¿qué otra manera tenemos de interrelación con el mundo si no es a través de los signos? Esto está claro cuando Peirce dice que el signo está en lugar de un objeto “no en todos los aspectos, sino sólo con referencia a una suerte de idea...” (Peirce 1986, pág. 22); el interpretante no es más que un signo que interpreta a otro signo.

A una separación parecida del referente llegó también Saussure cuando considera al signo verbal como una dualidad significante-significado, y a éstos dos como realidades psíquicas; es decir, no le interesan las cosas en sí, sino el proceso de significación que en última instancia es un fenómeno psíquico.

Sabemos que Lacan hizo una misma separación entre un orden simbólico (del significante) y un orden de lo real, inaccesible para el hombre.

En general, cualquier teoría de la significación que trabajara con el concepto de referente, seguramente no aceptaría que la relación con éste es directa, ya que el hombre es por excelencia un ser que se comunica gracias a las mediaciones representacionales.

Pues bien, la teoría del símbolo en Jung se contrapone, de alguna manera, a estas consideraciones. Ya vimos en el capítulo 3 cómo Ricoeur considera que el símbolo pertenece a una significación de grado superior, puesto que está “exento” del trabajo de la designación, la cual es llevada a cabo por el signo, y sobre éste se apuntala el símbolo para transferir su sentido primario a un sentido secundario. La concepción de Jung es contraria: no sólo el centro del símbolo es este trabajo de designación, sino que, esta designación, por decirlo así, es directa.

Veámoslo de esta manera: en la dualidad simbolizante-simbolizado, el referente es el simbolizado mismo, y éste como instancia real, habita en el simbolizante. Pero entonces, ¿qué es el referente? El referente es el mundo. ¿Pero cómo llega a estar el mundo (en su cualidad de real) dentro de una realidad simbólica? Esto se explicaría si hacemos la cadena siguiente: lo que habita, en esencia, en el símbolo, es la libido (“energía vital”), la libido es la energía de los instintos, los instintos son en esencia la expresión de lo fisiológico, lo fisiológico es en esencia corporal, lo corporal es una expresión de la materia, y la materia es una expresión de la Naturaleza.

El símbolo arranca un pedazo de naturaleza en el hombre y se lo pone en frente como representación.

“Como la psique y la materia están contenidas en uno y el mismo mundo y además están en contacto permanente y descansan en última instancia sobre factores trascendentales, no sólo existe la posibilidad sino también cierta probabilidad de que materia y psique sean dos aspectos distintos de una y la misma cosa” (Jung 1970, pág. 159)

“El arquetipo es naturaleza pura y genuina…” (Ibid., pág. 154).

De esta manera vemos cómo el símbolo se comporta en parte como representación y en parte no. Por un lado es representación porque puede entrar en una dialéctica de sentido, o sea, gracias a su mecanismo de mediación nos permite una interrelación mediata con el mundo que se instaura en una operación de significación, ofreciendo un contenido a interpretar y haciéndose por esto mismo comunicable, insertándose a su vez en todo sistema cultural. Por otro lado no es representación, ya que no funciona como la presencia de una ausencia, sino como la presencia de una presencia.

Ahora entendemos por qué la característica numinosa de los arquetipos; por qué una de las pacientes de Jung le decía “Yo sé con toda exactitud de qué se trata, lo veo y lo siento todo, pero me es totalmente imposible encontrar palabras para ello”: No es más que el silencio abrumante que impone la Naturaleza.

Como si lo Inconsciente nos dijera “No hables, sólo imagina…”


Podríamos pensar que a raíz de todas estas elucidaciones, un vasto camino investigativo se abre frente a una concepción semiótica del símbolo.

Una primera puerta de acceso podría ser la biología. ¿Cómo concebir el intercambio de información genética, por ejemplo, o las relaciones intercelulares, o los intercambios neuronales dentro de una teoría de la comunicación, y por ende, dentro de una teoría semiótica más general que tenga en cuenta esa relación del símbolo con una realidad del cuerpo?

Es precisamente la relación del símbolo con el instinto el campo en el cual quedan más dudas y el que permite preguntarse hacia dónde pueden continuar las investigaciones teóricas. Concebir el símbolo como nudo indispensable en esa trabazón de lo psíquico con lo corporal y, además, en la relación de lo representacional con el ámbito de lo “real”, es lo que nos permite vislumbrar un estudio más detallado de los aspectos del hombre como ser inmerso en un orden cultural, simbólico y natural.

CONCLUSIONES

“Así, el símbolo es epifanía del sentido construido por el devenir de la humanidad toda, y proyección en el porvenir del nuevo advenimiento y significarse de cada ser humano. No es pues algo que oculta o esconde, sino más bien lo que al manifestarse permite la emergencia del sentido, y es esta emergencia la que expresa su función de enlace, puente, relación entre el individuo humano, su particularidad biográfica, y la humanidad” (Vélez Saldarriaga 1999, pág. Xiv.)

“Como podemos ver precisamente en el ejemplo de Fausto, supone la visión del símbolo la indicación del camino vital a recorrer, como el señuelo de un fin más remoto aun para la libido, y que desde este momento actuará sobre él inextinguiblemente, atizando su vida, que avanzará, inflamada ya y sin pausa, en demanda de lejanas metas. Esta es la vivificante significación específica del símbolo” (Jung 1964, pág, 147)

¿Y si el hombre pudiera comunicarse realmente con los espacios que se cree le han sido vedados para siempre? ¿Si la naturaleza nos volviera a hablar en su condición primera de creadora? ¿Si comprendiéramos por qué esta soledad, este sin sentido, esta violencia? En su teoría de los símbolos, Jung nos muestra una posibilidad de recobrar los puentes comunicativos que creemos fueron destruidos o que creemos que no existieron nunca; el símbolo se erige como la posibilidad de reavivar el fuego perdido en el centro del signo, de hacer viviente su anquilosado y árido saber. Pero no es sólo una cuestión teórica, el símbolo nos ayuda a elevar nuestra vida a un plano superior, nos puede sanar de la enfermedad moderna que podríamos llamar “literalidad”. Jung nos da un ejemplo precioso cuando nos habla en “Los complejos y el inconsciente” de la forma en que curaban los médicos-sacerdotes egipcios: para enfrentar una picadura de serpiente, narraban al enfermo la historia del Dios-Sol que fue picado por una serpiente creada por la Diosa-Madre, y cómo Éste fue curado también por Ella. De esta manera elevaban a un plano mitológico un accidente “concreto”, y gracias al nivel psíquico en que estaban los egipcios de entonces, a su facilidad -aún no perdida- para ser sumidos en lo inconsciente colectivo mediante un simple relato, las imágenes profundas de la psique se apoderaban con tal potencia de ellos que “su sistema vascular y sus regulaciones humorales” restablecían el equilibrio corporal.

Ahí está la verdadera preocupación vital que se desprende de la elucidación que he hecho de la teoría junguiana. ¿Qué necesita el hombre y la mujer modernos para entrar de nuevo a un nivel psíquico y a un plano mitológico general que sane nuestras angustias? El camino que se vislumbra, sin lugar a dudas, es el del símbolo.

Ya Mircea Eliade lo presintió, al afirmar que sólo el hombre que se vuelve símbolo a sí mismo deja de estar solo, porque su nueva condición lo inserta en un cosmos en el cual ya no es un extranjero. Paul Ricoeur también lo presintió, cuando pensó que la única solución para este anquilosamiento mortal del alma y del lenguaje era la escucha atenta de los símbolos, era ese diálogo con su inflación de sentido que podía volver a fecundar nuestro lenguaje técnico exangüe hasta la muerte, y de esta manera, volver a despertar lo sagrado que habita en todo ser.

Jung no sólo lo presintió, sino que intentó ponérnoslo en frente, para que una luz inefable derogara una orgullosa y recalcitrante ceguera. Intentó mostrarnos cuál era el camino que llevaba a la renovación de la vida… la vida, un concepto que para nosotros no tiene ya ningún valor. Nos condujo suavemente pero con una decisión lapidaria, hasta el abismo de monstruos y dioses de nuestra propia alma.

En un país de catástrofes y horrores, como el nuestro, no nos queda más que desconfiar de toda palabra, y esperar que esos que han sido más sabios que nosotros en el transcurso de la historia de la humanidad - el chamán, el sacerdote, y el iniciado que todos llevamos dentro-, nos den una respuesta, en su asombroso y maravilloso silencio…

BIBLIOGRAFIA

CASSIRER, Ernst. “El Pensamiento Mítico”, en “Filosofía de las Formas
Simbólicas”.v 2. Fondo de Cultura Económica, México, 1971.
------------------------. “ Fenomenología del Reconocimiento”, en “Filosofía de
las Formas Simbólicas”, v. 3. Fondo de Cultura Económica, México,
1976.
ECO, Umberto. “Signo”. Editorial Labor, Barcelona, 1976.
--------------------. “Tratado de Semiótica General”. Lumen, 3 ed., Barcelona, 1985.
--------------------. “Semiótica y Filosofía del Lenguaje”. Lumen,
Barcelona,1990.
--------------------.”Los Límites de la Interpretación”. Lumen, Barcelona, 1992.
-------------------. “Las Poéticas de Joyce”. Lumen, Barcelona, 1993.

ELIADE, Mircea. “Images et Symboles. Essais sur le symbolisme magico-
religieux”. Gallimard, Paris, 1952.
---------------------.”Aspects du Mythe”. Gallimard, Paris, 1963.
--------------------. “Mefistófeles y el Andrógino”. Guadarrama, Madrid, 1969.
--------------------. “El Mito del Eterno Retorno”. Alianza, Madrid, 1972.
---------------------. “Lo Sagrado y lo Profano”. Guadarrama, 2° edición,
Madrid,1973.
--------------------. “Tratado de Historia de las Religiones”. Ediciones Era, 4°
edición, México, 1981.
EVANS, Richard. “Conversaciones con Jung”. Guadarrama, Madrid, 1968.
FLORISTAN, Casiano y Juán José Tamayo (eds). “El Símbolo”, en
“Conceptos Fundamentales del Cristianismo”. Trotta, Madrid, 1993.
FREUD, Sigmund. “La Interpretación de los Sueños”, en “Obras Completas”
v. 4 y 5. Amorrortu, Buenos Aires, 1976ª.
-----------------------. “Pulsiones y Destinos de Pulsión”, en “Obras Completas”
v. 15. Amorrortu, Buenos Aires, 1976b.
----------------------. “Introducción al Psicoanálisis”. Alianza, Madrid, 1986.
JACOBI, Jolande. “La Psicología de C. G. Jung”. Espasa-Calpe, 2° edición
corregida y aumentada, Madrid, 1963.
----------------------. “Complejo, Arquetipo y Símbolo en la Psicología de C. G.
Jung”. Fondo de Cultura Económica, México, 1983.
JUNG, Carl Gustav. “El Yo y el Inconsciente”. Luis Miracle, 2° edición,
Barcelona, 1950a.
-------------------. “L’Homme à la decouverte de son âme: structure et fonctionnement de l’inconscient”. Editions du mont-blanc, 3. Ed., Geneve, 1950b
-------------------------. “Psicología y Alquimia”. Santiago Rueda Editor, Buenos
Aires, 1957.
------------------------. Preface to “Psyche and Symbol”. Archor Original,
Bollingen Foundation, New York, 1958.
----------------------. “The Transcendent Function” in “The Collected Works” v.8.
Bollingen Foundation by Pantheon Books, New York, 1960.
----------------------. “Símbolos de Transformación”. Paidós, 2° edición, Buenos
Aires, 1962.
--------------------. “Tipos Psicológicos”. Suramericana, 9° edición, Buenos
Aires, 1964.
---------------------. “El Hombre y sus Símbolos”. Aguilar, Madrid, 1966.
-------------------. “Introduction à l’essence de la Mythologie”. Petite Bibliothèque Payot , Paris, 1968.
---------------------. “Arquetipos e Inconsciente Colectivo”. Paidós, Buenos
Aires, 1970.
--------------------. “Energética Psíquica y Esencia del Sueño”. Paidós, Buenos
Aires,1982.
-------------------. “Aion. Contribución a los Simbolismos del Sí-mismo”. Paidós,
Buenos Aires, 1989.
-------------------. “La Interpretación de la Naturaleza y la Psique”. Paidós,
Buenos Aires, 1991.
-------------------. “Lo Inconsciente. En la Vida Psíquica Normal y Patológica”. Losada, 9° edición, Buenos Aires, 1992.

NERVAL, Gerard de. “Las Hijas del Fuego”. Bruguera, Barcelona, 1981.
NIETZSCHE, Friedrich. “El Nacimiento de la Tragedia”. Alianza, 6° edición,
Madrid, 1981.
PARDO ABRIL, Neyla Graciela. “Signo y Cultura. Introducción a la
Semiótica”. Unisur, Bogotá, 1995.
PEIRCE, Charles Sanders. “La Ciencia de la Semiótica” Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires, 1986
RICOEUR, Paul. “Philosophie de la Volonté. L’homme faillible,” Livre I.
Editorial Aubier, Editions Montaigne, París 1960.a

_____________. “Philosophie de la Volonté. La Symbolique du Mal,” Livre II.
Editorial Aubier, Editions Montaigne, París 1960.b.
______________. “De L’Interprétation. Essai sur Freud.” Editions du Seuil,
París 1965.
TODOROV, Tzvetan. “Teorías del Símbolo”. Monte Avila Editores, 2° edición,
1991.
TREVI, Mario. “Metáforas del Símbolo”. Anthropos, Barcelona, 1996.
VELEZ SALDARRIAGA, Marta Cecilia. “Consideraciones Sobre la
Sincronicidad”. Conferencia dictada en el foro “Ciencia y Conocimiento”,
realizado en el ciclo foros de la ciencia, con motivo del XV aniversario
de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, Universidad de
Antioquia, Medellín, 1995.
----------------------------------------------. “Los Hijos de la Gran Diosa. Psicología
Analítica, Mito y Violencia”. Editorial Universidad de Antioquia, Medellín,
1999.


-----------------------
 

Danzando con Shiva


Siva Nataraja
, el Señor de la Danza, aparece suspendido entre poder sin trabas y perfecto equilibrio. Él danza creación en existencia dentro de un círculo de fuego, que representa la conciencia. Cada elemento es simbólico: las manos, la luna, el enano, las diez trenzas de cabello, la calavera, y demás.

La danza cósmica de Shiva Nataraja es tanto símbolo como realidad. Es el movimiento de la creación, la preservación y la disolución, la tríada que tomada junta es el principio de Maya, el impulso sin fin de Dios que tiene lugar dentro de cada uno de nosotros y dentro de cada átomo del universo.
Todos estamos danzando con Shiva en este mismo momento y Él con nosotros.

En medio de su danza agitada, su CABEZA está balanceada y quieta, su EXPRESIÓN serena y calma, en perfecta estabilidad como el inmóvil agente de movimiento. Su ARO derecho hecho de una serpiente, es masculino. El izquierdo un gran disco, es femenino. Juntos, simbolizan el hecho de que Shiva no es ni varón ni mujer, sino que trasciende a ambos. Su TERCER OJO es el ojo de fuego y simboliza elevada percepción, extendiéndose a través del pasado, del presente y del futuro. Su CABELLO es como los largos desatendidos bucles de los ascetas, volando energéticamente. En Su cabello están: la serpiente sheshanaga, representando el ciclo de los años, una CALAVERA simbolizando el poder de destrucción de Shiva; la LUNA CRECIENTE del quinto día, simbolizando su poder creativo; y la DIOSA GANGES, el río más sagrado de la India, símbolo de la gracia que desciende.

Su MANO IZQUIERDA sostiene una llama ardiente, el Dios fuego Agni, simbolizando su poder de destrucción, samhara, por el cual el universo es reabsorbido al final de cada ciclo de creación, sólo para ser recreado de nuevo. Ésta mano representa NA en el Mantra Panchakshara, Na-Ma-Si-Va-Ya. Su PIE APOYADO representa la sílaba MA y simboliza su gracia de ocultamiento, tirodhana shakti, que limita conciencia, permitiendo a las almas madurar a través de experiencia. Shiva danza sobre una figura conocida como APASMARA, "olvidadizo o desatento", que representa el alma ligada por anava mala, el velo individuador de dualidad, fuente de separación de Dios. Apasmarapurusha mira hacia arriba serenamente al pie levantado de Shiva, el refugio, liberación y destino últimos de todas las almas sin excepción.

Su MANO IZQUIERDA DELANTERA, que representa la sílaba VA, sostenida en la pose de trompa de elephante, gajahasta, apunta a su pie izquierdo, fuente de la gracia reveladora, anugraha shakti, por la cual las almas retornan a Él. Los BRAZOS DERECHO e IZQUIERDO DE ATRÁS están balanceados, como lo están la creación y la destrucción. La MANO DERECHA DE ATRÁS de Shiva, que representa la sílaba SI, sostiene un tambor de cintura angosta, damaru, símbolo de la creación, que comienza con sonido no sonoro, Paranada, del cual surge el mantra Aum. La MANO DERECHA DE ADELANTE está levantada en el gesto de abhaya, "no temais", simbolizando el poder de Shiva de srishti, preservación y protección, que representa a sílaba YA. El PIE LEVANTADO simboliza su gracia reveladora, anugraha shakti, por la cual el alma trasciende finalmente las ataduras de anava, karma y maya y realiza su destino con Él.

La PIEL es de color rosado. Su cuerpo está untado con CENIZA SAGRADA, vibhuti, símbolo de pureza. La GARGANTA AZUL representa su compasión por tragar el mortal veneno halahala para proteger a la humanidad. Él porta un COLLAR DE CALAVERAS, simbolizando la perpetua revolución de las eras. La SERPIENTE JAHNUWI adorna su cuerpo, símbolo de su identidad con el poder kundalini, la fuerza espiritual comunmente latente dentro del hombre enrollada en la base de la espina dorsal. Elevada a través de yoga esta fuerza propele al hombre hacia la Realización de Dios.

Shiva viste una PIEL DE TIGRE, símbolo del poder de la naturaleza. Su FAJÍN, katibhandha, es aventado hacia un lado por su rápido movimiento. El ARCO DE LLAMAS, prabhavali, en el cual Siva danza es el Hall de la Conciencia. Cada llama tiene tres menores llamas, simbolizando fuego en la Tierra, en la atmósfera y en el cielo. En el tope del arco está MAHAKALA, el "Gran Tiempo". Mahakala es Shiva mismo quien crea, trasciende y concluye al tiempo. Shiva Nataraja danza dentro del estado de trascendencia sin tiempo. El PEDESTAL de doble loto, mahambujapitha, simboliza manifestación. De esta base emana el cosmos.

No hay comentarios: